Historia de las cosas

Agua de rosas

En la antigüedad se veneraba a la rosa en todas sus formas disponibles: flores frescas o secas, aceites olorosos, fuentes y vinos aromatizados. Con el tiempo, una rosa muy específica se impuso como la rosa para producir perfume: la Rosa × damascena, originaria de la región de Shiraz, en Irán. Viajó desde Persia por las rutas del mundo conocido y llegó a Damasco, gran centro comercial del Mediterráneo en la Edad Media, de donde los cruzados la llevaron a Europa y la bautizaron con el nombre de rosa de Damasco. Los persas, inventores del agua de rosas alrededor del siglo VIII, perfumaron el mundo desde China hasta Europa durante ocho o nueve siglos, hasta que el descubrimiento de la esencia de rosas en la India en el siglo XVII permitió a la rosa formar parte de los perfumes.

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Shiraz es la ciudad de la rosa o del ruiseñor, unidos desde siempre en la poesía persa. Qamsar es la capital de la fabricación del agua de rosas de Irán. La receta del agua de rosas es tan antigua como simple: se pone a hervir una mezcla de flores frescas y de agua y se condensa el vapor obtenido al pasarla por agua fría. La esencia de las flores soluble en el agua es captada por el vapor y perfuma el agua recogida. En el gollete de sus panzudas botellas de vidrio, flota a veces una fina película de esencia dorada, insoluble en el agua y marca de calidad. En las culturas del islam, el agua de rosas es imprescindible. Como fuente de purificación, se usa tanto para lavarse las manos como para regar las paredes de las casas o de las mezquitas. En Irán es parte de la vida cotidiana.

Una bonita historia cuenta el nacimiento de la esencia de rosas, que forma parte de los perfumes desde hace cuatro siglos. En 1611, en Agra, en el norte de la India, el emperador mongol Jahângir celebraba sus bodas con Nûr Jahân, una persa de belleza e inteligencia fuera de lo común. Advertida por su madre, la princesa Nûr observó la formación de un aceite dorado en la superficie de los baños de agua de rosas calientes preparados para las festividades, de este modo descu-brió la esencia de rosas. Regaló el precioso líquido a su marido. Él lo describió así: “Este perfume es tan potente que una sola gota en la palma de la mano embalsama toda la estancia, como si una tonelada de capullos hubiera florecido al mismo tiempo. Ningún otro olor puede igualarla, reconforta los corazones y revitaliza las almas”.

Azúcares y dulces

Cuernito. La leyenda más repetida de su origen: durante el sitio turco a Viena en 1683 los panaderos vieneses crearon una pieza de pan inspirada en la medialuna de la bandera turca enemiga. Chocolate. Se volvió asequible para las mayorías hasta finales del siglo XIX. Las barras de chocolate llegaron al mercado a comienzos del siglo XX. La historia comenzó cuando los militares estadunidenses le pidieron a la compañía Hershey que produjera una porción de chocolate para añadirla a la “canasta de alimentos” de los soldados. Corazón. El confitero inglés Richard Cadbury tiene el crédito de haber inventado en 1868 la primera caja de chocolates en forma de corazón. Frisbee. El juguete frisbi en forma de discose llama así por el gerente pastelero William Russell Frisbie, cuyos populares pays se vendían en platos de estaño con su nombre impreso en el fondo. Häagen-Dazs. La familia que creó la marca a finales de los 1950 fue sorprendida por el éxito, descrito como “un mercado alternativo… impregnado por la cultura de la mariguana en los 1960”. Los primeros seguidores de la marca: bichos raros con el pelo largo, evangelistas hippies que difundieron la buena nueva sobre el helado de nombre extraño.

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Limonada. Las más antiguas recetas escritas aparecieron en árabe, en el siglo XII. Su autor, el médico egipcio Ibn Yumay, recomendaba esa bebida para estimular el apetito, ayudar a la digestión, curar la inflamación en la garganta e incluso tratar “los efectos embriagadores del vino”. La limonada, escribió, “apaga la sed y renueva las fuerzas”. Lolipop. Se dice que las primeras paletas “lolipop” se manufacturaron a fines del siglo XIX: piezas de caramelo macizo incrustadas arriba de un lápiz para que los escolapios conservaran las manos limpias. Malvavisco. Toma su nombre de esa planta europea. El naturalista griego Teofrasto observó que las carnes cocinadas con malvavisco se adherían entre sí, una dramática exhibición del poder curativo de la planta. De hecho, lo que presenciaba era la pegajosidad del malvavisco. Mermelada. De la palabra portuguesa marmelada, de marmelo: membrillo. Nutella. Aunque ahora se piensa que las avellanas y el chocolate son una combinación clásica, los italianos han unido a los dos no necesariamente por el sabor sino por motivos económicos. En 1806, durante las guerras napoléonicas, Napoléon promulgó el Bloqueo Continental: un embargo al comercio británico causó el encarecimiento extremo del chocolate. Como respuesta, para suplir el abasto, los chocolateros de Turín empezaron a añadirle avellanas picadas, muy abundantes en la región, al chocolate.

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Pastel de tres leches. Su origen es una receta inventada o al menos difundida por Nestlé en los 1970 o 1980 en recetarios y en las etiquetas que rodeaban las latas de leche condesada La Lechera. Para los 1990, el pastel de tres leches se había extendido en América Latina, muy asociado a México. Salvavidas. Clarence Crane les dio origen a los dulces Life Saver en 1912. Con crueldad irónica, veinte años después su hijo el poeta Hart Crane escogió su muerte con un salto sin salvavidas desde un barco que navegaba por el golfo de México.

Barniz de uñas

En el año 3200 a. C. los soldados babilonios se manchaban las uñas antes de la batalla como parte de su pintura de guerra y estrategia para intimidar a sus enemigos. Pero la primera pintura conocida para las uñas se desarrolló en China hacia el año 3000 a. C., con una mezcla de cera de abeja, clara de huevo, gelatina, goma arábiga y tintes vegetales. Se utilizaba para clasificar por colores a las personas según su rango en la sociedad. El oro y la plata eran utilizados por las clases más altas, mientras que el negro y el rojo eran utilizados por los guerreros, y los colores pálidos por las clases más bajas.

En el siglo XIV a. C. crear diseños con henna en las manos se convirtió en un ritual popular. La reina Nefertiti fue conocida por popularizar su uso en manos y pies. De Cleopatra, en el siglo I a. C., se dice que sólo se pintaba las uñas. Ella prefería el rojo oscuro, mientras que la gente común sólo podía lucir colores más apagados o pálidos.

Hasta donde saben los historiadores, el esmalte de uñas no ha cambiado mucho a lo largo de los años, aunque si nos fijamos en la pintura clásica de la Edad Media y el Renacimiento, difícilmente encontraremos una mujer con las uñas pintadas. En cambio, en el siglo XIV, los aztecas y los incas utilizaban el arte de las uñas como tótems para la batalla, empleando palos y tintes naturales para dibujar águilas.

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Aunque no se utilizaba esmalte, las uñas y las manos estaban muy bien cuidadas, sobre todo las de la clase alta. Se dice que la manicurista del rey Luis desarrolló la primera lima de uñas a partir de una herramienta dental.

Los salones de belleza también se popularizaron en París a finales del siglo XIX y utilizaban cremas, aceites y polvos para limpiar y dar brillo a las uñas. De hecho, el término esmalte procede del acto de abrillantar las uñas en esa época. En 1878, con un divorcio y sin dinero, Mary Cobb abrió en Manhattan el primer salón de manicura de Estados Unidos.

Combinando nitrocelulosa con tintes de colores, los fabricantes de automóviles encontraron este material perfecto para pintar coches. Michelle Ménard, una maquilladora francesa y empleada de una empresa automovilística, pensó que esa pintura sería estupenda para las uñas. Llevó su idea a la empresa Charles Revson y juntos empezaron a fabricar esmaltes de uñas en los años veinte. La empresa pronto cambió su nombre por el de Revlon, con el que la conocemos hoy.

Hoy el esmalte de uñas puede encontrarse en casi todos los tonos imaginables. Cada año surgen nuevas tendencias en esmaltes y nail art, con las celebridades a la cabeza. Uno de los tonos más solicitados del esmalte de uñas de Chanel se llama Rouge Noir —una mezcla de rojo oscuro y negro parecido a la sangre seca— y lo popularizó Uma Thurman en Pulp Fiction.

