El próximo 25 de mayo se cumplirán cien años del nacimiento de Rosario Castellanos, una de las escritoras más polifacéticas e importantes que ha tenido México. Su grandeza se equipara en cierto modo a la de sor Juana Inés de la Cruz. Esto es así no sólo por la extensión de su obra sino porque Rosario era también propietaria de una mente inquisitiva y científica, y porque además fue defensora de indígenas y mujeres.
Castellanos nació en Ciudad de México pero muy niña regresa a Chiapas, hogar de su familia. Mantuvo profundas raíces con el lugar: de ahí su conexión al indigenismo que permea su obra. A la muerte de sus padres se traslada de nuevo a la ciudad a estudiar Filosofía y más tarde Estética en la Universidad de Madrid. Fue profesora universitaria en México y en otras universidades del mundo. Novelista, poeta, cuentista, dramaturga, ensayista; ejerció el periodismo. A su muerte en 1974 ocupaba el cargo de embajadora de México en Israel. Se vuelve imperioso releerla con una perspectiva actual para valorar sus contribuciones y la relevancia de su obra.

Castellanos fue primordialmente filósofa y desde esa trinchera se cuestionará todo lo que le rodea, la sociedad, la política, las relaciones entre los hombres y las mujeres. De éstas últimas reparó en que su condición socialmente era la de parias, y desde la tesis que presentó en la universidad (1950) le interesó el análisis de la obra y el pensamiento de las mujeres. José Emilio Pacheco dijo sobre Rosario: “Nadie en este país tuvo, en su momento, una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de ser mujer y ser mexicana, ni hizo de esta conciencia la materia prima de su obra, la línea central de su trabajo”.
Esa tesis se publicó años después como libro en la colección SepSetentas. En los ensayos de Mujer que sabe latín perfila sus preocupaciones más profundas y en ellas basará también, directa o indirectamente, su obra poética, sus novelas, obras de teatro y artículos, desde su análisis sobre la figura primordial de Malintzin. Le interesaba el pensamiento de filósofas como Simone Weil y la obra de escritoras populares en su época como Mary McCarthy, Elsa Triolet, Virginia Woolf, Doris Lessing, Simone de Beauvoir o Betty Friedan.
Su conocimiento del mundo y de la literatura la empujaron a darles voz a todas las mujeres. En la poesía es más clara esa labor. En su obra maestra Lamentación de Dido, poema de largo aliento basado en la mítica historia de Dido y Eneas, Rosario le otorga la palabra a la mujer abandonada, arquetipo de un fenómeno social común que traspasa el tiempo y las culturas. Pero es en otros poemas más breves donde despliega ese oficio de excelencia con precisión: sin ningún adorno, en un lenguaje coloquial y directo formula las preguntas que le preocupan de una sociedad cundida de hipocresía. En Kinsey Report les presta voz a las casadas, a las quedadas, divorciadas, lesbianas y abstinentes. El discurso feminista de Rosario culminará en el poema Meditación en el umbral, donde sentencia: Debe haber otro modo de ser humano y libre. Otro modo de ser.
Tampoco hay que olvidar que en sus novelas Balún Canan y Oficio de tinieblas, universos poéticos cerrados y contenidos en sí mismos, les dará voz a los indígenas de su tierra, a su nana que le abre la puerta hacia la dimensión de los marginados. Hay que releer sus cuentos y narraciones dentro del contexto histórico en que vivió. El mundo avanza, la literatura y sus perspectivas también. Pero Rosario Castellanos es un referente de mujer reflexiva a pesar de las críticas de sus contemporáneos y de su férrea autocrítica. Si algo hay que admirarle es la tremenda autocrítica que la gobernaba, una fortaleza que al parecer está perdida hoy.