Lo principal que habría que decir de los cubanos quedaba en algún sentido fuera de las palabras: que el castrismo se las arregló para que a la mayoría de la gente, durante décadas, no le sucediera nada. Todo el que aprendió a usar la lengua, y la utilizó para decir lo que fuera, o todo aquel al que se la cortaron, y usó esa mutilación como evidencia, había logrado escapar o lo habían desplazado del corazón del régimen, ganando su condición de sujeto. Lo que en realidad definía a la gente que habitaba dentro del totalitarismo era que tenían una lengua colgándole de la boca y no sólo no sabían para qué servía, sino que actuaban sin que les hiciera falta emplearla. Se amputaba la función, no el órgano.
Ese tipo de vida se producía como se producen uniformes, un vestido ideológico donde la lengua más bien parecía un añadido inservible que en sociedades inferiores solía cumplir algún rol comunal superado ahora por el Hombre Nuevo, en esencia un hombre mudo. Ahí estaba la respuesta a la pregunta sobre la larga duración de la dictadura. Aunque la pregunta ya lo decía todo, porque nada que durara tanto podía ser justo.
¿Cuáles eran las marcas de vida estándar de los cubanos? Las largas filas para comprar algún producto específico, la espera de horas en las desbordadas paradas de buses o en las desangeladas salas de los hospitales, los entuertos burocráticos tramitados con infinito desgano, los contenes de las aceras o los portales de esquina atestados de jóvenes que desde media mañana empezaban a macerar el tiempo con el mortero del desvarío. Maneras exclusivas del hartazgo.
El totalitarismo no era compulsivamente sangriento y cuando reprimía o abusaba, o mataba, lo hacía detrás de una apariencia técnica. No psicótico, sino impersonal. Una suerte de bestia dormida que entendía el bienestar como sopor y que se preguntaba, de verdad se preguntaba, por qué alguien querría desperezarse. Veía en el movimiento una traición y estaba convencido, porque el totalitarismo no es demagógico, sino obtuso, de que en la anestesia del nervio había una forma de la prosperidad. Resultaba difícil sostenerse con vehemencia ante una máquina fría, que no mostraba emociones porque no las tenía.
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El 11 de julio de 2021, ocho meses después de los sucesos de San Isidro, decenas de miles de manifestantes a lo largo de la isla se lanzaron a la calle y reclamaron sus derechos de un modo inédito. Nunca en la historia del castrismo la gente había volcado patrullas de policía, insultado al presidente, roto fotografías del líder supremo y rodeado las sedes principales del Partido Comunista. También saquearon las tiendas en dólares que abundaban por todas partes. En medio de las revueltas, una anciana negra de La Habana Vieja gritó a la cámara, como guillotinando la obediencia: “Nos quitamos el ropaje del silencio”.
Fuente: Carlos Manuel Álvarez: Los intrusos. Anagrama/ UANL, México, 2023.