El calígrafo y la destrucción

El próximo mes estará disponible en librerías La destrucción de todas las cosas, novela de Hugo Hiriart que ahora publica el sello editorial Debolsillo. Adelantamos aquí el prólogo.

La destrucción de todas las cosas es la historia fantástica, puntillosamente real, de una conquista en su versión extrema, que es el aniquilamiento.

El mundo conquistado y aniquilado en estas páginas es el México de fines del siglo XX, un México de políticos deleznables y costumbres extrañas, en general indignas de defensa, pero entrañables, insustituibles y aun gozosas para quienes las viven como su mundo natural, así se trate sólo, para la mayoría, de una “miseria sin horizonte”.

Publicada en 1992, año del V centenario del “Descubrimiento de América”, esta narración puede leerse, yo la leí en su momento, como una alegoría o como una metáfora o como una versión estrábica y distópica de la antigua Conquista de Mexico, la destrucción del mundo prehispánico por unos personajes de procedencia sobrenatural, que se impusieron con armas, lengua, religión y enfermedades desconocidas, a la civilización nativa hija del sol y a su ciudad invicta, la Gran Tenochtitlán.

Todos los elementos que pueden inducir esta lectura alegórica están sembrados con humor salvaje en la novela para cumplir el muy serio propósito moral de traer a los ojos de los lectores de hoy, la gratuidad y el horror de la destrucción de aquel mundo, a seguidas de la cual empezó a existir México. La hazaña imaginativa de la novela es poner esa destrucción antigua en tiempo presente y contarla como la destrucción del mundo en que viviríamos los mexicanos en el año de la publicación del libro, 1992, o en el año 2010 donde suceden los hechos imaginarios de la novela.

Ilustraciones: David Peón

La alusión a la antigua Conquista de México está presente todo el tiempo, pero de modo lateral, encriptado y fársico. En el México de 1992 o 2010, el emperador Moctezuma de 1521, es el presidente Ángel Jacobo Comezón, legendario orador, maestro de “ la generalidad elusiva”. La Malinche originaria, traductora de los conquistadores, es aquí una maritornes cervecera, cuyo nombre es cualquiera pero cuyo apodo inolvidable es la Jitomata. Los conquistadores españoles son aquí los Otros o los Cabezones, cuyas armas deconocidas desmenuzan a quienes reciben sus disparos. El jefe de los Cabezones es el implacable señor Oó, versión caricatural, etérea pero espeluznante de Hernán Cortés. La analogía nuclear de la novela, desde luego, es que al término de aquella guerra de conquista fue aniquilada una nación, desapareció un mundo.

La desgracia es contada, mientras espera su fin, por un sobreviviente. Se llama Esteban Lima. Escribe en el campo, contra una mesa plegadiza junto a un coche sin gasolina en donde vive con su mujer, Ester, y con su pequeño hijo, Saúl, en un último espacio libre de Cabezones al que los Cabezones llegarán, sin embargo, tarde o temprano. En ese último paraje de “rusticidad bíblica”, Esteban y Ester son una especie de Adán y Eva al revés, no fundacionales, sino terminales.

“No te afanes, mi rey, ¿cuál es la diferencia?”, diría la Jitomata: “Mejor consígueme una cervecita”.

Todo lo que pasa en esta narrativa apocalíptica es sutil y salvaje, trágico y fársico, histórico y cotidiano. Y esta mezcla de elocuencia, sencillez, carcajada y horror no viene de la Historia con H, aunque también de ella, no viene del tema de la narración, aunque también de ella, ni de la inteligente enjundia moral de su discurso contra la destrucción. Viene del arte de la escritura.

Hay algo esencial de calígrafo en Hugo Hiriart. Escribe y dibuja al mismo tiempo. Y en ambas cosas es nítido y complejo, como el tejido de una telaraña. En un pasaje de La destrucción de todas las cosas puede leerse la mecánica secreta de su arte. Consiste en atentar sin fin contra la lógica, dejando que la sepulte el “trastorno asociativo”, de modo que el calígrafo pueda transcurrir feliz y atrabiliariamente por las muchas telas de araña que teje su pluma, sin propósito lógico inmediato, sin finalidad narrativa obligatoria, atendiendo sólo al placer de su viaje.

Nada de esto quiere decir que no haya en la novela un plan o una historia de resonantes dimensiones, quiere decir que la verdad de su escritura, como el de su lectura, está en el viaje, no en el punto de salida ni en el de llegada, no en la trama y sus enigmas, sino en el viaje, en su toma de rodeos y senderos, desvíos y regresos al camino central, gobernado todo por el solo hecho de que algo interesante se cruce entre la cabeza y la mano del calígrafo.

Escribe Hiriart, al pasar:

Rota la cadena predecible y consabida de asociaciones, hace irrupción lo estético. No podemos decir del conde de Villamediana, cuando ve el peine en los cabellos de la amada como un barco en el mar, que estaba loco, sino que está escribiendo un poema.

Del ars combinatoria libre, pero no automático, sino complejo y contradictorio, cómico y filosófico, populachero y erudito, brota, mejor dicho fluye tersamente la escritura de Hiriart hacia lo que cabría llamar elegancia, definida por el propio Hiriart como “la brusca y afortunada conciliación de elementos contradictorios”.

Consigna en su cuaderno Esteban Lima, narrador de La destrucción de todas las cosas, mientras espera la extinción, junto a su hijo y su mujer:

Ayer estuve pensando una y otra vez en por qué si un gordo baila bien es más elegante y expresivo que un flaco que baila igual de bien. Mi respuesta es que la elegancia del gordo nace de la resolución visual de la contradicción aparente entre peso y agilidad: tendemos a pensar al gordo como sedentario e inepto, por eso su gracia y su ligereza nos deleitan más. El gordo no parece, digamos, hecho para bailar. Por eso nos asombra. Esto vuelve a demostrar que en toda forma de elegancia hay una contradicción resuelta sin esfuerzo aparente. Si captamos el esfuerzo, disminuye la elegancia (la elegancia tiene una economía estricta).

