En el bicentenario de las relaciones entre México y Estados Unidos escribí en estas páginas sobre una nueva etapa que, podríamos decir, arrancó con la llegada de Donald Trump a la Presidencia en 2017 y de Morena en 2018.
Advertía entonces de tres cosas. Primero, que el riesgo más importante para la relación bilateral era un nacionalismo mal entendido —sobre todo en el plano económico— fuera por parte de Estados Unidos o de México. Segundo, que la revisión del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) prevista para 2025-26 debía ser muy cuidadosa, pues sería un proceso contaminado por temas no comerciales y, de cierto modo, secuestrado por la altísima polarización política que prevalece en nuestro vecino del norte. Tercero, que estábamos ante un panorama geopolítico nuevo e incierto, con tintes de Guerra Fría y de choque de civilizaciones —parafraseando a Samuel Huntington—, marcado por la “desglobalización” o “globalización fragmentada”; la creciente competencia estratégica entre China y Estados Unidos; la invasión rusa a Ucrania que exacerba las tensiones en Eurasia y entre los Estados miembros de la OTAN y con una América Latina sin proyecto común y bastante dividida.
La inusual llegada de Donald Trump a la Presidencia por segunda ocasión —después de cuatro años de gobierno demócrata bajo el liderazgo de Joseph Biden—, así como las primeras semanas de su nuevo gobierno dan al menos cierto crédito a esas advertencias.
En un par de meses, Trump ha confirmado que mantiene esencialmente la misma idolología que observamos durante su primer gobierno, que ha decidido rodearse de colaboradores decididamente fieles a esa ideología y que llega con un mejor conocimiento y método por su experiencia previa. En poco tiempo Trump irrumpió de nuevo en la política interna y exterior de Estados Unidos y sacudió otra vez la relación bilateral con México en sus tres ejes principales: comercio, seguridad y migración.

Nos enfrentamos de nueva cuenta a una diplomacia mediática, a menudo cargada de pronunciamientos bruscos; al uso y la amenaza de aranceles a nuestros productos; y a fuertes presiones en el ámbito de seguridad y combate al narcotráfico. Esas presiones van tan lejos como afirmar que “las organizaciones traficantes de drogas tienen una alianza intolerable con el gobierno de México” y que éste “les ha concedido refugio para manufacturar y transportar narcóticos”. Esa afirmación de la Casa Blanca no tiene precedente.
Sin duda continuarán una volatilidad e incertidumbre considerables en la relación bilateral durante lo que resta de este año y quizá buena parte del que sigue. Para julio de 2026 se espera que haya concluido formalmente el proceso de revisión del T-MEC y estarán encima las elecciones intermedias en Estados Unidos. Como he apuntado antes, pienso que de ahora a esa fecha es probable que concluya una revisión del tratado comercial con algunos aspectos renegociados.
Creo, también, que la cooperación en seguridad y procuración de justicia dará un salto cualitativo necesario y que es del propio interés de México. Las tensiones sobre el fenómeno migratorio comienzan a atenuarse: los números de encuentros con migrantes en la frontera común han disminuido de manera considerable. La llamada “invasión”, a la que el presidente Trump se refiere, es mucho menor por las acciones de su gobierno y por las realizadas durante la administración de Biden. Dicho de otra manera: la relación bilateral se estabilizará y habrá un nuevo equilibrio con el gobierno de Trump en los próximos doce o dieciocho meses. A fin de cuentas, pese a su enorme poder, es difícil para los presidentes cambiar totalmente la dirección de un barco tan grande como Estados Unidos.
Más allá de lo que pueda suceder en lo inmediato, es necesario reflexionar sobre la trayectoria de la relación entre México y Estados Unidos a largo plazo y en el nuevo contexto geopolítico. Por un lado, Estados Unidos está transformando profundamente la manera como pretende proyectar su poder y su liderazgo mundial y, por lo tanto, su política exterior. No parece exagerado asumir que el orden mundial forjado gradualmente bajo el liderazgo de Estados Unidos, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, también está transformándose. Atravesamos, además, por cambios importantes en las preferencias y prioridades del votante estadunidense y en los partidos que mueven el tablero de la política interna de aquel país.
Por el otro lado, en México estamos también en los primeros años de lo que parece ser un nuevo régimen, que concibe su papel en el mundo de manera distinta al que prevaleció en las últimas tres o cuatro décadas.
Aquí planteo algunas de las preguntas en las que es oportuno pensar sobre el futuro de América del Norte, las posibilidades reales y las posibles consecuencias de diversificar nuestras relaciones económicas y políticas y, finalmente, lo que piensan y quieren los mexicanos y estadunidenses de la relación entre sus países, más allá de lo que sostienen los actores políticos. Esas cuestiones están interrelacionadas, pero conviene detenerse brevemente en cada una.
La idea de América del Norte como una región básicamente económica, con un tratado de libre comercio como columna vertebral y con un alineamiento geopolítico mínimo, es muy reciente. Surgió en la última década del siglo XX y hasta ahora ha mostrado una resiliencia considerable, que le permitió subsistir choques importantes como los ataques terroristas a Estados Unidos en septiembre de 2001 y sus secuelas; la primera administración Trump; la renegociación del TLCAN hacia el T-MEC; y la pandemia de covid.
A mi juicio, el proyecto de América del Norte ha sido, de cierta forma, exitoso para Estados Unidos, México y Canadá, pese a sus naturales problemas y carencias. Sin embargo, hay que entender que nació en un momento casi unipolar, en el que la globalización y sobre todo la liberalización comercial eran base para la construir y mantener el orden mundial.
Esas condiciones han cambiado y parece necesario pensar con mayor detenimiento en el futuro de América del Norte. Es conocida la máxima diplomática de que la geografía es destino. Desde ese punto de vista, pareciera que los tres países, vinculados por extensas fronteras terrestres, con economías y sociedades hoy ampliamente interconectadas, y separados de Europa y Asia por dos grandes océanos, han cruzado una línea que les dicta seguir construyendo una relación funcional y esperemos aún más benéfica.
En el caso de nuestro país, la importancia de esa relación es aún más clara por la manera en que ha incidido en nuestro modelo de desarrollo. Inclusive hoy que es común escuchar sobre la Cuarta Transformación de México no es exagerado decir —como de manera inteligente lo ha hecho el escritor Nicolás Medina Mora— que ésta es en realidad producto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y no de las ideas y acciones de los dos últimos gobiernos de Morena.
Atravesamos, sin embargo, por un momento en el que el futuro de América del Norte se vislumbra incierto, pero en el que nunca a lo largo de los últimos cuarenta años, las ventajas de su profundización son tan claras. La oportunidad existe si el comercio y las cadenas mundiales de valor se regionalizan y si Estados Unidos entra en una etapa en la que busca no sólo socios comerciales sino estratégicos, que estén más alineados en términos geopolíticos y de seguridad. Al parecer, hemos llegado a un punto de inflexión en la vida del proyecto de América del Norte: o se profundiza o muere.
Me inclino por pensar que nuestro país debe promover esa profundización en dos ejes principales: retomar la idea de un perímetro de seguridad entre los tres países (con el análisis cuidadoso de las ventajas, desventajas y alcances) y ampliar los mecanismos de movilidad laboral en la región.
Hoy en día es lugar común afirmar que la política exterior de México busca mantener buenas relaciones y de respeto con todos los países y, al mismo tiempo, fortalecer los vínculos económicos. El objetivo es tan general que resulta incuestionable. Siempre ha sido aconsejable tener cierto grado de diversificación en nuestras relaciones económicas y políticas. La pregunta relevante es cómo lograrlo de manera inteligente y en un contexto geopolítico complejo como el actual.
En primer lugar, México cuenta con una red de catorce tratados de libre comercio con 52 países, treinta acuerdos para la promoción y protección recíproca de las inversiones con 31 países o regiones y nueve acuerdos de complementación económica y acuerdos de alcance parcial en el marco de la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI). Es decir, se han desplegado acciones específicas e importantes para diversificar nuestras relaciones económicas. Sin embargo, también sabemos que hoy somos el principal socio comercial de Estados Unidos, lo que implica que alrededor del 80 % de nuestras exportaciones se destinan a ese país y que la mitad de la inversión extranjera que recibimos proviene de él.
Lo anterior invita a pensar en que el peso de la geografía económica es en buena medida ineludible, pero sobre todo que la diversificación requiere de una estrategia de largo plazo, sistemática y a la que no recurramos sólo cuando hay incertidumbre respecto a nuestra relación comercial con América del Norte. En este sentido, es aconsejable revisar con mayor objetividad la decisión de haber cerrado ProMéxico y la capacidad real de nuestras representaciones diplomáticas para suplir con éxito sus tareas.
Paso a otro plano: para muchos analistas el factor más determinante de las relaciones internacionales durante este siglo es la rivalidad estratégica entre China y Estados Unidos. Se sugiere a veces que se trata de una nueva guerra fría y, por tanto, México podría manejarla como lo hizo durante buena parte del siglo pasado. La noción no parece descabellada, pero habrá que considerar que frente a la rivalidad entre la Unión Soviética y Estados Unidos la principal preocupación de éste último —y de buena parte del mundo— era la amenaza nuclear y un conflicto militar convencional en Europa, y sólo en menor grado en guerras proxy en varias regiones. La actual rivalidad entre China y Estados Unidos es mucho más compleja, pues abarca los planos comercial, tecnológico, político, cibernético-informativo y militar, destacando en éste último el futuro de Taiwán.
En otro asunto, los esfuerzos de potencias que rivalizan con Estados Unidos y de potencias medias por construir una nueva multipolaridad se han reflejado en el aumento de mecanismos de diálogo y cooperación con objetivos y alcance muy diversos. Tal es el caso del mecanismo formado inicialmente por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica (BRICS) que se ha expandido ya para integrar a diez países, o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Pareciera un paso natural que, en el contexto de una nueva multipolaridad, algunos recomienden a México participar o apalancar su participación en estos mecanismos. Sin embargo, en su caso, antes debe analizarse qué podría aportarnos esa decisión. No se puede obviar que esos mecanismos difícilmente tienen un futuro concreto debido a la divergencia de intereses entre sus miembros. Por el contrario, su presente y futuro se limita a acotar la presencia de Estados Unidos en el escenario mundial.
En la relación entre México y Estados Unidos siempre ha sido clave el papel individual de los presidentes y de los gobiernos. Han sido esenciales, también, los esfuerzos por institucionalizar tal relación a lo largo de décadas: el conjunto de acuerdos, mecanismos de diálogo y organizaciones creadas para manejar y darle estabilidad. Del mismo modo, lo que perciben sus sociedades sobre esa relación influye en las decisiones de los presidentes y sus gobiernos.
Con frecuencia se argumenta que la relación entre ambos países es interméstica. En la medida que trasciende la política exterior y la población en ambos lados de la frontera la asume como un tema de política doméstica o interna. Ese fenómeno parece ser más relevante en la medida en que la relación bilateral ocupa espacios mediáticos y que los actores que la conducen recurren a la diplomacia mediática. A pesar de esto, contamos con poca información y poco análisis sobre lo que piensan y quieren los mexicanos y los estadunidenses de la relación entre sus países.
Podemos asumir que México es bastante conocido en Estados Unidos. Por ejemplo, la encuesta elaborada por YouGov (2024) nos sitúa en lugar 29 de entre 195 países, con 96 % de reconocimiento de nombre y 52 % de opiniones positivas. Esa misma encuesta sugiere que 55 % de los votantes estadunidenses ven a Mexico como un aliado, frente a 29 % que lo ven como un enemigo. Según el partido político, observamos que 47 % de los votantes republicanos nos consideran un enemigo frente a sólo 14 % de los demócratas. Gallup cuenta con datos de una encuesta similar desde 2001, pero no se ha analizado lo suficiente los factores que explican las variaciones a lo largo del tiempo.
Me parece que nosotros también tenemos una visión limitada sobre las percepciones y prioridades que tienen los mexicanos sobre la relación con Estados Unidos, más allá de algunos datos aportados por la encuesta de Las Américas y el Mundo impulsada por el CIDE en su momento, y que para 2021 mostraba una opinión favorable de los mexicanos hacia Estados Unidos (66 %). La Encuesta Mundial de Valores, que se realiza desde 1981, aporta mucha información sobre los valores de los mexicanos y estadunidenses, pero me parece ha sido poco analizada en el contexto específico de la relación bilateral. En cuanto al comercio, gracias a algunas encuestas sabemos que poco después de la firma del T-MEC (mayo de 2019), éste gozaba de una fuerte aprobación (alrededor de 80 %) en ambos países. Sin embargo, hasta donde tengo conocimiento, eso no se ha medido de manera consistente a lo largo de estos años.
La necesidad de conocer más sobre lo que piensan los estadunidenses de la población hispana es más que patente. Los hispanos en Estados Unidos —alrededor de 60 % de origen mexicano— representan sin duda un grupo de creciente importancia económica, política y cultural. La Oficina del Censo de Estados Unidos estima que la población hispana podría alcanzar cerca de 70 millones para 2025 y 100 millones para 2050. El gobierno de México siempre ha buscado apalancarse en esta comunidad en su relación con Estados Unidos, pero hacerlo con éxito requiere entender mejor las particularidades de esa comunidad, su visión de México y su sentido de pertenencia a Estados Unidos.
La relación entre México y Estados Unidos atraviesa un momento especialmente complejo. El interés se concentra ahora en cómo navegar de manera exitosa una nueva negociación multidimensional con el segundo gobierno de Donald Trump. Atravesamos por tensiones inéditas entre la interdependencia económica, por un lado, y las diferencias políticas y soberanías, por el otro. Estimo que esta negociación concluirá en términos de cierto modo satisfactorios, con nuevos acuerdos y equilibrios en materia comercial, de seguridad y migración. Sin embargo, no podemos perder de vista dos premisas clave para el mediano y largo plazo. Primera, que Trump es consecuencia de cambios profundos en la política y la sociedad estadunidense. Estos cambios prevalecerán más allá de su mandato. Segunda, Estados Unidos está repensando sus relaciones con el mundo y su papel en él. En la geopolítica actual, varios países y bloques vislumbran y promueven el fin de la pax americana y la construcción de un nuevo orden mundial que hasta hoy arroja más preguntas que respuestas. La posibilidad de construir una buena relación a futuro depende de una buena lectura de estos cambios y de saber manejarlos. El costo de no hacerlo tendría consecuencias serias sobre la relación que más impacta la vida diaria de una buena parte de los mexicanos.
Gerónimo Gutiérrez Fernández
Fue embajador de México en Estados Unidos (2017-18), director gerente del Banco de Desarrollo de América del Norte (2010-16) y subsecretario para América del Norte (2003-06).