Bebidas burbujeantes

Antes de que “fuente de sodas” significara un sitio para comprar bebidas burbujeantes, o la máquina que las distribuía, se refirió a un lugar donde se daban de manera natural en aguas minerales que burbujeaban desde la tierra. Los antiguos romanos llamaban a estas fuentes aqua saltare o agua danzarina, y creían en los beneficios de bañarse en esta agua en lugares como Vichy en Francia, Pyrmont y Nieder-Selters en Alemania; y la ciudad de Aquae Sulis, luego Bath, Inglaterra. En el siglo XVI la gente bebía las aguas minerales y se bañaba en ellas; la ciudad de Spa, en Bélgica, le dio su nombre a los tratamientos históricos asociados con los beneficios de las fuentes minerales. A la creencia de que tenían propiedades curativas siguió el esfuerzo de químicos por reproducirlas y el de los farmacéuticos por repartirlas. Las primeras aguas burbujeantes “de buen gusto” incluyeron en efecto Spa, Pyrmont, Vichy, Ballston y Selter (esto es, seltzer), bautizadas por sus lugares de origen.

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A Jacob Schweppe (1740-1821) debe dársele el crédito como el más grande impulsor de las aguas burbujeantes artificiales. De origen alemán, maestro joyero, mientras vivía en Génova leyó una obra de Joseph Priestley sobre la carbonación del agua y construyó una copia del artefacto de Priestley para hacerlo. Schweppe se mudó a Londres en 1792 para producir y vender agua gasificada de una calidad superior a todo lo que había en el mercado. Con el respaldo de científicos y físicos su producto se volvió el más rentable en su género en Londres.

(En el siglo XIX el producto debía refrigerarse en tiempo en el que el único hielo disponible se recolectaba en el invierno y se almacenaba hasta el verano siguiente. Esto se debía no sólo a que fría el agua burbujeante era más apetecible sino porque mientras más fría el agua absorbe mejor el gas).

El farmacéutico Charles Alderton se hizo famoso por crear en 1885 una bebida carbonatada que recibiría el nombre de Dr Pepper. Presumía de veintitrés ingredientes en su receta secreta. Bebida que no sabía ni a fruta ni a cola, Dr Pepper se anunciaba como “energía solar líquida y rayo de sol” que daba “empuje, vigor, vitalidad” y era además un “tónico cerebral”. En 1949 la tapa de la botella tenía “Dr Pepper” en una tira en el centro, y arriba un 10, enmedio un 2 y abajo un 4; se refería al eslogan de la compañía en ese tiempo: “Bébete una mordida de alimento a las 10, 2 y 4”. Dr Pepper supuestamente aportaba energía entre comidas.

Bidet

Con el bidet se plantearon por primera vez preguntas sobre la higiene y los olores más íntimos de las mujeres. Más tarde, en los siglos XIX y XX, los anuncios publicitarios decían que los maridos engañarían a sus esposas si no olían bien ahí abajo. En el siglo XVIII el objetivo era también complacer y fomentar ciertas prácticas sexuales, aunque no necesariamente con el esposo. Al fin y al cabo, sobre todo en la corte y en los círculos de la alta sociedad, se impuso una alegre idea: el sexo debía ser un acto de placer y no una obligación matrimonial, y podía disfrutarse con muchas parejas diferentes.

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También las mujeres, al menos las de clase alta, podían divertirse fuera del matrimonio siempre y cuando no tuvieran “bastardos”. Las mujeres utilizaban el bidet para lavarse. Incluso se creía que esta práctica podía proteger de las enfermedades de transmisión sexual. Debido a que se le relacionaba con el libertinaje, al bidet a menudo se le decía el “confesionario” de la mujer o el “confidente de la dama”. Ella le contaba todo y lo utilizaba para limpiarse de todos sus “pecados”. Se popularizó hasta el punto de que en 1790 un redactor del Almanac des honnêtes femmes (Almanaque de las mujeres honradas) sugirió la idea de una “fiesta nacional del bidet” para celebrar al nuevo mejor amigo de las mujeres.

Bolsillo de vestido

A principios del siglo XIX el bolsillo se convirtió en un medidor de la virtud femenina: si el bolsillo estaba lleno, una mujer era cualquier cosa menos pura, mientras que uno pequeño y vacío era símbolo de virginidad. Y quizás fue esta asociación la que aumentó el poder simbólico del bolsillo. A los ojos de las mujeres, especialmente de las sufragistas, los bolsillos eran algo más que pequeñas bolsas pegadas a la pierna o al pecho en las que guardar monedas o pañuelos. Eran políticos. Un campo de batalla de orden de género. La revista Vogue, por ejemplo, señaló hacia 1900 que el lema “Bolsillos para las mujeres” aparecía en las manifestaciones sufragistas casi tan a menudo como “Voto para las mujeres”.

Bombilla eléctrica

[Poema de Solón de Mel, seudónimo de Guillermo de Luzuriaga, publicado en 1932. La cercanía con el uso de la bombilla eléctrica lo vuelve una quizá lateral, pero muy exacta, Historia de las cosas].

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Ámpula de transparencia. Burbuja de luz ensortijada. Pompa de claridad, hecha tal vez con aire líquido espumajoso, insuflado por el aliento de quién sabe qué ángeles rebeldes, que oyendo los consejos de Luzbel pretendieron opacar a las estrellas.

Retorta mágica de la alquimia contemporánea en que se precipita oro en incandescencia, propagando la gloria del genio edisoniano.

Cuando en la oscuridad de pronto se te enciende, con  qué viveza sonríes al ver cómo “las sombras huyen atropelladamente para esconderse en los rincones”.

En la grata soledad de mi estudio, acaricias con la tibieza de tus reflejos los campos vírgenes de esas cuartillas que me recreo en surcar con el dócil arado de la pluma, bajo el empuje de mis pensamientos.

Entonces resplandeces como un sol que alumbrara mi impulso germinal.

A veces me quedo contemplándote, como si intentara descifrar el ígneo garabato de tu rúbrica. Pero, grafólogo rudimentario, sólo deducir puedo que eres un haz de nervios destellantes; el espíritu quizá corporizado de aquellas tentadoras salamandras que inquietaran al muy docto maestro Jerónimo Coignard.

En otras ocasiones te veo como fruta diáfana de ese huerto maravilloso que entreviera el asombro de Aladino; como una pera cristalizada que estuviera siendo roída por un gusanito fosforescente.

Entonces, caprichoso te apago, para ver cómo ese gusanito se extingue, asfixiando su palpitar de luz, ante las sombras que te devoran. Las sombras con su gula negra, que se traga formas y colores, y que después de chupar tu jugo ardiente, te dejan convertida en un bagazo vítreo.

Dicen que tus filamentos no son sino alambres ductilísimos, cargados de electricidad, que arden dentro de una campana en que se ha hecho el vacío.

Que no eres sino el asomo contenido de una fuerza enjaulada pero feroz, que con el zarpazo de una de tus descargas puede convertirnos, instantáneamente, algo así como en momias de polvo de ébano.

¡Pero lo que sé! ¿Yo qué sé de eso, afortunadamente? Lo único que digo es que tan eres algo mágico, que cuando tu redoma encantada cae al suelo, el invisible geniecillo que habían apresado en tu diminuto palacio de cristal, explota en un grito insospechadamente estentóreo y se estrella, quedando convertido astillas de reflejos, en polvos de luz muerta, en ceniza de luminosidad.

Bombilla eléctrica: pompa de claridad, hecha tal vez con aire líquido espumajoso, insuflado por quién sabe qué ángeles rebeldes, que oyendo los consejos de Luzbel pretendieran opacar las estrellas…

Botón

Antes de ser conocidos como el broche de moda, los botones eran una decoración. Se han encontrado botones antiguos que se remontan al año 2000 a. C., y algunos dicen que existen desde hace más tiempo. Se dice que los romanos fueron los primeros en utilizar el botón en la ropa enrollando tela sobre él.

Los botones se han fabricado con casi todos los materiales imaginables. Llegaron a Occidente con los soldados británicos que regresaban de las Cruzadas; traían consigo los botones pintados de los turcos y los mongoles. Los amantes de la moda medieval se inspiraron en ellos, y los vestidos de la clase alta empezaron a adornarse con sus propias versiones.

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No fue hasta unos años más tarde, cuando la moda empezó a favorecer una silueta más entallada, que el botón se convirtió en un verdadero broche. Permitió a las modistas crear prendas que se ceñían al cuerpo, acentuando la cintura e incluso las mangas para no tener que coserlas por la mañana y cortarlas por la noche.

En 1861, cuando la reina Victoria lloró la muerte de su esposo, el príncipe Alberto, inició la moda de llevar botones de azabache, muchos de ellos con el monograma VR, que significaba Victoria Regina. Éstos se conocieron como botones de luto. Otra tendencia de los botones victorianos era el uso de litografías y retratos de personajes ilustres y famosos. También se estampaban en los botones metálicos maravillas internacionales como la Torre Eiffel.

