Leer y comer

La invitación que me hizo Adolfo Castañón, en complicidad con Antonio Saborit, a que presentara su libro Grano de Sal [Breve Fondo Editorial, México, 1999] fue irresistible. Acepté de inmediato. Segundos después de haberlo hecho me imaginé incursionando en el terreno de las letras, que es el de Adolfo y me paralicé. Me estaba comprometiendo a opinar de temas distintos a las estrategias de poder o las fórmulas electorales que son mi materia de trabajo. Cuando se me advirtió que se trataba de un recetario mi parálisis estuvo a punto de convertirse en algo mucho más serio. Una excusa de tipo: “Perdóname, pero ese día tengo un seminario en el IFE para discutir la demanda administrativa de la Asociación Cívica, ‘Amigos del Cubilete’ contra el uso político de su símbolo registrado”. Pero, también en unos cuantos segundos pensé que Adolfo me estaba dando la oportunidad de dejar de leer sobre estrategias de poder y fórmulas electorales, y entregarme a la muy placentera lectura de un texto suyo. Entonces acepté, con temor pero con gusto.

No me arrepiento. Para las víctimas de la prosa rala y muchas veces incomprensible de la mayoría de los autores de ciencias sociales, leer un texto de Castañón es como un bálsamo, es un alivio muy de agradecer en medio de tanto barbarismo y escritura sin imaginación. Leer el libro de Adolfo fue como si me hubiera colocado una compresa de hierbabuena perfumada y fresca sobre los ojos.

Una de las primeras virtudes, y muy notable, por cierto, de Grano de Sal es justamente la riqueza del vocabulario, la frescura de las imágenes, la fuerza de las evocaciones de sabores, olores y texturas, que son la verdadera materia de este recetario. De manera que este libro, así de pequeño y modesto como se ve, es un tesorito de sensaciones. Leerlo es encontrarse de repente en el mundo cálido de la cocina grande y espaciosa que debe haber sido la de Juan E. Morán, bisabuelo del autor, al menos así la imagino, donde se preparaban sopas de harina de tortilla y pollo o de jocoque. Asimismo descubrimos la fórmula del tapado de gallina, de las patas de puerco en ranchero y de los pichones en caldillo de pechuga.

Ilustración: Beleg García Monroy

Pero antes de llegar allí, Castañón nos ha abierto el apetito con una decena de disquisiciones que ponen al descubierto una gran cantidad de secretos y enseñanzas que encierran nuestros hábitos gastronómicos, nuestras preferencias mecánicas, los gustos impensados, los saboreos irreflexivos que pueblan y enriquecen nuestros días. Castañón nos hace pensar en el grano de sal que la comida le pone a la vida.

Los pequeños ensayos que integran la primera parte del libro desmenuzan con tino y humor actitudes y comportamientos que nos pasan desapercibidos; a pesar de su enorme carga de significados, prueban —con fines distintos a los matrimoniales— que el estómago es un camino seguro para llegar al corazón de hombres y mujeres por igual. La huella de nuestros anhelos y debilidades, y la de nuestros pecados está presente tanto en la cocina cotidiana como en lo que llama Castañón la “cocina ruidosa de los días de guardar”. Por ejemplo, la gastronomía de los capitalinos aporta un rico material para la descripción caracterológica; así, me hizo notar que gustamos poco del marisco y preferimos desecarlo y salarlo, en lugar de resbalar la lengua en su superficie húmeda y juguetona; en cambio, nos regocijamos en los escurrimientos de “tocinos, carnitas, chorizos, longanizas y chuletas”.