Esto que podríamos llamar la elegancia contradictoria o la estética inesperada del gordo que baila bien, esa combinación económica de lo que es a un tiempo inesperado, imaginativo, divertido y cierto está presente en cada página de La destrucción de todas las cosas, y en los otros libros de Hiriart, de hecho en cada párrafo que escribe. Es su marca de agua escondida. Consiste en atentar contra la lógica de los hechos normales, salirse de la caja, pasar sin solución de continuidad de un orden de realidad a otro y producir con ello una sorpresa, una combinación imposible que mueve de inmediato a la extrañeza, con frecuencia a la risa y al encantamiento.

La sonrisa de la inteligencia y la acidez de la sátira acechan tras la serenidad diáfana y a la vez sutilmente enredada y erudita de su caligrafía, delicada siempre aunque su asunto sea grotesco, verosímil siempre aunque sea increíble. El calígrafo escribe, en realidad dibuja, y mientras dibuja y escribe está lejos del mundo, metido en el suyo.

Admiro la serenidad sin pretensiones, la inteligencia sin alardes, la sabiduría sin vanidad de la persona llamada Hugo Hiriart. Me envanece saberlo mi amigo. Pero ese amigo, supremo en su pedagogía, es, sin embargo, inferior al monstruo que inventa su arte imbatible, de una perversa complejidad, transparente en sus medios y turbio, laberíntico, bíblico en sus perturbadoras resonancias.

El arte de la escritura en Hugo Hiriart es vecino del arte de su conversación. Conversa reposadamente, con un toque socrático, esperando su turno para introducir un parlamento, a menudo una pregunta. Por ejemplo, ésta: “¿Tú crees que es imaginable el mundo sin Dios?”.

La noción de Dios es inseparable de la historia del hombre, pero no es a ese lugar ramplón de las constantes de la humanidad al que se dirige la pregunta. Tampoco al otro, más obvio, de si Dios existe.

Va a un lugar más secreto, radical, al lugar donde sólo la fe en Dios o en algo inasible puede consolarnos de la esencial atrocidad y gratuidad del mundo. La idea de un mundo sin Dios, sin fe, es terrorífica. Después de este rodeo teológico/existencial, la conversación con Hiriart puede volver a un remanso en el que él se zambulle mientras acaricia, digamos, a nuestro perro. Dice entonces: “Me gusta esto de Baroja: ‘¡Cómo nos miran los perros! Alguien tendría que decirles que son mejores que nosotros’”.

Y así se pasa con él, sin pestañear, de Dios al perro.

Más allá de su lado mexicano, la destrucción de todas las cosas es una novela sobre el furor esencial de la historia que es la guerra, la conquista de un pueblo por otro, de una ciudad por otra, de una civilización por otra. Podría alegarse, siguiendo a Freud, que la historia universal que aprendemos en la escuela no es sino la sucesión de las hazañas de los mayores homicidas de la especie, los grandes guerreros y sus huellas de conquista, destrucción, muerte, aniquilamiento.

Hiriart escribió La destrucción de todas las cosas, dice él mismo, en andanadas de creatividad y desidia, durante la segunda mitad de los 1980. La terminó de escribir en abril de 1992. De aquel año al momento en que yo escribo estas líneas, en 2025, su libro adquirió ecos que no tenía. Puede leerse ahora, también, como una metáfora del cambio moderno que, en el tiempo de nuestra vida, ha creado y destruido mundos enteros, a partir de las extensiones, en el fondo incomprensibles, de cosas como la bomba atómica, los teléfonos celulares o la inteligencia artificial.

Cada década, luego cada quinquenio, luego cada año, exponencialmente ahora, desaparece ante nosotros un mundo que conocíamos y podíamos entender, para dar paso a otros, tan misteriosos al principio como los Cabezones para los mexicanísimos personajes de esta novela.

Hiriart ha dado cuerpo en esta narración al mecanismo inherente a lo que llamamos civilización que es desaparecer mundos por guerras y conquistas, pero también por la novedad y la invención humanas, las cuales crean tanto como destruyen. En cada creación humana que cambia nuestra vida diaria, un mundo nos dice adiós, como supieron los luditas que destruían las máquinas de tejer de la revoluciòn industrial porque los dejaban sin trabajo. Todos somos hoy luditas exponenciales. Nos sucede lo que a ellos todos los días, a una velocidad y con unos instrumentos que apenas podemos entender, como el sentido de nuestra propia vida en medio de su propagación.

“La conquista”, escribe Hiriart, “no es más que la brusca radicalización en la extrema realidad de lo que siempre nos ha sucedido”.

Termino y aclaro:

No es la admiración vieja que le profeso a Hiriart la que induce las palabras de este prólogo, sino una admiración nueva, “rechinante de nueva”, diría la Jitomata, que me ha dejado al pasar la relectura de La destrucción de todas las cosas.

Febrero, 2025

 

Héctor Aguilar Camín

Escritor

1 comentario

  1. flaviodealva
    mayo 22, 2025

    «Las hazañas de los mayores homicidas de la especie». Y ¿acaso la especie puede ser otra cosa? Por más que indago en la Historia no encuentro más que violencia, desigualdad y marginación. Acaso el arte es la redención de la humanidad y el sentido del humor su sostén. Me encantó tu prólogo, ya lo leí en la nueva edición del libro.

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