Con la llegada del cierre en 1913, las ventas de botones empezaron a decaer; sin embargo, resultaron útiles durante la Segunda Guerra Mundial, ya que muchos se utilizaron en los uniformes: estaban fabricados de tal forma que, si un piloto era derribado, podía quitarse un botón y utilizarlo como brújula. Las insignias y estampados variados de los botones militares también los hacen populares entre los coleccionistas de hoy.

Bragas

La diferencia entre la braga y el pantalón se explica quizá por cómo se cierran (el sistema de puente, con botones, adoptado por el pantalón, es más sofisticado), así como por la calidad de la confección, el corte y los tejidos. Los galos la habrían llevado a partir del siglo II a. C., por influencia celta y germánica. En Oriente, a los persas y los medas les gustaban desde hacía tiempo los pantalones anchos, y los pueblos guerreros y cazadores del norte de Europa se vestían así para protegerse del frío y montar a caballo. En Grecia, los esclavos llevaban pantalones ceñidos, de rigor en numerosas regiones pobladas por “bárbaros”. Pero a los hombres del Mediterráneo, griegos y romanos, les repugnaba llevar esta prenda bífida cerrada. Cuando descubrieron la braga, los romanos la consideraron, de entrada, como un “emblema de la barbarie”. Incluso inspiró la denominación de la Galia Narbonesa, la Galia en braga, Galia Braccata, distinta de la Galia en toga (cisalpina). La braga adquirió entonces un primer significado simbólico, portador de una identidad territorial e incluso política provocada por la conquista romana. A pesar de la romanización, la braga no desapareció. Los merovingios la llevaban amplia, hasta la rodilla; los carolingios la cubrieron de cintas. En el siglo XI la braga se alargó hasta el tobillo, sujeta a la cintura por un cordón, ajustada en la pierna para los nobles, flotantes para el pueblo y siempre bajo una túnica. En el siglo XII, las medias llamadas medias calzas, llegaban cada vez más arriba sobre los muslos, mientras que las bragas se acortaban y se convertían en calzas.

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Buzón

En 1849, la Oficina Postal General del Reino Unido dio a conocer una idea innovadora para la entrega de cartas: una rendija en la puerta para el correo. Decía así:

OFICINA POSTAL GENERAL, mayo de 1849. El jefe de la Oficina Postal desea llamar la atención sobre la mayor rapidez de entrega que con toda seguridad deparará la adopción generalizada de los buzones instalados en las puertas, o rendijas, en los domicilios privados y en cualquier otro lugar en el que los carteros actualmente deben esperar ser atendidos.

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El jefe de la Oficina Postal espera que los inquilinos no tengan inconveniente en considerar, por un módico precio, el disfrute de esa ventaja para sí mismos, sus convecinos y el Servicio Público.

Calculadora

1. El 12 de noviembre de 1946 Kiyoshi “el Manos” Matzuzaki del Ministerio japonés de la Administración Postal se enfrentó al soldado raso Tom Wood del Ejército de Estados Unidos en una competencia de matemáticas. Wood era el más experimentado de los operadores de calculadoras, tenía a la mano un modelo de última generación con energía eléctrica; Matzuzaki tenía un ábaco. El ábaco derrotó a la calculadora en sumas, restas y divisiones. La máquina ganó sólo en multiplicaciones. En unas cuantas décadas la calculadora se volvería un artefacto tan pequeño como para caber en un bolsillo y con la potencia suficiente para llevar a cabo complejas operaciones aritméticas a una velocidad asombrosa. Menos de diez años más tarde estaría ya cerca de la obsolescencia. Y sin embargo la calculadora le abrió paso al mundo que habitamos hoy.

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2. Un ritmo sorprendente. Cuando, a finales de 1966 los ingenieros en Texas Instruments terminaron su prototipo de Cal Tech —la primera calculadora de mano en el mundo— por la incapacidad para producir microchips comercialmente viables, el proyecto tuvo que pararse. Pero apenas una década después compañías como Casio y Sharp ya estaban surtiendo baratas y eficaces calculadoras de bolsillo con radios integrados, sintetizadores y encendedores de cigarros: incluso con la “redundancia gloriosa” de una calculadora construida encima de un ábaco. La producción se disparó de 14 a 50 millones de unidades entre 1973 y 1975; los precios de los modelos más baratos bajaban a la mitad como cada seis meses. Y entonces, casi tan pronto como el auge había empezado, se detuvo. A partir de los 1980 la calculadora de bolsillo se encogió ante la luz de la computadora personal. En cosa de años fue rebasada primero por programas de computación como VisiCalc y Microsoft Excel, y luego por las PC portátiles y los teléfonos móviles.

Capítulo

La romana tabula Bembina, del siglo II a. C., es uno de los primeros ejemplos existentes de un texto “encapitulado”. La función original de la forma —en su raíz original de capitulum, o “cabecita”— tenía mucho que ver con la distribución de diferentes niveles de atención en la lectura y también con cuánto tiempo duraba.

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Clip

Antes de los clips, los papeles se sujetaban con mecate o cera. En el siglo XIX, uno de los métodos más populares era el uso de alfileres rectos de hierro, pero la gente se pinchaba con facilidad.

A mediados de ese siglo, el acero se convirtió en un material más común, ya que era maleable y mantenía su resistencia. Tampoco se oxidaba, eso lo convertía en un material ideal para encuadernar papeles en lugar de los alfileres rectos de hierro que dejaban marcas de óxido.

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Muchos creen que el clip fue inventado en Noruega por Johan Vaaler. De hecho, en Oslo se erigió un monumento en forma de clip gigante para conmemorar el invento. Sin embargo, el clip de Vaaler no se parece a los que conocemos hoy (y el monumento ni siquiera es su diseño original).

El diseño de Vaaler, creado en 1899, era más parecido a una versión rectangular del clip que conocemos hoy, pero sin el bucle interior.

El clip moderno no está patentado. Pero la máquina que los fabrica sí. El nombre oficial del clip que más conocemos es Gem Paper Clip. En realidad, nadie sabe quién inventó el primero, aunque se ha especulado erróneamente que procedía de la Gem Manufacturing Company de Gran Bretaña en la década de 1870.

Aunque ha habido variaciones, el diseño original ha durado más de cien años y no parece que vaya a desaparecer pronto.

Columpio

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el columpio forma parte de la política de la salud. Mientras el viajero Charles-Marie de La Condamine (1701-1774) se servía de uno de estos artilugios para tratar su mal de gota, el filósofo Voltaire (1694-1778) se hacía sacudir en un sillón artificial, al parecer con muy buenos resultados. Para el obstetra escocés Stephen Freeman, el columpio podía utilizarse para que el niño raquítico se acostumbrara al movimiento. Bastaba con colocar al paciente en una postura contraria a la inclinación connatural de sus huesos. Lo mismo defendió el médico y naturalista Nicholas Andry (1658-1742) en su tratado de ortopedia. Durante la Restauración, ya en el siglo XIX, el médico Étienne Tourtelle (1756-1801) también recomendaba columpiarse. Convencido de que la pereza y la molicie habían sido la causa de las revoluciones que asolaron el continente, invitaba a practicar, junto con el paseo, la equitación, la caza y la danza, el uso terapéutico de la escarpolette.

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En una carta dirigida al entonces presidente de la Royal Society, el doctor Taylor Smyth explicaba cómo había mandado instalar una de esas máquinas en el hospital de Middlesex, en el centro de Londres, para el tratamiento de la tisis pulmonar y de la fiebre héctica. Las historias clínicas que acompañaban su obra no dejan lugar a dudas sobre sus virtudes terapéuticas.

El razonamiento de Smyth se inscribe en el marco de una creencia, bien asentada entonces, que reconocía que los enfermos de tuberculosis, en cualquiera de sus formas o diagnósticos, experimentaban importantes mejorías durante los viajes en barco. De ahí que muchas personas afectadas de tisis pulmonar se embarcaran con la intención de marearse.

Corset metálico

En 1588, el médico militar francés Ambroise Paré declaraba que si bien los corsés metálicos —que tal vez se utilizaban con fines médicos en un principio— podían ser buenos para corregir malas posturas, en ningún caso debían usarse por estética. “Para conseguir un cuerpo esbelto, a la española, ¿qué tortura no soportan las mujeres?”, escribió Michel de Montaigne, viendo este sufrimiento por la belleza como un acto de heroísmo impropio de una mujer. Comparaba a las mujeres con los gladiadores romanos, lo cual era ridículo, pero en cierto modo también apropiado: después de todo, los corsés metálicos estaban inspirados en las armaduras militares masculinas. Resulta revelador que Eleonora de Toledo, quien parece haber sido una de las primeras personas en mandar confeccionar una prenda de este tipo, no se la encargara a su modista, sino a un armero.

