Ni una hora de descanso

“No me molesten si no es por algo de provecho”: este letrero se leía en la tienda de Aldo Manuzio en Venecia, barrio de San Polo, cerca de la panadería de Campo Sant’Agostin. Según Martin Lowry, que investigó todo lo relacionado con la figura de Manuzio, esa bodega era “una combinación, hoy casi inconcebible, de ruidoso taller, hostal e instituto de investigación”. Por allí rondaban una treintena de personas, entre trabajadores, servicio, familiares y huéspedes. Un día de 1508, Erasmo de Róterdam estaba sentado en un rincón de la imprenta escribiendo sus Adagia, con el único recurso de su propia memoria, y al terminar cada hoja se la pasaba al tipógrafo para que la compusiera. En otro rincón, Aldo leía y releía las pruebas ya leídas y releídas por otros. Si alguien le hacía esa observación, respondía: “Estoy estudiando”. Ésta era la vida cotidiana. “Desde que emprendí el extenuante trabajo de impresor, hace seis años, puedo jurarles que no he tenido una hora de descanso ininterrumpido”, escribió Manuzio en una ocasión. Pero no sólo para él era dura la vida. Según Erasmo, los trabajadores de la tipografía contaban con media hora al día para comer. No sorprende que el ambiente fuera turbulento; Manuzio se lamentó en cuatro ocasiones de que sus trabajadores se hubieran “confabulado contra mí en mi propia casa, instigados por la madre de todos los males, la Codicia; pero con la ayuda de Dios los he vencido de tal modo que ahora se lamentan por su traición”. Sin embargo, si hay un lugar en el que se respiraba una felicidad del todo nueva era en ese taller.

Fuente: Roberto Calasso, Cómo ordenar una biblioteca. Traducción de Edgardo Dobry. Anagrama, 2021.

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