Lispector: una poética del silencio

Decía que era tan misteriosa que ni ella se en-tendía. Con obstinación intentó pertenecer a este mundo y no pudo o no quiso dejar de ser una extranjera hasta de sí misma. Clarice Lispector nació en 1920 en Tchechelnik, un lugar tan pequeño que no aparece en los mapas. Nació en fuga: sus padres y sus hermanas migraban de Ucrania a Brasil. Acabarían en Río de Janeiro, donde Lispector vivió y escribió la mayor parte de su vida. Murió a los 57 años de cáncer de ovario.

La crítica se ha ido sobre sus novelas más exitosas y ha hecho a un lado libros menos famosos. Es el caso de ¿Dónde estuviste de noche? (1974). Aborda el encuentro con animales exóticos en el transporte público, eventos que se adentran en la brujería y lo fantástico, y el silencio, con toda su inmensidad, su vacío y aristas. “Silencio” es el décimo cuento y se siente como un paréntesis en el libro: es muy corto y en él no pasa nada. Se trata de la noche, de Berna, de la montaña y del silencio que allí impera. No hay personajes pero sí una voz que intenta asir ese silencio: lo estudia, lo clasifica, se relaciona con él. Y de pronto todo se transforma.

Ilustración: Jaque Jours

Lispector insiste en los momentos que irrumpen en la cotidianidad y la revelan frágil como cristal, como —y esto le gustaría a ella— cáscara de huevo. Instantes que rompen con lo establecido y catalizan reflexiones en el fluir psíquico de los personajes; modifican el mundo por completo y para siempre. En “Silencio” el tema es mucho más claro que su género: el texto oscila entre el cuento, la crónica y el poema. Se publicó primero bajo otro título en el Jornal do Brasil, el periódico donde la autora escribió varios años. Más tarde volvió a publicarse, ya en su versión definitiva, como uno de los cuentos en ¿Dónde estuviste de noche? “No me interesan los géneros, me interesa el misterio”, decía Lispector en Revelación de un mundo. En “Silencio” no se cuenta ninguna historia; no hay hechos ni tiempo; lo que hay es una voz que brega con la palabra y que, mediante la escritura, pone de manifiesto su proceso de pensar.

En La hora de la estrella, por medio de su personaje-autor Rodrigo S. M., Lispector desarrolla una suerte de poética: “No hay que olvidar que para escribir no-importa-qué mi material básico es la palabra. Así es que esta historia estará hecha de palabras que se agrupan en frases, y de ellas emana un sentido que va más allá de las palabras y las frases”. Lo mismo sucede en “Silencio”: un registro poético en donde una palabra es el centro gravitacional orbitado por el pensamiento.

Una voz lírica que piensa. Lispector privilegiaba el pensamiento sobre cualquier otra cosa. La escritura es representación del pensamiento y éste es la justificación de la escritura. En Un soplo de vida, un personaje al que nombra Autor dice: “Sólo me interesa escribir cuando me sorprendo con lo que escribo. Prescindo de la realidad porque puedo tenerlo todo a través del pensamiento”.

Cuando inicia “Silencio”, la voz indaga en ese concepto y caracteriza al que existe en esa montaña de Berna; lo define, lo personaliza, lo compara: “No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿has oído el silencio de esta noche?”. La primera mitad del texto es una observación cuidadosa del silencio, su diagnóstico.

El silencio es una absoluta ausencia de sonido, de palabras, carente hasta de recuerdos. Es tal que de modo paradójico “el cuerpo todo escucha: ningún rumor”. Escucha la falta, la oquedad. Ese silencio incomoda. Su calma acecha. Es atento y vigilante. La voz lo describe como “insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas”: no puede dormir, pero tampoco moverse; está en estado casi ansioso de vigilia, inerte e inhabitable. Es como la muerte: rehúye lo vivo. Es la imposibilidad; un “no” tajante y rotundo.