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Visto así, el corsé español no pretendía influir en la talla de las mujeres, sino dar a las damas aristocráticas un porte que subrayara su superioridad. No era para empequeñecerlas sino para hacerlas más grandes y majestuosas. Se dice que Catalina de Médici amenazó a su séquito femenino con expulsarlas de la corte si se negaban a llevar corset. Tal vez por eso se convirtió en una prenda imprescindible, que modificó de manera radical la silueta femenina: los cordones que se fijaban primero a los pechos y después a la espalda (en las versiones no metálicas) permitían ceñir más la cintura, con lo que el busto y el derrièr parecían más amplios. Se podía esculpir bien todo el cuerpo, lo que dio lugar a quejas con una regularidad creciente. A partir del siglo XVIII muchas voces sostenían que tanto los corsés como el dolor asociado a ellos (señalado con más frecuencia por los hombres que por las mujeres) eran muestra de debilidad femenina. Las mujeres que llevaban corset eran “víctimas de la moda”: tan tontas, vanidosas e influenciables que estaban dispuestas a someterse a terribles sufrimientos y a arriesgar su vida por una tendencia boba.

Sin embargo, lo que aquellos hombres tan desconcertados descubrieron fue aún peor: al remodelar así sus cuerpos, las mujeres estaban “cambiando” la naturaleza. Muchos hombres de aquella época consideraban inmoral meterse con la obra de Dios.

Cuentas

Las cuentas más antiguas se hallaron en una cueva de Blombos, al sur del Cabo, en Sudáfrica y datan de hace 75 000 años. La historia es así: en la Edad de Piedra, una mujer recoge una concha en la costa; es del mismo tamaño y color que un diente humano grande. Era de un pequeño caracol marino, el Nassarius kraussianus. Ella perfora el caparazón con una punta de hueso y de este modo crea una cuenta. Deja la concha a un lado y toma otra para hacer lo mismo. Cuando tiene suficientes, las enhebra en un cordón de piel o fibra vegetal. Las engarza en pares simétricos: una mira a la izquierda y otra a la derecha. Al final, anuda los extremos. Ahora tiene un collar: son los ornamentos más antiguos fechados con precisión.

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Curitas

En el año 1500 a. C. los egipcios utilizaban la miel para curar heridas y cubrir cortes y rozaduras. Las gasas se popularizaron en siglos posteriores, sobre todo en la década de 1860, cuando el médico Joseph Lister añadió gasas esterilizadas a su programa permanente de cirugía y cuidados antisépticos.

En 1920 Josephine Dickson sufría con frecuencia pequeños cortes y quemaduras en casa. Las opciones que tenía para curar esas heridas no eran muy fáciles de autoadministrar. Su marido, Earle Dickson, era comprador de algodón para Johnson & Johnson y tenía acceso a cinta y vendas quirúrgicas. Al agregar un tejido rígido conocido como crinolina para mantener la gasa higiénica, los dos pegaron trozos cortados de vendas en tiras precortadas de cinta quirúrgica para dar con el prototipo de lo que hoy conocemos como curita.

Johnson & Johnson promocionaba su producto como “de color carne”, cuando por aquel entonces sólo estaban disponibles en un color beige rosáceo.

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Michael Panayiotis tuvo la inspiración de crear vendas adhesivas en otros tonos para atender a las poblaciones negra e hispana. Llamó a su producto Ebon-Aides y las cajas venían con vendas adhesivas en tonos llamados beige miel, canela, café oscuro y regaliz negro.

Las tiendas colocaban esas vendas en las estanterías con productos específicos para personas negras aparte de las cajas de vendas adhesivas y fracasaron. Desde entonces, Johnson & Johnson ha empezado a fabricar vendas transparentes para que combinen con cualquier tono de piel.

Chanel No 5

A finales del verano de 1920, Coco Chanel visita al perfumista Ernest Beaux en su laboratorio de Cannes. El encuentro fue probablemente organizado por Dmitri Pávlovich Románov, amante de Chanel por aquel entonces, gran duque ruso, miembro de la familia de los zares y primo de los últimos emperadores. Vivía en Francia desde su destierro. Al igual que el gran duque Dmitri Pávlovich, amigo íntimo del príncipe Féliks Yusúpov, responsable del asesinato de Rasputín en el invierno de 1916, también Ernest Beaux formaba parte del mundo del lujo y de la moda de la aristocracia rusa. Perfumista jefe de la empresa proveedora de los zares Alphonse Rallet & Co., regresó a Francia después de la Revolución y de la Guerra Civil para entrar a trabajar en la sucursal de Grasse del fabricante de perfumes Chiri, nuevo propietario de la empresa Rallet. En 1913, con motivo del tricentenario de la dinastía de los Románov, había creado para Catalina II el Bouquet Préféré de l’Impératrice, un perfume que en 1914 rebautizó con el nombre Rallet Nº 1: en medio de la guerra contra los alemanes, no resultaba oportuno ofrecer a las clientas rusas un perfume que homenajeaba a una zarina originaria de la casa Anhalt-Zerbst. Luego llevó a Francia la fórmula del bouquet e intentó adaptarla al gusto francés. De la serie de diez pruebas, Coco Chanel escogió la número cinco, que originaría después la marca Chanel Nº 5.

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Dildo de vidrio

A lo largo de la historia, la sexualidad y el deseo femenino han sido un terreno espinoso, plagado de vergüenza, miedo y muchos mitos. A finales del siglo XVIII, por ejemplo, la profesión médica inició el rumor —que persiste hasta nuestros días— de que a las mujeres no les gusta el sexo, que sólo buscan relaciones y que normalmente fingen una migraña para eludir su deber. Sin embargo, en todos los siglos anteriores, la gente había creído todo lo contrario: que las mujeres eran criaturas salvajes e hipersexualizadas —casi animales— que estaban a merced de sus propios impulsos y caerían sobre cualquier cosa si no se las contenía y vigilaba por su propia seguridad. Por eso, en muchos conventos, los pepinos, las berenjenas y otras verduras de apariencia fálica estaban estrictamente prohibidas. Incluso Ovidio, que escribió en la antigüedad, afirma que las mujeres sienten nueve veces más deseo que los hombres.

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Desde el punto de vista de la Iglesia, el sexo era una casilla que había que marcar y no una forma de diversión. Al menos cuando se practicaba dentro del matrimonio. Fuera de esta alianza, y dependiendo del siglo en el que uno se encontrara, podía considerarse con una actitud algo más relajada. En la Edad Media, por ejemplo —y esto era muy acorde con la idea del amor cortés—, la opinión general era que la pasión y el matrimonio no debían tener nada que ver, que el sexo podía ser muy placentero, pero no en casa. Codiciar a la propia esposa era un pecado, por así decirlo, y un sacerdote especialmente cegato afirmaba que no había nada más despreciable que un hombre que amara a su mujer como a una amante. La probabilidad de que las mujeres encontraran aburrido el sexo con sus maridos, o se sintieran frustradas por la rareza del acto, era por tanto bastante alta, ya que sólo se les permitía hacerlo en una posición: el misionero. Lilith, la primera esposa de Adán, había intentado tomar medidas contra esto, como todos sabemos, y en realidad prefirió abandonar el paraíso por completo antes que someterse a la posición de “tabla” para la eternidad.

Las mujeres de principios de la modernidad encontraron métodos menos radicales. Durante la breve oleada de libertinaje, algunas damas de la alta sociedad tuvieron amantes. Pero las que consideraban que el riesgo de comprometer su reputación y su sustento era demasiado grande (mientras que los hombres siempre han sido capaces de engañar con gran éxito, las mujeres no) sobrevivían a los ataques de aburrimiento agudo recurriendo a objetos como éste. El negocio de los juguetes sexuales parece haber experimentado un pequeño auge en el siglo XVII: se fabrican consoladores en mayor número y de diversos materiales; algunos pueden rellenarse de líquido para simular la eyaculación.

Y quizá estos falos no se utilizaban sólo para autocomplacerse, sino que, con el tiempo, llegaron a ocupar un lugar en las relaciones sexuales entre cónyuges. Por un lado, después de la Reforma se produjo en general un renovado aprecio por el matrimonio; se animó a los matrimonios a mostrarse mutuamente amor y afecto en relaciones sexuales satisfactorias que no tuvieran como único objetivo tener hijos. Por otra parte, desde la antigüedad hasta finales del siglo XVIII, muchos círculos sociales creían que una mujer sólo podía quedarse embarazada si tenía un orgasmo. ¿Por qué, si no, Dios le habría dado orgasmos?

