Sucedió hace tantos años

Recorrí varias cuadras desde la casa de la abuela hasta el cine Ajusco. Eso significaba un acontecimiento inolvidable para un niño de 6 años: por primera vez me enfrentaría a una pantalla cinematográfica. Y si añadíamos a tan magno acontecimiento el privilegio de llegar a la taquilla acompañado de la mano de mi padre, entonces mi orgullo tomaba forma y me convertía en esa difusa imagen que se acercaba al espejismo del niño feliz. La misión consistía en ver una película que los años han mantenido intacta en mi mente: Santo contra las mujeres vampiro, dirigida por Alfonso Corona y envuelta en la música de Raúl Lavista, aunque tan destacadas participaciones no le resultaban importantes a un niño de 6 años. Tampoco me impresionaban el Santo ni las mujeres vampiro, sino sólo Lorena Velázquez, mujer que transitó mi mente como la estela de un cometa que se grabó en mi mente hasta los tiempos actuales. Después de aquella epopeya visual le pedí a mi padre que me invitara al cine cada vez que apareciera la diva, pese a que no la nombraba y sólo mencionaba el título de la película, de modo que del cine Ajusco al cine Álamos, también ubicado en la calzada de Tlalpan, se extendía la alfombra roja de mi idealismo visual. Desde entonces y acosado por el paso de los años me alié el utópico principio de no ocupar una butaca si no salía del cine enamorado de la actriz estelar.

Ilustración: Kathia Recio

Mi historia adolece de un contenido ordinario, pero algunos lectores aquilatarán las dimensiones de mi sacrificio cuando mi temperamento me hizo abandonar el cine expuesto en pantalla grande y tuve que cometer una de las más penosas acciones que han lacrado mi vida: abandonar a Nastassja Kinski, Jessica Lange, Brigitte Bardot o a Elsa Aguirre (a quien todavía no dejo de imaginar en Sólo de noche vienes). ¿Qué sucedió? Una incipiente misantropía se fue apoderando de mí a tal extremo que me impedía sentarme en el cine rodeado de extraños. Sobra decir que ante la impresión que me causaba la imagen de mis admiradas actrices incluso las personas conocidas se transformaban en obstáculo para mi arrobamiento. El sólo escuchar la respiración de los intrusos, su continuo pastar de palomitas, sus movimientos o sus comentarios en voz alta destruía ese inesperado ritual que había yo ornamentado desde aquella primera vez que fui de la mano de mi padre al cine Ajusco.

Tengo cerca de veinticinco años de no visitar ningún cine —excepto una vez que fui invitado por el director que no se dio cuenta de que salí corriendo a media película— y aunque continúo mirando en la pantalla chica algunas obras, regularmente me distraigo y me siento como un cadáver degradándose en un ataúd. Mi fobia a las multitudes de seres que colman los conciertos o algunos cines no logró ser atenuada por ese cómodo artefacto que, como tantos artilugios, tiene como finalidad convertirse en continuación de tu intimidad. La democracia de las dimensiones no amengua el primitivo sentimiento de la adoración. Para quienes no asistimos a la iglesia, la televisión nos propuso encarnar en insectos solitarios deambulando en la habitación que se torna celda o confinamiento. Existen personas que ven películas en su teléfono celular. Imagino que sus actores o actrices deben aparecer allí como moscas en bikini o en traje de baño.

Tengo la impresión de que la independencia y el espacio han construido un malentendido poco valorado; la puesta en marcha de populares zoológicos visuales. Más allá de los asuntos técnicos o artísticos propios de toda obra cinematográfica, hoy es impasible admirar en el sentido más humano de la palabra; veneración a una bella y evanescente entelequia.

 

Guillermo Fadanelli
Escritor. Entre sus libros: Stevenson, inadaptado; El hombre mal vestido; Fandelli y Mis mujeres muertas

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