El famoso discurso de Rousseau contra las ciencias termina con una súplica a Dios. Le implora que le restituya la ignorancia al mundo. No ruega por otros saberes sino por una cálida y fraternal inocencia. La luz tan celebrada apagaba la virtud. Todo conocimiento nacía de una vanidad, cada ciencia era hija de algún vicio. Aprendemos a sumar y restar por envidiosos, recordamos la historia para celebrar nuestros crímenes, inventamos palancas y poleas para satisfacer nuestro delirio de grandeza. Regrésanos nuestra ignorancia, pedía Rousseau, porque solamente ella nos hará preciosos y felices. Para el romántico, la ignorancia era el resguardo de la pureza y del bien.

El nuevo libro de Mark Lilla (Ignorance and Bliss. On Wanting Not to Know, Strauss & Giroux, 2024)aborda ese deseo de ignorar que es tan viejo y tan profundo en nosotros como lo es la curiosidad. El ser humano busca la verdad y también la rehúye. Queremos saber, pero también sentimos el impulso de engañarnos, de olvidar, de no enterarnos. No es absurdo que cerremos los ojos. Hay buenas razones para no querer saber qué piensa el vecino de nosotros, cómo acaba la película que queremos ver, qué datos contradicen nuestra creencia. Hemos desarrollado métodos para conocer el mundo y técnicas para disfrazarlo. Laboratorios y velos; experimentos y tabúes. Hay cosas que preferimos no saber porque la verdad duele y porque nuestra casa puede venirse abajo con una nueva idea.
Alberto Manguel escribió hace unos años un libro sobre la curiosidad: una historia universal de las preguntas. ¿Quién soy?, ¿qué hago aquí?, ¿qué sucede?, ¿cuál es la verdad?, ¿qué hay detrás de lo que vemos? Lilla ha escrito una réplica al detectar que la historia es tanto el intento de responder esas preguntas eternas como el afán de sofocarlas. El hombre es el único animal que se engaña a sí mismo.
Lilla, historiador intelectual de una fina sensibilidad religiosa, ha escrito sobre la seducción totalitaria, las trampas de la identidad y las raíces del pensamiento reaccionario. Durante mucho tiempo ha meditado sobre ese empeño de no saber que se registra sobre todo en leyendas, novelas y fábulas. Cuentos sobre la desgracia que cae sobre quien hace la pregunta indebida. Relatos que sirven de explicación completa del mundo, mitos que se levantan como tapias frente a nuestros ojos. La voluntad de no saber está presente en todas las épocas, pero vivimos en un tiempo decidido a encerrarse en sus prejuicios. “Multitudes hipnotizadas siguen a profetas ridículos, los rumores más irracionales desencadenan actos de fanatismo, mientras el pensamiento mágico desplaza al sentido común y la experiencia”.
La ignorancia puede ser bendición para el iluminado, cobijo del inocente, fuga del nostálgico. Ahí están, a juicio de Lilla, las tres grandes coartadas de esta disposición humana. La primera es la certeza que ofrece una revelación incuestionable. El conocimiento místico desprecia activamente el saber mundano. San Pablo es retratado como el padre del antiintelectualismo cristiano. La historia espiritual y política del populismo occidental, sostiene Lilla, comienza con él. La segunda condena al conocimiento lo retrata como corrupción, abandono de la simplicidad original. Si el niño idealizado es Adán antes de la manzana hay que mantenerlo a salvo de las horribles corrupciones del mundo. Finalmente, Lilla habla de la nostalgia como una tercera manifestación de nuestro empeño de ignorar. La nostalgia política hace de un pasado idealizado la medida de todas las cosas. El nostálgico no interroga el pasado: lo adora. No mira ni pretende entender el presente porque tiene la mirada fija en la mentira de su tiempo de oro.
Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Su más reciente libro es La casa de la contradicción.