El veredicto del diccionario

Cuando una sociedad se corrompe, decía Octavio Paz en Posdata, lo primero que se gangrena es el lenguaje. Por eso el cuidado de la ciudad empezaba con el cuidado o, tal vez, por la recuperación de las palabras. No identifico a nadie que haya hecho aportes más importantes a la higiene de nuestro vocabulario político en los últimos cien años que Giovanni Sartori. La militancia de su cátedra parte de la convicción de que los demagogos y los déspotas se valen de la confusión. Uno de sus libros tiene, de hecho, forma de diccionario y podría decirse que toda su obra es un glosario. Sus definiciones resultan, para el México de hoy, veredictos inapelables de la reversión autoritaria.

Ilustración: José María Martínez

Nuestro lenguaje, sabía bien, es portador de experiencia. Cada idea tiene su historia. El primer paso del saneamiento intelectual era reconstruir la genealogía de las ideas. Su ciencia política fue, en buena medida el registro de la vivencia, muchas veces milenaria, de las palabras de la ciudad. Pienso en el libro que escribió, reescribió, tradujo, compactó, volvió a escribir y resumió nuevamente: su libro sobre la democracia. En las letras de “democracia” hay mucho más que etimología. Decir, como se repite desde hace seis años, que la democracia es el gobierno del pueblo como si eso bastara para comprender el régimen complejo es ignorar todo lo que los siglos le han incorporado. En la democracia hay valores y procesos, instituciones e ideales, impulsos y frenos. Democracia es gobierno del pueblo siempre y cuando sepamos que el gobierno ha de gobernarse y que el pueblo no es sujeto sino proceso de deliberación y regla de decisión.

Con Tocqueville sabía que el nuevo despotismo no podría más que llamarse democrático. Para justificar que se destruyan sus columnas esenciales, el autócrata contemporáneo dirá que la suya es, en realidad la verdadera democracia, la democracia auténtica, la democracia profunda que supera por fin las restricciones de la democracia liberal, esa aburrida civilización de los procedimientos, el pluralismo, la competencia.

La Constitución no es el libro que lleva la palabra “Constitución” en el título. Constitución es la norma límite, el estatuto que funda, encauza y restringe el poder. Es el liberalismo convertido en técnica. Es también el espacio del consenso más amplio, no el programa temporal de un gobierno ni la propiedad de una mayoría ocasional, sino un piso de coincidencias perdurables. Los esclarecimientos de Sartori nos permiten declarar muerta la era constitucional de México. Desaparecidos los contrapesos, subordinado el arbitraje a la misma mayoría que legisla y manda, el país inaugura el tiempo posconstitucional. El capricho, no la ingeniería institucional que Sartori fue desarrollando meticulosamente, fue lo que puso fin a la prudencia normativa. La Constitución mexicana es ya, oficialmente, cualquier cosa que el poder hegemónico diga que es.

Debe advertirse que el ingeniero Sartori nunca vio en las instituciones una utopía. Se tomó muy en serio el diseño de las reglas y el complejo de alientos y amenazas que hay en ellas, pero tenía muy claro que la democracia no se agota en las tuercas y los tornillos. La máquina necesita combustible y operarios. El lector de Mill sabía que la democracia debe oxigenarse en el debate y exige respeto por la verdad. Por eso denunció en un panfleto que marcó época que el homo sapiens degenerara en homo videns, que el ciudadano razonante se convirtiera en manipulable observador de imágenes. Olía ya lo que se venía con las pantallas portátiles que son instrumento del engaño, la simplificación y el odio.

A cien años de su nacimiento, la claridad lexicográfica de Giovanni Sartori es denuncia implacable de las nuevas autocracias.

 

Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Su más reciente libro es La casa de la contradicción.

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