‘Pero yo lo leí’, dijo Soledad

Entre los muchos libros que ya no escribí, ha estado siempre uno cuyo título me encandila. Se hubiera llamado Cuentos de hadas para niñas listas. Sin duda uno de los personajes centrales habría tenido que ser Marisol. Esta mujer valiente y preciosa cuya vida ha acompañado tantos esfuerzos esenciales, tantos aprendizajes, tantas batallas. Empezaría la fábula dedicada a una de las nietas de esta lectora precoz, apasionada y cabal: “Hubo un tiempo, en un país varias veces derrotado, una niña extraordinaria, la hija menor de una larga familia de mujeres audaces. Por lo mismo, la más audaz. Tenía las manos delgadas y entre los ojos la luz de quien se empeña a diario en descifrar un misterio. Y era inteligente como el fuego que llevaba en el orden de su índole aguerrida”.

Ilustración: Alma Rosa Pacheco

Esa mujer es hoy la admirada profesora Soledad Loaeza, la que vive con la clarividencia de una pitonisa y, a pesar de su vocación por lo insólito, se las arregla para cruzar el día a día mezclando los artilugios del asombro y las emociones, con la sensatez de la mente cartesiana. Debería bastar con eso para considerarla una mujer excepcional, pero lo es por muchas otras razones. Me gusta enumerarlas, aunque ella las considere una exageración.

Trencé mi amistad con Marisol cuando las dos teníamos 30 años y cada una un embarazo. Quiere decir que llevo nueve lustros de mirarla siendo asombrosa, tenaz y valiente, trabajadora como nadie, presa de su pasión por entender no sólo la política, la economía o la historia universal, sino las emociones, la desgracia, las penas y el gozo, suyos y de otros.

Aún ahora que el planeta Tierra nos sorprende a diario con lo insólito, con lo que nunca previmos, con lo que provoca temor y desconsuelo, cuando todo puede verse como si girando sobre el eje de nuestro cuerpo diéramos vueltas hasta no encontrar sino confusión, ella sigue empeñada en la claridad, la sutileza, el sentido del humor y la falta de miedo. A veces podría estar triste, como otros, pero nunca por más del tiempo que le lleva dar con una risa que la ayuda y nos ayuda a seguir preguntándole a la rueca del pensamiento qué es lo que nos toca hacer para entenderle al universo en que andamos vivos.

Me detengo a pensarla y en homenaje a la memoria que ella tan bien cultiva, quiero recordarla siendo mi amiga de conversaciones y momentos inolvidables. Elegiré tres, aunque son cientos.

* El primero de septiembre de 1982 me llamó temprano. “Ven aquí a oír el informe con nosotros”, me dijo presintiendo que íbamos a ver algo digno de atestiguarse en compañía. Pusimos las cunas de los niños en el suelo y nos sentamos a esperar lo que sucedió entonces. Desde ese año y hasta éste comparto con ella su certeza de que el poder y la política deben ser vistos como “laberintos de la condición humana que siempre son un desafío para la imaginación”. Sin duda, hemos acordado con el tiempo, muchas veces la superan.

Acompañadas por ésta y otras certezas, anduvimos la vida sin preguntarnos por qué hacíamos nuestro trabajo. Queríamos ganarnos la vida urdiendo lo que nos gustaba. Y ese privilegio tuvimos.

* Mi segunda hija vivió dentro de mí, como el primero, con sencillez, sin hacerse notar con grandes movimientos o provocaciones extravagantes. Yo dejaba a su hermano a que lo torturaran con la nefasta pero irremediable idea de que los niños pueden entrar a la disciplina y los abismos de la educación aun cuando no han cumplido dos años. Luego me iba a fungir como directora del Museo del Chopo y dueña de opiniones varias en un canal de televisión o en un periódico. Volvía por Mateo a las dos de la tarde. Una vez regresé con el latido que avisa “esta criatura de aquí dentro ya quiere nacer”. Le avisé al doctor, me dijo que fuera al hospital. Los papás siempre andaban muy ocupados en esas épocas, había que avisarles con anticipación, las sorpresas de los partos no provocados les llegaban como la lluvia cuando arrecia. Mi mamá y mi hermana estaban en Puebla. ¿A quién llamé? A Marisol. Lo tomamos con calma. Apoyada en su tranquilidad pasé la tarde esperando que los latidos se convirtieran en avisos mayores. Jugamos con los niños, cada una los bañó y los durmió en su casa. Yo hice una leve maleta y a las once de la noche Marisol manejó desde San Jerónimo hasta Observatorio tarareando conmigo una canción. Nadie sabe la magnitud de ese mérito ni la solidez de semejante compañía. No hay premios ni menciones ni doctorados ni emeritazgos que concedan un galardón a la amistad que así se muestra. Pero sí hay evocación y agradecimiento. Aquí los dejo hasta siempre.

Al día siguiente ella se fue a dar sus clases y yo le avisé que el bebé era una niña. No había hace cuarenta años cómo saberlo con anticipación y certeza porque los ultrasonidos eran menos perfectos que ahora. Un mes después le pedí que fuera madrina de registro civil de la niña cuyo nombre yo no acababa de decidir. Me había yo gastado mi nombre preferido en un personaje de ficción y estaba arrepentidísima buscando otro modo de llamar a una criatura mil millones de veces más crucial que cualquier personaje. Parada junto al juez empecé a temblar entreverando nombres. Marisol estaba cerca. “Llámala como más te gusta, como quieres, llámala Catalina, han tenido ese nombre al menos una reina y una santa”. Lo dijo con una contundencia que contradijo, sin mencionarlo, mi idea de que la niña alguna vez podría reprocharme llamarse como un invento previo de mi imaginación. Ella haría suyo ese nombre y ni un segundo iba a pesarle más de lo que a cada quien le pesa el temblor con que lo registran sus padres. También hubiera podido llamarse Clara pero Marisol no me recordó entonces su profunda predilección por ese adjetivo. Sin embargo, es posible que de aquel deseo no dicho haya salido la claridad con que habla su ahijada.

* Siempre me arredra la pura idea de presentar una novela, por eso me organizo para hacer un concierto, una fiesta, un desvarío. Así que no sé bien cómo es que Soledad y yo terminamos, durante una conversación sobre otro tema, dilucidando en público qué había pasado con la vida de Carlos Vives, el director de orquesta, personaje de una novela narrada por la voz de su amante Catalina Guzmán, la esposa del general Andrés Ascencio.

Dijo Marisol con la determinación que la caracteriza: “Es indudable que Ascencio fue quien mandó matar a Vives”. “No estoy segura de eso, Marisol”, contesté. “Yo sí. Claro que fue él quien lo mandó matar. No cabe la menor duda”. “Pues yo creo que no está claro. No se sabe”. “Sí está claro”, sentenció cruzando sus manos sobre la mesa. “Marisol, yo escribí el libro”, dije como si con eso quedara resuelta la duda. “Pero yo lo leí”, me respondió la experta en los vericuetos de la condición humana. Y con eso se terminó la partida que ella ganó sin más reclamo de mi parte.

No hay gran orden, pero tampoco desconcierto en la mezcla de elucubraciones que ha sido la conversación de nuestras vidas. No creo haberle ganado un desacuerdo. Quizás porque no me ha convenido establecerlo. Sé de siempre que me ganaría. Pero también porque siendo tan distintas, coincidimos en lo esencial. Estar vivas es un prodigio, habernos conocido una alegría, andar el mundo una emoción que no queremos perder jamás.

 

Ángeles Mastretta

Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos

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