Para muchos, el deseo femenino era un componente esencial de la concepción. En 1740, por ejemplo, la emperatriz austriaca María Teresa recibió un consejo amistoso de su médico: no debía preocuparse demasiado por tener un heredero, le dijo, sino simplemente dejarse “cosquillear” un poco el clítoris (un descubrimiento del siglo anterior) en la cama. Con éxito, al parecer: no sólo se convirtió en una destacada gobernante, sino también en madre dieciséis veces. Visto así, podemos suponer que incluso los maridos más piadosos se esforzaban al menos de vez en cuando, sobre todo porque se decía que los niños más bonitos se concebían mediante el clímax mutuo. Aquéllos a quienes se les negó esta experiencia han echado mano de uno de estos artilugios de cristal. O han reutilizado su pene de cristal como “tendedero” para los condones fabricados con intestinos de animales que empezaron a venderse en el siglo XVIII.

Dodó

En 1755 el director del Museo Ashmoleano de Oxford pidió que quemaran el dodó disecado que resguardaba esa institución porque se estaba poniendo mohoso. No le importó que fuera el único ejemplar existente, disecado o no. Un empleado vio lo que sucedía con terror e intentó salvar al ave; sólo rescató del fuego la cabeza y parte de una pata. Esos restos son los que ahora pueden observarse en el Museo de Historia Natural de Oxford.

El naturalista del siglo XIX, H. E. Strickland resume muy bien lo poco que se sabe sobre esa ave: unas cuantas toscas descripciones de viajeros “sin rigor científico, tres o cuatro cuadros al óleo y unos cuantos fragmentos óseos dispersos”.

Historia de las cosas

El dodó vivió en la isla Mauricio, era gordo pero nada sabroso y era el miembro conocido de la familia de las palomas de mayor tamaño, aunque no se sabe exactamente con qué margen, ya que nunca se registró con precisión su peso. Con los fragmentos óseos que se cuenta ahora puede decirse que medía poco más de 25 centímetros de altura y más o menos lo mismo desde la punta del pico hasta el trasero. Al no ser un ave voladora anidaba en el suelo, con lo que dejaba que huevos y polluelos fueran presa fácil de los cerdos, perros y monos que los marineros holandeses llevaron a la isla. Desconocemos por completo sus hábitos reproductores y su dieta, por dónde andaba, qué sonidos emitía cuando estaba tranquilo o asustado. Hacia 1693 el pájaro dodó era ya una especie extinta.

Elíxir de juventud

En la Francia del siglo XIX el perfume no era nada más un accesorio. En efecto las fragancias se aplicaban como cosméticos pero también se usaban como profilácticos contra enfermedades transmitidas por el aire (y contra el hedor de los otros). Un perfume popular del periodo fue el “elíxir de juventud”: se supone que quien lo utilizó por vez primera fue una reina húngara del siglo XIV que se había casado con un hombre mucho más joven que ella; la reina vivió hasta la (entonces) impresionante edad de 75 años. En la Osmothèque, un archivo de perfumes en Versalles, hay una recreación de ese perfume. Quien lo ha olido distingue en él un olor a hierba y alcohol, gracias a la utilización de vino destilado para extraer esencias de romero, tomillo y otras hierbas. Jean Kerléo, el fundador de la Osmothèque, dice que el perfume de la reina de Hungría se vendía también como ungüento contra el reumatismo, tal vez porque la base de alcohol le daba calor a las articulaciones. O también puede ser que el aroma fresco a plantas meramente proporcionara una placentera distracción de los dolores.

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Emoticones

Muy a finales del siglo XX una nueva forma gráfica se diseminó el ícono del corazón como nunca antes. La innovación fue japonesa. En 1999 el proveedor japonés NTT DoCoMo liberó el primer emoji [conocido o bautizado en México como emoticón] hechos específicamente para la comunicación móvil. Quien diseñó los 176 emoticones originales fue Shigetaka Kurita y al principio estaban sólo en blanco y negro, antes de los pintaran en seis colores: negro, rojo, naranja, lila, verde y azul.

Entre los 176 emoticones originales cinco eran del corazón y, como los otros emoticones, cada uno estaba hecho dentro de una cuadrícula de seis pixeles de ancho por doce pixeles de largo. De los cinco emoticones de corazón, uno era todo rojo, otro incluía puntos blancos para sugerir una profundidad de tres dimensiones, otro tenía una grieta en su centro para formar un  corazón roto, otro parecía volar y otro retrataba a dos corazoncitos zarpando juntos.

Historia de las cosas

Incluso con las limitaciones de la tecnología pixel, que daba a los pictogramas una cualidad arcaica, la mayoría de ellos son reconocibles, aunque debemos esforzarnos para descifrar a la original carita sonriente, con sus tres pixeles para cada ojo y un rectángulo para la boca. Junto con el corazón, el de la carita sonriente se ha vuelto el más familiar de los íconos digitales. Al combinarse con un corazón, las caritas sonrientes pueden expresar varios matices de amor. ☺ 🖤

Por lo regular a nuestros mensajes en línea los puntualiza un emoticón corazonado en múltiplers colores y combinaciones. Está el clásico corazón rojo para el amor❤; el corazón con una flecha que recuerda a Cupido💘; dos corazones rosa, uno mayor que el otro, para sugerir amor “en el aire”💕; uno atado a un listón para indicar un regalo💝; un corazón temblante💓; y un corazón partido en dos por el dolor de un rompimiento traumático💔. Hay corazones azules, verdes, púrpuras, amarillos, negros y los que vengan. Y aunque no contáramos con ellos, cualquiera que tenga una máquina de escribir o una computadora puede apretar dos teclas y hacer este emoticón corazonado: < 3.

Ford T

Henry Ford tenía 40 años cuando fundó la Ford Motor Company en 1903 y 45 cuando produjo el primer Modelo T. Cuando apareció el Modelo T, los estadunidenses podían escoger entre unas 2200 marcas de coches. Cada uno de esos vehículos era, en cierto sentido, un juguete, un divertimento para la gente adinerada. Ford, en cambio, convirtió el automóvil en un aparato universal, un vehículo práctico y asequible para todos, y ese cambio de filosofía le procuró un éxito inimaginable y transformó el mundo. En poco más de una década, Ford tenía más de cincuenta fábricas repartidas por cinco continentes, daba trabajo a 200 000 personas, producía la mitad de los coches del mundo y era el industrial de mayor éxito de la historia; sus activos estaban valorados en unos 2000 millones de dólares, según un estimado. Al perfeccionar la producción en masa y convertir el automóvil en un objeto asequible para el trabajador medio, cambió por completo el curso y el ritmo de la vida moderna.

Historia de las cosas

El Modelo T no parecía predestinado al éxito por ser muy rudimentario. Durante años, el coche no tuvo velocímetro ni indicador de gasolina. Para saber cuánto combustible quedaba en el depósito, había que parar el coche, salir, echar el asiento del conductor hacia atrás y mirar una varilla situada en el suelo del chasis. Ver el nivel de aceite era aún más complicado. El dueño, o cualquier otra persona, debía meterse bajo el chasis, abrir dos válvulas con la ayuda de unos alicates y, en función de lo rápido que saliera el aceite, valorar cuánto y con qué urgencia se necesitaba. En cuanto a las marchas, el automóvil usaba un sistema llamado “transmisión planetaria”, famoso por lo peculiar que era. Hacía falta práctica para dominar las dos marchas adelante y la marcha atrás. Los faros, que funcionaban por medio de un magneto, apenas se iluminaban a bajas velocidades y ardían tanto cuando el vehículo iba rápido que explotaban con facilidad. Los neumáticos delanteros y traseros eran de tamaño distinto, una singularidad innecesaria que obligaba al dueño a cargar con dos juegos de recambios. El estárter eléctrico no se incluyó de serie hasta 1926, años después de que casi todos los demás fabricantes ya lo habían incorporado por norma general.

Con todos sus defectos, el Modelo T era casi indestructible, fácil de reparar, capaz de circular con barro y nieve, y con la suficiente altura para salvar los surcos en una época en que la mayoría de carreteras rurales estaban sin asfaltar. Su versatilidad también era una virtud. Muchos granjeros adaptaron su Modelo T para arar los campos, serrar madera, bombear agua, taladrar agujeros y otras tareas.

El Modelo T fue el primer coche de cierta categoría que colocó al conductor en el lado izquierdo del vehículo. Antes, casi todos los fabricantes lo ponían a la derecha, para que al descender la persona pisara la hierba o un arcén asfaltado seco en lugar del barro de la carretera sin pavimentar. Ford pensó que esa comodidad la valorarían más las señoras, así que dispuso el asiento derecho para ellas. Esta configuración también daba al conductor mejor visión de la carretera y facilitaba que los conductores que se cruzaban pudieran parar y conversar desde las ventanillas enfrentadas. La disposición de los asientos del Modelo T se hizo tan popular que enseguida se convirtió en la norma para todos los automóviles.