Pocos de nosotros podríamos desmentir las imágenes del espejo que ofrece Castañón, por ejemplo, en el texto titulado “Oíd la filosofía” describe cómo nos place comer al aire libre, costumbre que no deja de ser una vanidad en un país lleno de pobres: aquí la comida es un lujo que queremos presumirle al vecino. Tendremos que reconocer que pese a toda la denuncia de la comida chatarra, y aún en tiempos del imperio de los health nuts, la fritanga es un arma invencible de autoafirmación nacional. Allí donde hay más de un mexicano en espera de algo, en poco tiempo brota un puesto de comida. En este texto desfilan los mexicanos mañaneros que no pueden pasar de largo frente a un puesto, ignorando atoles y tamales… “Licuados, fritangas cavernosas, espesos cocteles de mariscos, churros, pan de dulce, elotes hervidos, hamburguesas de perro…”. El placer no es solamente gastronómico. En torno a estos puestos callejeros se reúnen grupos efímeros de comensales que por minutos comparten una atmósfera amable; no hay mesa, pero hay una comunidad del antojo que nace de la experiencia compartida de un buen taco. La importancia de estas comunidades pasajeras no es menor. En una sociedad cada vez más dispersa, la experiencia de comer en la calle o al borde de la carretera es una de las más igualitarias —y por eso también de las más escasas en su tipo— que todavía se tienen en México, porque ¿quién no ha visto al trajeado funcionario de casa de bolsa compartir banqueta con un modesto electricista para echarse un taco antes de entrar a la oficina, o las bandas de adolescentes de cualquier clase social, uniformados con pantalones de mezclilla, detenerse a comer esquites en la esquina de Perisur?

La agudeza de la mirada de Castañón encuentra en el misterio de las diversas salsas con que cocinamos carnes y pescados otra huella de la manera de ser del altiplano: la inclinación por el secreto, la costumbre de no “dar la cara… sino envuelta o liquidada en picadillo…”; y establece una sugerente analogía entre el estilo indirecto, hipocritón y alambicado del centro del país y “…la muralla de mantos y de pliegues, de envolturas, de cortezas corruscantes y esponjadas, tan a menudo bañadas en salsas que son como otra piel líquida, la muralla que opone al paladar la mustia cocina mexicana”. Cuando leí este párrafo, politóloga al fin, no pude menos que imaginar las negociaciones entre el grupo de notables y los dirigentes partidistas que en meses pasados se empeñaron en discutir un método para concluir una alianza opositora. Se me ocurre que el preparado, que los panistas devolvieron a la cocina, les fue presentado así, entre envolturas y pliegues de explicaciones “corruscantes y esponjadas”, pero que, a diferencia de las salsas que Adolfo propone, resultaron intragables para los comensales.

Grano de Sal también contiene una ingeniosa comparación entre la cocina mexicana y la francesa —de la cual Castañón revela ser un gran conocedor— y descubre más de un paralelismo. Según él las semejanzas son reconocibles en que ambas son laberínticas y plurales; tienen mucho en común; desde la variedad de chiles en un caso y la de quesos en otro, hasta el gusto por las salsas, a las que entonces ya no se ve ni como disfraz ni como disimulo de algo quizás inconfesable, sino como la búsqueda de la síntesis, la feliz combinación de sabores y aromas, la armonía de la heterogeneidad y, en última instancia, otra manera de apropiarse de una historia “inmemorial de mezclas y promiscuidades”. Los mexicanos comelones encontramos en los franceses, igualmente comelones, compañeros comprensivos de nuestro siempre renovado apetito o antojo, a nuestra inmejorable disposición a las probaditas prácticamente de lo que sea. Desde luego no falta la explicación de la tortilla y sus muchas versiones: el taco, las tostadas, el sope, el huarache, la chalupa, la quesadilla, la pellizcada, el “equilátero” totopo; una tortilla que es plato y es cuchara también, como lo observó con admiración un viajero europeo a principios del siglo XIX.

Uno de los textos que más me gusta es el primero, que nos habla del porqué de este libro, cuando dice: “… Los cimientos de nuestra barroca gastronomía descansan, por ejemplo, sobre la dorada medianía de la quesadilla, la calidez del hospitalario fideo, la mañosa improvisación del arroz rosa o anaranjado ¿por qué dirán que es rojo?, la paciencia de los frijoles taciturnos, para no hablar de los nopales asados o de las rajas con crema que incendian el bosque de la memoria y resucitan con su sabor el paisaje de las ceremonias hispánicas, de las primeras mieles del mestizaje…”. Ninguna descripción de la comida casera mexicana me parece más justa, que aparecer inspirada en una mirada enternecida y nostálgica sobre las costumbres gastronómicas de un México todavía provinciano que ya no existe más que en el sabor de la quesadilla, el fideo siempre confiable, el arroz irremplazable y los frijoles que se niegan a desaparecer de nuestra dieta.

