Mi reino por un vicio

En mi columna reciente aludí al hecho de que es frecuente no saber qué dilema nos causa más daño y nos distraemos haciendo frente a problemas menores o a minucias cotidianas. Tal dislate se halla presente en todos los niveles sociales o intelectuales dentro del género humano. Yo sugeriría lecturas y reflexión, no para hacernos más expertos en algún tema (entre más experto es uno el mundo desaparece), sino para deshacernos de visiones hegemónicas, limitadas e insensibles respecto a otras áreas del conocimiento. Mi sugerencia es en vano; luego de escribir su columna, determinado intelectual se va a la playa a olvidarse de todo, a descansar, a poner su atención en la comida, la familia o en el placer mundano (es obvio que no todos lo hacen), lo cual bien visto representa una justa y merecida jornada vacacional. Sin embargo, no me refiero a la risa en vacaciones la cual me parece digna de cualquiera que se esfuerza en su trabajo.

¿Entonces? Estoy pensando en asuntos de aparente índole abstracta: “¿De dónde provienen nuestras ideas?”. “¿Pertenecen éstas a una tendencia del pensamiento humano más o menos localizado?”. “¿Lo que escribo o expreso en un medio de comunicación es más consecuencia de un contrato o una prisa laboral o económica que de una perturbación intelectual o vital?”. “¿He elegido el medio más adecuado para expresar mis ideas?”. “¿En filosofía me aproximo más al realismo o al pragmatismo; es decir: creo que las cosas son como son o se hallan interpretadas y modificadas por la mirada humana?”. Sé que la palabra filosofía ya causa desconfianza, pero no habría que reducirla a una profesión o a un mercado histórico de ideas, sino sólo a la posibilidad de pensar más profundamente. Todos somos filósofos en algún grado, teorías bípedas, hipótesis parlantes y no conozco a nadie que no intente fundamentar lo que sostiene en ideas de mayor alcance. Los argumentos no sirven en este caso, ya que obedecen a reglas demasiado precisas y poseen la lacra de la competencia. Me refiero, una vez más, sólo a la posibilidad de que conversemos con nosotros mismos vía el lenguaje y nos hagamos preguntas que, en apariencia, no poseen relación con nuestro trabajo o profesión.

Ilustración: Kathia Recio

Pienso que hay maneras de sobrevivir o adaptarse al caos, pero no de dominarlo bajo la ingenua retórica de las ciencias verificables. Éstas son, además de una rama de la literatura, igual que la filosofía, necesarias para crear orden, disciplina y saber en un mundo heterogéneo. Sin embargo, ellas —las ciencias o sistemas realistas— también pertenecen a este mundo caótico: me refiero a la tierra que sembramos todos los días, la circunstancia en que vivimos, la angustia de vivir, la brevedad de la vida. Si me preguntaran (y ruego no lo hagan), prefiero las ideas de Derrida que las de Kant, pero me propuse no tocar temas que aún debo conocer más a fondo. Quizás en tres siglos pueda afirmar algo de manera contundente; mientras tanto converso, dudo, arriesgo, actúo, me arrepiento, etc…. Yo no tengo vacaciones de ningún tipo, sólo a veces cuando estoy en el fondo de un bello vicio, mas ello dura muy poco tiempo. Los vicios bien administrados son la sal de la vida, mientras no degraden o lastimen el placer gastronómico: “Al hablar como al guisar, su granito de sal”, reza un antiguo refrán. Finalmente, y aludiendo al principio de esta columna, creo que las “otras” lecturas y el no concentrarse demasiado en un “oficio” hasta el grado de destruirlo, representa un acto de bondad para quien lo practica: es posible ser experto y a la vez pensar y poner en duda los fundamentos de nuestro saber. Pocos lo hacen.

 

Guillermo Fadanelli

Escritor. Entre sus libros: Stevenson, inadaptado; El hombre mal vestido; Fandelli y Mis mujeres muertas

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