El éxito de este modelo fue inmediato. En su primer año, Ford fabricó 10 607 coches, más de lo que había producido jamás ningún fabricante, y aun así no podía satisfacer la demanda. La producción se duplicaba cada año (más o menos). En 1913-1914 fabricó casi 250 000 vehículos al año y en 1920-1921, más de 1.25 millones.

La creencia de que podías tenerlo en cualquier color siempre y cuando fuera negro sólo era cierta en parte. Las primeras versiones del coche eran de una gama de colores reducida que dependía del modelo. Los utilitarios eran grises; los turismos, rojos, y los sedanes, verdes. No había modelos negros. En 1914 se convirtió en el color exclusivo porque el esmalte negro era el único tono que se secaba lo suficientemente rápido para adaptarse al ritmo de la cadena de montaje ideada por Ford. Eso fue sólo hasta 1924, año en el que empezaron a ofrecerse en azul, verde y rojo.

Gorro frigio

Élisabeth Vigée Le Burn, una de las retratistas favoritas de María Antonieta, dijo del siglo XVIII: “Las mujeres gobernaban entonces; la Revolución francesa las derribó de su trono”. Por un lado, tenía razón; por otro, estaba totalmente equivocada. Si bien es cierto que muchas mujeres de aquella época tenían más poder, más influencia, más conocimientos y, en consecuencia, más confianza en sí mismas que nunca —para algunas había sido un siglo apasionante e iluminador—, esas oportunidades sólo se aplicaban a un sector muy privilegiado de la sociedad. Las mujeres del pueblo, todas las que aparecen en los Cahiers de doléances (cuadernos de quejas) de los Estados Generales lamentándose de ser “objeto de la admiración o del odio de los hombres”, pero nunca percibidas como sujetos pensantes independientes, no vivieron el siglo XVIII como Vigée Le Brun —un periodo de libertad—, sino que tuvieron grandes esperanzas en la Revolución.

Historia de las cosas

Se olvida que fueron las mujeres de les halles, las mujeres del mercado de París, quienes marcharon sobre Versalles en compañía de la Guardia Nacional el 5 de octubre de 1789 para protestar contra el hambre y exigir que el rey regresara a París. La famosa exclamación de María Antonieta: “Que coman pastel” —que, por cierto, se dice que es una invención (masculina), un truco para avivar el sentimiento antimonárquico— galvanizó a las manifestantes. Más de mil mujeres partieron aquel día con banderolas en las que estaban escritas cosas como “Versalles festeja mientras París pasa hambre” y “Venimos por el panadero, la mujer del panadero y su hijo”. Tras asediarlo durante una noche, consiguen entrar en el palacio y obligan a la pareja real a seguirlas hasta París. En aquella época, un rumor que circuló poco decía que habían sido hombres vestidos de mujer quienes habían traído a los monarcas a París. Mais non, fueron efectivamente mujeres. Más tarde serían honradas de manera fugaz como “heroínas de la Revolución”, y una mujer elegida como símbolo de la joven y supuestamente equitativa República: Marianne, reconocible por su distintivo tocado, un gorro frigio.

Horca

La primera persona que se columpió en el Mediterráneo fue una mujer. Y no fue un juego. Desolada ante los restos de su padre, la joven Erígone tendió una soga en las ramas de un árbol y se quitó la vida. La gran compilación de mitos y fábulas de la antigüedad, la Biblioteca de Pseudo-Apolodoro —un autor que escribió entre los siglos I y II de nuestra era—, nos cuenta cómo el dios Dionisio concedió al padre de Erígone, Icario, el arte de fabricar vino y cómo la generosidad de este Boyero del Ática le costó la vida. Según la versión más extendida de esta leyenda, los pastores con quienes Icario había compartido el vino lo ingirieron en cantidad tan abundante que, creyéndose envenenados, asesinaron a su anfitrión. Escondieron el cuerpo y lo enterraron a los pies de un árbol. Horrorizada ante la visión de su padre muerto, la joven Erígone se quitó la vida. En uno de los pocos casos conocidos de animales suicidas, el perro también se dejó morir. Fue entonces cuando Dionisio, según unas versiones, o la propia Erígone, según otras, lanzó un maleficio sobre las vírgenes de la ciudad, que comenzaron a suicidarse, colgándose del cuello. Según Julio Higinio, un escritor hispanolatino del siglo I, para evitar tan triste epidemia, las atenienses “instituyeron la práctica de columpiarse con sogas a las que añadían algunas tablas de madera, de modo que pudieran balancearse con el viento”. A esta práctica la denominaron alétis, en honor a la joven que salió en busca de su padre. Alétis, que en griego quiere decir “vagabunda”, era el apodo con el que se conoció a Erígone, al menos en algunas de las versiones del mito. En griego clásico, Erígone significa “nacida al alba”. Al mismo tiempo, la palabra griega aiora, “columpio”, también hace referencia al nudo de la horca, el mismo nudo del que se sirvió Erígone.

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Hot dog

Uno de los hombres que más dinero ganó del beisbol fue el emprendedor inglés Harry Stevens. Llegó muy joven a Estados Unidos a principios del siglo XX, se enamoró del beisbol y tuvo la mejor idea de su vida: a los aficionados se les antojaría comer algo caliente mientras veían el partido. Hizo varias combinaciones de bocadillos calientes y descubrió que las salchichas en pan blando mantenían el calor mejor que cualquier otra opción de las que probó. Pidió permiso para vender sus bocadillos “al rojo vivo”, como decidió llamarlos, en el estadio Polo Grounds y casi de inmediato tuvo éxito con el negocio. En la década de 1920, los hot dogs eran un alimento característico en los partidos de beisbol en todo el país. Stevens consiguió licencias de venta en los tres campos de beisbol de Nueva York y en otros puntos tan alejados como Chicago. De paso, acumuló una riqueza con la que muchos dueños de clubes de beisbol sólo podían soñar.

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Imprenta

El poema de la imprenta

En el recuadro, un poema de Beatrice Warde escrito en 1932 y que alguna vez estuvo desplegado (¿signo de proclamación, esperanza, protesta?) en todos los sitios de trabajo de las imprentas.

ESTA ES UNA

IMPRENTA

*

CRUCE DE CIVILIZACIONES

REFUGIO DE TODAS LAS ARTES

CONTRA LOS ESTRAGOS DEL TIEMPO

ARSENAL DE LA VERDAD INTRÉPIDA

CONTRA LOS RUMORES CHISMOSOS

INCESANTE TROMPETA DEL GREMIO

*

DESDE ESTE LUGAR LAS PALABRAS

PUEDEN VOLAR HACIA FUERA

SIN PERECER EN OLAS DE SONIDO

SIN VARIAR CON LA MANO DEL ESCRITOR

SINO FIJAS EN EL TIEMPO

LUEGO DE VERIFICARLAS EN PRUEBAS

*

AMIGO, PISAS TERRENO SAGRADO

ESTA ES UNA IMPRENTA

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Ládano

La goma de ládano es una de las primeras materias primas aromáticas en ser utilizadas por su perfume. En el año 1700 a. C. aparece ya mencionada en algunas tablillas de Mesopotamia. Los egipcios conocían esta goma y la quemaban mezclándola con el incienso y la mirra. En la antigüedad se recogía de una manera muy particular. Los rebaños de cabras que recorrían los campos de Creta y de Chipre regresaban por la noche con su vellón impregnado de esta resina, que los pastores recuperaban con un peine de dientes para elaborar pasta de combustión. Más tarde, la recolectaban con rastrillos provistos de tiras de cuero, con los que azotaban los ramos para luego recuperar la goma con un cuchillo. Los pastores chipriotas por la noche, alrededor del fuego, rascaban la goma de sus tiras para formar bolas, el antecedente de las varillas de incienso.

Limpiaparabrisas

Cualquiera que tenga un coche sabe que conducir sin limpiaparabrisas con mal tiempo puede resultar muy peligroso. Una de las primeras patentes de un mecanismo de este tipo se concedió a una mujer que presentó su idea ante fabricantes de automóviles y recibió infinitas cartas de rechazo.

Esa mujer era Mary Anderson. Para ir de visita a Nueva York, procedente de Alabama, viajó en un tranvía durante una tormenta de aguanieve. En ese viaje se dio cuenta de que los conductores, sorprendidos por el mal tiempo, abrían la ventanilla para retirar a mano los restos de nieve o paraban el vehículo y los retiraban manualmente. Ambos métodos eran desfavorables para los pasajeros: o bien recibían en la cara una bocanada de aire frío o bien llegaban tarde a su destino.

Al ver cómo el conductor detenía continuamente el vehículo y quitaba la aguanieve a mano, Anderson tuvo la idea de crear un mecanismo para retirar esos restos que se controlara desde el interior del vagón. (En otra versión de la historia, el conductor abre la ventanilla lateral y saca la cabeza para intentar ver mejor).

Historia de las cosas

Ese mismo día esbozó un mecanismo de madera y caucho para eliminar la lluvia, que los conductores operarían con una palanca. También diseñó un limpiaparabrisas que pudieran utilizar durante los meses en que la nieve y el granizo no fueran tan problemáticos. Patentó la idea en 1903 y empezó a comercializarla entre los primeros fabricantes de automóviles.

Hoy, el limpiaparabrisas es omnipresente en todos los automóviles. Sin embargo, la idea de Anderson fue recibida con risas de sus compañeros y con argumentos de que el movimiento de barrido del brazo distraería al conductor. Los fabricantes de automóviles respondieron a Anderson diciendo que no encontraban el valor comercial de un producto así.

En 1917, la actriz canadiense de vodevil Charlotte Bridgwood, mejor conocida por su nombre artístico: Loretta Lawrence, retomó el trabajo de Anderson y patentó un sistema de limpiaparabrisas eléctrico que utilizaba rodillos en lugar de escobillas y funcionaba con el motor del coche.

Sin embargo, ni Anderson ni Bridgwood recibieron crédito o dinero alguno por sus contribuciones.

Finalmente, los limpiaparabrisas encontraron su lugar en los automóviles en 1913, cuando Ford los añadió al Modelo T, y Cadillac los incorporó de serie a sus vehículos en 1922.

“La machine”

La vida y la muerte siempre han sido asunto de mujeres. Incluso en la antigüedad, una época en la que las mujeres estaban excluidas de casi todos los ámbitos de la vida, los hombres —a los que claramente estas cosas les daban escalofríos— pedían ayuda a sus esposas cuando se enfrentaban al final o al principio: cuando se trataba de sacar a un bebé o de consagrar por última vez a un moribundo. En el siglo XVIII, ambas se entrecruzaron por desgracia con creciente regularidad. La mortalidad infantil y materna era altísima en casi todos los países europeos: una de cada cuatro madres moría en el parto y pocos niños sobrevivían a sus primeras semanas de vida.

Una de las razones de esta terrible tendencia era la falta de higiene. Otro factor aún más importante era la escasa —o inexistente— formación de las parteras: traer niños al mundo era cosa de mujeres, sí, pero la mayoría lo hacía más por intuición que por conocimiento. Copiaban las maniobras aprendidas a sus madres o tías, sin saber qué era, dónde o qué debía hacerse en determinadas situaciones. Para poner fin a todo este drama de la muerte de mujeres jóvenes y bebés, se decidió que los conocimientos a medias que se transmitían de generación en generación debían profesionalizarse y que “partera” debía considerarse un trabajo oficial. A pesar de que en aquella época ya se había apartado a las mujeres de la medicina: en la Edad Media hubo médicas e incluso cirujanas —la médica Trota de Salerno escribió el primer texto sobre ginecología de la historia—, pero durante el Renacimiento se decretó que las mujeres que quisieran ser útiles en el ámbito médico eran peligrosas. Cualquier mujer que no poseyera un diploma y que siguiera trabajando como médica era una bruja y debía ser quemada en la hoguera, o así lo habían anunciado algunos clérigos en el siglo XVI. Y como las mujeres estaban excluidas de las universidades y, por tanto, no podían obtener diplomas, eso zanjaba la cuestión de la carrera de medicina para las mujeres, al menos para las que no querían morir quemadas.

Sin embargo, los hombres estaban dispuestos a dejar el cuidado de los hijos en manos de las mujeres, y éstas se enteraron, al menos en parte, de los últimos descubrimientos científicos relacionados con este campo. A partir de la década de 1750 se abrieron escuelas de obstetricia en toda Europa, por ejemplo, en el hospital universitario Charité de Berlín. Todo esto era bueno, pero excluía a las mujeres ordinarias, las que vivían en el campo y sin tiempo para emprender un largo curso de educación. Así que Luis XV decidió un método diferente. En lugar de limitarse a esperar a que las mujeres asistieran a estas escuelas, determinó que sería necesario enseñar a las que trabajaban en sus pueblos como parteras autoproclamadas. Para eso, llamó a la corte a una mujer, Madame du Coudray, y le pidió que comenzara a recorrer el país.

Historia de las cosas

Du Coudray ya era una profesional. Pasó casi dieciséis años como partera jefa en el Hôtel Dieu de París y fue una de las primeras defensoras de la profesionalización de esa carrera. Por ejemplo, presentó una petición contra la creciente influencia de los cirujanos en los partos: no tenían ni idea de lo que hacían, se limitaban a dar tirones salvajes en las cabezas de los bebés con los fórceps tan novedosos y pretendían conquistar la experiencia de las mujeres; al fin y al cabo, se trataba del cuerpo de ellas. ¿Quién mejor que otra mujer para saber lo que necesitaba otra mujer? Para reforzar ese conocimiento intuitivo femenino con explicaciones anatómicas y demostrar vívidamente lo que ocurría durante el parto, diseñó “la máquina”, objeto aceptado en 1758 por la Académie de Chirurgie como modelo oficial de demostración a tamaño natural. Por supuesto, ya existían objetos similares. En Italia, por ejemplo, las parteras de Bolonia practicaban sobre un útero modelo, aunque se parecía más a una copa atrapada entre dos cojines (los ovarios).

Du Coudray había cosido tela, cuero y relleno para mostrar, como ella misma escribió, “el bajo vientre de una mujer, su útero, sus ligamentos, la vagina, la vejiga y el recto. Al modelo añadí también un niño de tamaño natural”. La cabeza del bebé estaba hecha con precisión. Tenía nariz, orejas, el pelo dibujado y la boca abierta para practicar lo que había que hacer en caso de parto de nalgas. El cordón umbilical tenía dos variantes: una para un niño vivo y otra para uno muerto. Al fin y al cabo, nunca se sabía. Los cursos que Du Coudray impartió por toda Francia por instrucción del rey, a partir de 1759, constaban de una parte teórica, en la que leía en voz alta un manual que había escrito, y otra práctica, durante la cual las mujeres practicaban utilizando el modelo.

Durante los siguientes veinticinco años enseñó a casi dos mil mujeres (y a unos pocos hombres) no sólo a comprender mejor el cuerpo femenino, el parto y lo que debían hacer para asistirlo, sino también a pensar más allá del momento mismo del parto y saber lo que una mujer necesitaba antes y después, algo que muchos médicos parecen haber olvidado. Tal vez se deba, en parte, a que la formación de las mujeres para ser buenas parteras profesionales pasó a un segundo plano por la Revolución francesa y todas las convulsiones sociales posteriores. Mujeres como Du Coudray no pudieron hacer nada al respecto. Su objeción de que líderes revolucionarios como el general La Fayette —a quien ella misma había traído al mundo— sólo habían sobrevivido al parto gracias a manos tan hábiles como las suyas fue simplemente ignorada. Desde el siglo XIX, el parto pasó a ser asunto de hombres, con las consecuencias mencionadas al principio. Las mujeres que tomaron cursos y querían aprender sobre la naturaleza de su propio cuerpo eran ahora objeto de burla. Se burlaban sobre todo de una de ellas: la “vieja gorda” que había recorrido Francia con una muñeca bajo el brazo para explicar a las mujeres lo que ocurría realmente en el parto, un acontecimiento del que aún se habla en susurros y que sólo experimentan las mujeres.

Mantra

El farmaceútico francés Émile Coué era una celebridad en los años veinte. Inventó el método de superación personal llamado “autosugestión”. El método de Coué consiste en reflexionar sobre uno mismo sólo en términos positivos, y repetir una y otra vez el sencillo mantra: “Día tras día, en todos los aspectos, me va bien”.

Historia de las cosas

El propio Cué explicaba su método en un breve libro de 92 páginas, que pronto se convirtió en un éxito de ventas. En Afirmaciones y autosugestión: el autodominio por la palabra hablada también se incluyen testimonios y recomendaciones de sus adeptos clientes. Los seguidores del método de Coué (que llegaron a ser millones) le atribuían la capacidad de curar casi cualquier dolencia: desde la enfermedad de Bright, la sinusitis, la neurastenia, los tumores cerebrales hasta la ninfomanía o el pie zambo. Un cliente aseguraba que superó la intolerancia a las fresas y otro que renunció a la cleptomanía. A mediados de aquella década, Coué tenía clínicas por toda Europa y América del Norte.

Cué murió en el verano de 1926 de un fulminante ataque al corazón. Ya sin el empuje de su creador, ese movimiento del pensamiento positivo se fue apagando.