El libro de Castañón toca un tema que me llevó a profundidades proustianas: el de la siesta, que él llama “manso ritual”. Antes de leer Grano de Sal no me hubiera atrevido a reconocer que todos los días, religiosamente, honro la tradición familiar que me transmitió mi padre. Después de comer me echo una pestañita, un sueñito de no más de veinte minutos, como lo hacía él. En cualquier lugar del mundo en que me encuentre, aunque no haga calor, sino frío; ni siquiera necesito acostarme. Me basta con extender las piernas, a veces con doblar los brazos sobre el escritorio y utilizarlos como almohada, para clavarme en un “sopor posmanducatorio” profundo y reparador. Esta práctica es tan sagrada para mí que cuando por alguna razón —siempre injusta— fallo, mi tarde es un infierno para mí y para quienes me acompañan en momentos tan difíciles. Me siento indigesta, de mal humor, agobiada y no estoy siquiera dispuesta a discutir las interpretaciones de la medicina moderna —norteamericana tenía que ser— que sostienen que el mejor digestivo es una caminata acelerada y a quienes dormimos siesta nos miran con el desprecio que en hoy día concita un teléfono de disco o una máquina de escribir.

He construido con Adolfo Castañón una amistad hecha de encuentros breves, pero en cada uno de ellos siempre encontramos coincidencias, muchas veces sorprendentes, que me han hecho creer que nos conocemos desde niños, como si hubiéramos crecido en la misma colonia, como si lleváramos años de reunirnos a conversar una vez a la semana de lo que hemos visto o leído recientemente. En esas pláticas blitz, ya sea en el paso entre El Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica o en el mercado de Tlayacapan, pegamos la hebra como que no quiere la cosa y así, sin querer, una palabra sirve para evocar un libro que los dos hemos leído y lo platicamos como si nos lo hubiéramos recomendado; otra palabra alude a un lugar y entonces parece que lo visitamos juntos o nos sabemos las mismas canciones. Yo pensaba que era éste un fenómeno generacional. Pero el libro que hoy aparece me descubre una razón adicional para explicarme las afinidades que nos acercan. Y tiene que ver con algo tan personal y entrañable como la infancia que en realidad no compartimos, pero que, como aquí descubro, también nos acerca porque el libro despertó los ecos de un pasado crecido en un medio tapatío que fue trasplantado a Ciudad de México cuando los radicalismos del gobernador Zuno ahuyentaron a muchos y los empujaron —contra su voluntad— al Distrito Federal. En esta ciudad recrearon con gran precisión un mundo habitado en forma exclusiva por una categoría humana que era denominada gente de Guadalajara.

En el recetario de don Juan E. Morán encontré palabras que no había escuchado desde mi última visita a ese planeta, a mediados de los sesenta, aunque todavía en los ochenta vi de lejos algunos de sus vestigios. Esas palabras me las repetí en voz alta, tratando de escuchar a mi mamá grande cuando me contaba las historias de su familia. Las recetas de los postres del señor Morán para preparar jericaya, mamones o dulce de arrayán, me pusieron a soñar, y a recordar cómo mi mamá grande también me recomendaba distinguir las naranjas chinas de las corrientes; me hacía repetir sus propias recetas para el calabazate, la cuajada y el piñate hasta que estaba segura de que me las había aprendido bien. Y no pude dejar de acordarme de cuando pedía que se pusiera a orear el ate al sol, en los moldes de barro en forma de pez y de paloma. Tampoco pude dejar de disfrutar la belleza del lenguaje, el encanto de las palabras viejas que parecen nuevas nada más porque han dejado de usarse.

Grano de Sal es un festín de optimismo, de amor a la vida, de buen humor, de excelente prosa y de inteligencia. No me queda más que darle las gracias a Adolfo por el rato que me hizo pasar, por las buenas recetas que habré de ensayar y por el consuelo que encontré en sus páginas cuando a la vida en este país le haga falta sentido común y un grano de sal.

Soledad Loaeza: Ovaciones, cultura núm. 63, domingo 9 de enero de 2000.

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