Yo, el Supremo

El 30 de octubre la Cámara de Diputados aprobó modificaciones a los artículos 105 y 107 de la Constitución con 343 votos a favor y 129 en contra. Al día siguiente los obsecuentes congresos estatales oficialistas las ratificaron. A partir de ahora las reformas constitucionales no podrán ser impugnadas e invalidadas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). La SCJN no es ya el guardián de la Constitución. Pocas veces en la historia del país se había visto un atentado tan claro al principio fundacional de la separación de poderes que se encuentra en nuestros textos constitucionales desde 1824. Es cierto que el autoritarismo posrevolucionario que gobernó México entre 1929 y 2000 modificó la Constitución de 1917 para mantener su hegemonía. Por ejemplo, la supresión de la reelección legislativa en 1934 tuvo como propósito consolidar los mecanismos de disciplina del nuevo partido oficial. Sin embargo, la fachada de una república federal, con una Constitución que en lo básico se adhería al modelo liberal democrático, se mantuvo durante el periodo. No se consideró necesario institucionalizar las bases de la autocracia. La ola de apresuradas reformas de ahora rompe con ese precedente. Los intelectuales orgánicos del antiguo régimen pretendían adherirse al orden normativo democrático: división de poderes, federalismo, independencia de los jueces, etcétera. No tenían que reñir con Montesquieu o Tocqueville. Basta ojear El liberalismo mexicano de Jesús Reyes Heroles para constatarlo. No más. La actual destrucción del entramado democrático exige una excusa. Por ejemplo, en el fragor de la reforma del poder judicial uno de los propagandistas del gobierno escribió un simpático ensayo titulado “Montesquieu se escandaliza”.1 En él afirma: “Es curioso que dos de los argumentos en contra de la elección popular de los jueces, ministros y magistrados del Poder Judicial hayan nacido de un mundo todavía aristocrático: el equilibrio de poderes, visto como contrapeso, y la identidad social como un asunto político”. Según este escritor, el principio de la separación de poderes parte de la idea de que quien lo concibió, Montesquieu, tenía como referente a los nobles de la Cámara de los Lores. Por ello esa idea es antipopular. El tufo, se queja, “fluye en los argumentos que han dado los magistrados de la Suprema Corte en este siglo XXI: una elección popular no atiende el virtuosismo (sic) de las eminencias en la ‘ciencia’ del derecho. Lo que en el fondo están diciendo los juzgadores es que si el pueblo lo contamina con su voto, el Poder Judicial se transforma en cómo ellos ven al mismo pueblo: ignorante, improvisado, irresponsable, cuando no comprable”. En efecto, el clasismo es la perdición segura de la judicatura profesional: “Este sesgo ideológico antipopular y antiregiones del país es justo lo que tiene al Poder Judicial de rodillas frente a los 36 millones de votantes. Lo que no discuten con seriedad los juzgadores es a quién representan en este momento”. Para el áulico es claro: los jueces representan a “los grupos de interés, las compañías extranjeras y los criminales”. Más allá de la pretensión académica del panfleto, lo notable en esta apología de la destrucción del principio constitucional de separación de poderes es la desvergüenza. Utiliza la demagogia para justificar el desmantelamiento de los límites al poder. Vaya, ni el PRI en sus peores momentos creyó necesario pelearse con Montesquieu. Los jilgueros del nuevo régimen, en cambio, están aquí para ilustrarnos en el arte de la genuflexión letrada.

Ilustración: Belén García Monroy

 

José Antonio Aguilar Rivera
Profesor investigador en la División de Estudios Políticos del CIDE


1 https://www.jornada.com.mx/2024/08/10/opinion/014a1pol

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *