Acaso nuestra transición a la democracia fue algo más, y fue otra cosa. A veces se ve mejor de lejos. En todo caso, se ven cosas distintas. Según Marcel Gauchet (leo El nudo democrático), el auge de la protesta “populista” no es una patología marginal, sino indicio de la apertura de un nuevo ciclo histórico. Sigo su argumento.

Tanto la postura liberal, que defiende los derechos individuales, como la populista, que invoca la soberanía popular, derivan de los fundamentos de la democracia moderna, y con la misma razón. En eso consiste el problema. No puede ser lo uno sin lo otro, pero son contradictorios. El primer obstáculo para entender lo que sucede es que resulta demasiado fácil de explicar: todo está en la economía, es la rebelión de los perdedores de la globalización. Pero no es sólo eso. Hay los perdedores, dice Gauchet, pero su desamparo es mucho más radical, lo mismo que la desorientación de los ganadores, porque el tránsito tiene otro alcance, se trata de un cambio en el modo de estructuración de la sociedad, que supone tres cosas: un modo de definir la autoridad, un modo de legitimar las relaciones sociales, un modo de orientar en el tiempo la vida colectiva.
La humanidad entera vivió durante milenios bajo un modo de estructuración religioso, en que la sociedad estaba siempre en una posición de dependencia respecto a un fundamento extrahumano (ancestral o divino). Ese imperativo trascendente servía para justificar el poder, para garantizar la unidad del grupo y orientar la vida a partir del modelo de una anterioridad radical (la mediación de lo sagrado anudaba jerarquía, integración y permanencia). Era un orden necesariamente heterónomo.
La salida de la religión (porque de eso se trata) ha sido un camino de siglos hacia la autonomía —inadvertidamente, involuntariamente. El desencantamiento alcanza a todas las cuerdas del nudo religioso: poder, comunidad y tradición. Obviamente, el poder separado de lo sagrado necesita otra fuente de legitimidad, y no hay más sino la voluntad de los individuos que en conjunto forman la soberanía popular. Por otro lado, la pertenencia a la comunidad ya no viene impuesta: los vínculos se eligen, y rota la autoridad de la tradición, ya no se mira al pasado, sino al futuro —y es posible imaginar un progreso.
La dificultad ha estado siempre en mantener la autoridad, la cohesión y el sentido de la vida colectiva. Por eso durante siglos se buscaron sucedáneos de lo sagrado: una heteronomía facticia para mantener el nexo social. Básicamente, la idea de la nación como entidad transhistórica, de modo que el Estado-nación fuese una objetivación institucional de la existencia colectiva, cuyo destino se desplegaba en la historia. Las otras religiones políticas del siglo XX siguieron la misma estela.
A partir de los años setenta vivimos la decantación completa de los componentes de la estructuración autónoma y la expulsión de los residuos simbólicos de la heteronomía. En eso radica la formidable promesa emancipatoria del neoliberalismo. El resultado es este. Lo político (como propósito colectivo) se disuelve en la política (elecciones, el pequeño, turbio drama de los políticos); las coerciones de la pertenencia se disuelven en los derechos individuales; la historia se borra, opacada por el puro presente de la economía. La prioridad absoluta corresponde a los derechos individuales, la democracia se identifica con el Estado de derecho, las élites responden por fuerza a las exigencias del escenario global: comercio, derecho, ecología, y los políticos van a remolque de la opinión y no son capaces de representar a la sociedad como un todo.
La sensibilidad populista arraiga en la nostalgia de lo político como potencia de integración, cohesión interna y control de los flujos globales, capaz de dar sentido a la historia como obra común. Pero ninguna de las figuras de la heteronomía es creíble. La historia populista es una colección de estampitas; el Pueblo, una pura contingencia electoral, de donde la cancelación de los derechos individuales desfonda la única legitimidad posible. No hay vuelta atrás. Estamos inaugurando un modo de estructuración absolutamente autónomo, falto todavía de orden, cohesión y sentido. Se pregunta Gauchet, yo también: ¿y si no estuviésemos a la altura de la tarea que nos impone la autonomía?
Fernando Escalante Gonzalbo
Profesor en El Colegio de México. Sus libros más recientes: México: El peso del pasado. Ensayo de interpretación y Si persisten las molestias.