El fluir del pensamiento sigue aquí un camino perfecto en que el silencio es visto y se piensa como esa ausencia terrible. Pero algo irrumpe y hay un cambio medular en la atención de la voz. Su mirada se posa entonces sobre el silencio con otra sensibilidad. Aparece así el silencio, que es ya otro, velado hasta entonces, y la voz lo reconoce:

Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.

Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece. El corazón late al reconocerlo.

Ese silencio aparece cuando la voz lo menciona: cuando la atención cambia, su mirada se agudiza y lo nombra como otro. “Lo que no existe comienza a existir al recibir un nombre”, dice Autor: cuando la voz nombra al silencio como “él”, utilizando ese pronombre personal tan definitivo, le da una nueva existencia.

El silencio, de ser algo como la muerte, pasa a potenciarse y ser vida. No es ausencia e inmovilidad, sino “muda y quieta vorágine”: remolino en quietud, estabilidad en movimiento. El silencio se aborda ya no como oquedad, ahora tiene agencia, voluntad. Deja de ser cosa externa y lejana, se transforma en una forma de pensamiento, un sitio desde donde mirar. Pero este silencio no se impone: se elige.

Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él […] Que se entre. Que no se espere el resto de la oscuridad delante de él, solo él mismo. […] Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, solo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros.

El silencio aparece en toda la escritura de Lispector. En Un soplo de vida, Autor lo crea con muchas palabras: “Sé crear silencio […] Silencio estelar. El silencio de la luna muda. Todo se aquieta: he creado el silencio. En el silencio es donde más se oyen los ruidos. Entre los martillazos, yo oía el silencio”. La misma idea empieza ya a configurarse, muchos años antes, en “Silencio”: existe entre ruidos y permite otro tipo de pensamiento, introspectivo, que nos enraíza con el mundo.

Autor también asegura: “Me interrumpió el silencio de la noche. El silencio espacioso me interrumpe, me deja el cuerpo como un haz de atención intensa y muda. Me quedo al acecho de la nada. El silencio no es vacío, es plenitud”. Y Rodrigo S. M. dice: “Pero el vacío tiene el valor de lo pleno y se asemeja a ello […] Sólo creer que el silencio que forjo en mí es respuesta a mi…, a mi misterio”. Ese silencio es posible sólo cuando es reconocido: es necesario que alguien, con atención —intensa y muda—, lo mire y lo nombre. Después, sólo hace falta entrar y habitarlo: hacer del silencio una respuesta ante el mundo.

El silencio se transforma y aparece el “nosotros”: “Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna”. La voz se convierte en sujeto expreso, se materializa en primera persona del plural: sale de la indefinición y se posiciona como un yo-que-es-con-otros. Desde ese anclaje va a mirar ahora.

Además del plural, la voz se conjuga distinto; el pensamiento renuncia al lenguaje que tenía presunciones científicas y se vuelve imaginativo, hipotético: “Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan morosamente que ignoráramos que nos estamos moviendo”. Tal configuración aparece esa única vez y demuestra el naufragio que es transformarse; la voz se desanuda del presente y explora otras coordenadas.

Los acontecimientos en la obra de Lispector tienden a ser sutiles y muchas veces no se advierten. No tienen que ver con estallidos, sino, por ejemplo, con huevos que se quiebran, o encuentros fortuitos con animales e insectos; cosas que, como el silencio, nos orillan a mirar desde otro sitio. La entrada al silencio es una apuesta por la comunión entre lo que somos y los espacios que habitamos. “Silencio” es una suerte de poética lispectoriana: mediante la escritura el pensamiento fluye y llega a rincones insospechados. El silencio se revela como esa vorágine que nos permite pensar y ser desde otros horizontes; horizontes religiosos en su sentido etimológico, religare: relacionarse con el mundo y lo que allí habita. Volver a ser, en fin, primera persona del plural.

 

Yunuén Zavala

Es licenciada en Literatura Latinoamericana. Ha estudiado con especial énfasis la obra de Clarice Lispector. Escribe poesía.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *