Leer El Zarco después de Pancho Villa

Nunca habíamos sido tan contemporáneos del Zarco como ahora. La novela, escrita por el liberal decimonónico Ignacio Manuel Altamirano (gran discípulo de Ignacio Ramírez), fue publicada en 1901 aunque el autor la terminó en 1888. Como es sabido, el libro cuenta la historia de un carismático bandolero rubio, apodado el Zarco, miembro de una banda, los Plateados, que asolaba la región de Yautepec al término de la guerra de Reforma. La población vivía aterrorizada por los Plateados que secuestraban, robaban y asesinaban impunemente. Antes de que cayera la noche, los vecinos “hacían sus provisiones de prisa y se encerraban en sus casas, como si hubiese epidemia, palpitando de terror a cada ruido que oían, antes de que sonara en el campanario de la parroquia el toque de oración. Y es que a esas horas, en aquel tiempo calamitoso, comenzaba para los pueblos en que no había una fuerte guarnición, el peligro de un asalto de bandidos con los horrores consiguientes de matanza, de raptos, de incendio y de exterminio. Los bandidos de la tierra caliente eran, sobre todo, crueles. Por horrenda e innecesaria que fuera una crueldad, la cometían por instinto, por brutalidad, por el solo deseo de aumentar el terror entre las gentes y divertirse con él”. Ése es el terror que ha vuelto a muchas regiones del país en la tercera década del siglo XXI.

Ilustración: Belén García Monroy

En la  novela una muchacha de clase acomodada se enamora del Zarco y lo sigue en sus andanzas criminales hasta que Martín Sánchez, un premoderno líder de autodefensas, lo fusila y cuelga de un árbol. El presidente Juárez le había dado poder de vida y muerte: “Y mucha conciencia, señor Sánchez; usted lleva facultades extraordinarias pero siempre con la condición de que debe usted obrar con justicia, la justicia ante todo. Sólo la necesidad puede obligarnos a usar de estas facultades, que traen tan grande responsabilidad, pero yo sé a quién se las doy. No haga usted que me arrepienta”. El vigilantismo sancionado por el Estado.

Hoy, como en el mundo del Zarco, el Estado se muestra débil, ausente, negligente o abiertamente cómplice. Como afirmaba Carlos Monsiváis: para los liberales los Plateados representaban “lo más condenable; la falta de espíritu nacional. Y El Zarco se escribe en parte para afirmar las virtudes civilizadoras del orden”.

Lo interesante es que la tragedia de seguridad que vive el país ha hecho que hoy podamos volver a leer a Altamirano como el autor deseaba ser leído. Durante el siglo XX, apunta Monsiváis, la Revolución mexicana legitimó al bandolerismo. ¿No era acaso el Zarco un Doroteo Arango avant la lettre? El pillo dejó de ser un villano para convertirse en un heróico rebelde, un “bandido social”, un justiciero marginal, como querría Eric Hobsbawm. En el cine (1919 y 1957) el Zarco apareció como un bandido noble en fondo, ansioso por redimirse. Hoy, sin embargo, el embrujo de Pancho Villa se ha desvanecido y el colapso del orden y la sanguinaria cruelad de los cárteles han hecho que podamos leer la novela de Altamirano con ojos frescos. La apología de Mariano Azuela de que los Plateados, aunque monstruos, pertenecían a la clase abnegada y sufrida ha perdido su fuerza exculpatoria. Nuestra barbarie ha hecho posible rescatar el sentido original de El Zarco. Esa recuperación literaria significa, sin embargo, una tragedia civilizacional para el país.

 

José Antonio Aguilar Rivera
Profesor investigador en la División de Estudios Políticos del CIDE

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