Máquina analítica

Los primeros ordenadores del mundo eran distintos de los pedazos metálicos que se ven hoy en los cafés. Eran jóvenes, muy listas, rápidas y precisas. Llevaban faldas y se peinaban con ondas. En resumen: eran mujeres. La gente las llamaba “las computadoras”. Hoy, cuando hablamos de la historia de las computadoras, la primera imagen que nos viene a la mente es la de unos chicos nerds en las cocheras de sus padres en los suburbios estadunidenses. Pero si pensamos un poco más atrás y vamos en busca de una mujer, siempre aparecerá el mismo nombre: Ada Lovelace, pionera de la informática a principios del siglo XIX. Mientras su padre, el poeta Lord Byron, asistía a la erupción de un volcán en compañía de sus amigos Percy y Mary Shelley en una villa del lago Genève (lo que le permitió presenciar la creación del ya mundialmente famoso Frankenstein de Mary), Anabelle, la madre de Ada, canalizaba todos sus esfuerzos para asegurarse de que su hija de un año no acabara como su poco confiable exmarido. En lugar de educarla en literatura y arte, el campo de especialización de su padre, la madre de la niña la orientó hacia el poco femenino territorio de las matemáticas. A los 12 años, Ada soñaba con construir algún día una máquina voladora. Sin embargo, conoció al matemático Charles Babbage y participó de manera indirecta en el desarrollo de su máquina de sumar.

Historia de las cosas

La “máquina analítica” de Babbage se considera un precursor de las computadoras modernas: una máquina sumadora mecánica equipada con una unidad aritmética (la parte que se muestra aquí), memoria, entrada y salida; funcionaba con tarjetas perforadas. La idea era que los resultados fueran escupidos por una impresora. Pero, por desgracia, la máquina nunca se terminó.

Aquí es donde Ada Lovelace vuelve a entrar en escena. Cuando su amigo Babbage le pidió que tradujera del francés al inglés un informe sobre su “máquina analítica”, él también —sabiendo lo lista que era— le pidió que añadiera algunas observaciones propias. Y así, la joven insertó algunos comentarios visionarios. En sus “notas” preveía que la máquina de Babbage sería capaz de procesar algo más que “sólo” cálculos, también sería capaz de procesar otros datos. Al menos, si esos datos se trataban en un “lenguaje” que la máquina entendiera: “Las operaciones pueden realizarse, por supuesto, sobre una variedad infinita de resultados numéricos particulares, a menos que los datos numéricos del problema hayan sido impresos en las partes necesarias del tren de mecanismos”. Con esta frase, escrita en la década de 1840, Lovelace expuso los principios fundamentales de la programación, por lo que se dice que previó la aparición de la informática y las computadoras.

A los oídos de la mayoría de la gente, “computadoras y mujeres” sonaba claramente como una contradicción, a pesar de que la década de 1960 vio a varias mujeres sentadas ante enormes computadoras, programando para IBM como “analistas de sistemas sénior”. Incluso en la década de 1950, las informáticas negras —entre ellas Katherine Goble Johnson, Mary Jackson y Dorothy Vaughan, cuyas historias inspiraron el libro y la película de 2016 Figuras ocultas— fueron responsables de los cálculos complejos que acabarían ayudando a la NASA a lograr el primer alunizaje. Cosmopolitan escribió en su momento que la “informática” era una profesión ideal para las mujeres, y la programadora a la que entrevistaron, la doctora Grace Hopper, explicó con ligereza: “Es como planear una cena […] La programación requiere paciencia y capacidad para el detalle. Las mujeres son ‘naturales’ para la programación informática”. Hoy la programación es una profesión en su mayoría masculina y el mundo de la informática principalmente de hombres; hay que “animar” a las mujeres a aventurarse en este campo. De alguna manera, hemos olvidado el hecho de que no sólo Ada Lovelace, la primera persona que pensó en la programación, sino también muchas de las primeras “computadoras” fueron mujeres.

Monedas

Las primeras monedas que se conocen se acuñaron a principios del siglo VI a. C. en los alrededores de Éfeso. Su uso se extendió por toda la península y más tarde por el Imperio griego, sustituyendo, aunque no del todo, a otras formas de almacenar e intercambiar valor en forma de bienes: ganado, calderos, maíz, lingotes o espigas de metal. (La palabra griega obol encarnaba el recuerdo de una época en la que los bienes eran dinero, ya que su nombre significaba literalmente “escupitajo”).

Historia de las cosas

Esta nueva modalidad de intercambiar valor eran trozos de plata estampados con emblemas religiosos y cívicos (tortugas, búhos, delfines) y, más tarde, con símbolos numéricos que indicaban su fecha. Estas piezas proporcionaban a los griegos un nuevo juego de fichas, otra esfera en la que participar y otra forma de medir su valía. Con estas piezas la riqueza se hizo tan manejable, tangible y contable como los votos.

Números [en las camisetas de beisbol]

En la década de 1920 los aficionados de beisbol estaban casi a ciegas sobre lo que ocurría en el campo de juego. Ningún estadio de Estados Unidos tenía un sistema de altavoces. Era común que un hombre con megáfono gritara los nombres de los bateadores y algunos otros detalles. Era difícil identificar a los jugadores poco famosos porque los uniformes no llevaban números. Fue en 1929 cuando los Yankees y los Indians colocaron los números distintivos en los uniformes. Al principio, los Yankees les ponían número a los jugadores emergentes en el orden en el que bateaban (más o menos), por eso Ruth era el número 2 y Gehrig, el 4. Los tablones no indicaban los hits ni los errores: los espectadores tenían que saber por sí mismos si lo que se disputaba era una bola perdida o un juego perfecto. Cualquier persona metódica que llevara la cuenta de los tantos podía convertirse en fuente de información para sus compañeros en las gradas.

Historia de las cosas

Pantalón

Hoy el sentido inicial de la palabra “pantalón” casi se ha olvidado. Viene del apodo de los venecianos adeptos a los calzones largos y estrechos, a quienes se les llamaba pantaloni porque rendían culto a san Pantaleón. En Francia, el pantalón se descubrió en el siglo XVI por un personaje llamado Pantaleon en la commedia dell’arte. Es un anciano rico y avaro con un traje específico que incluye unos calzoncillos largos. En Francia, un pantalón es, en sentido figurado, “un hombre que adopta muchas figuras y desempeña todo tipo de papeles para alcanzar sus fines”. Este personaje de comedia italiana practica una danza, la pantalonnade. Así se llaman muchas bufonadas y payasadas, hechas con posturas jocosas. La pantalonnade se convierte por extensión en una “falsa demostración de alegría, de dolor, de benevolencia, un subterfugio ridículo para sacar de apuros”. Fuera del contexto teatral, el pantalón se adopta como un artículo de fantasía que ameniza las fiestas de disfraces.

Otro universo del origen del pantalón es la marina: a partir del siglo XVII lo llevan los marineros. Los pescadores usan un pantalón que varía, en largo y ancho, según su localidad de origen.

Este modelo es el que inspira, a partir de finales del siglo XVIII, la moda infantil. En 1790, el delfín posa para Élisabeth Vigée-Lebrun con este tipo de “pantalón” blanco, ligeramente ajustado en el tobillo con una cinta azul. Esta innovación de origen inglés simplifica y da mayor comodidad al traje infantil.

Pañuelos desechables

La primera referencia escrita al pañuelo la hizo el poeta romano Catulo en el siglo I de nuestra era. Se utilizaban para protegerse la cara del sol y secarse el sudor.

En el siglo XIII ya se les conocía como couvrechef en francés antiguo: couvre significa cubierta y chef, cabeza.

Cuando Catalina de Médici se casó con Enrique II, introdujo en Francia la moda de los pañuelos perfumados y con bordes de encaje, que se convirtieron en un accesorio popular, aunque se decía que Enrique los utilizaba para limpiarse los dientes.

Shakespeare incluso utilizó un pañuelo como catalizador en la tragedia de Otelo, cuando Yago le puso el pañuelo de Desdémona a Cassio, lo que provocó el asesinato de Desdémona a manos de Otelo por celos.

Una de las más famosas usuarias de pañuelos fue María Antonieta en el siglo XVIII, de quien se dice que arrancó trozos de su vestido y ropa interior en el viaje de Austria a Francia para secarse las lágrimas cuando la llevaban a casarse con Luis XVI. A su llegada a Francia se llevó pañuelos para tener siempre uno a mano para futuras lágrimas.

Pero esto es más leyenda que realidad. Sin embargo, decretó que los pañuelos fueran tan anchos como largos, lo que llevó a una estandarización de tamaño de diez por diez pulgadas, tamaño que se mantiene hoy.

Historia de las cosas

Los pañuelos se volvieron un símbolo de romance durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados europeos y estadunidenses los guardaban como muestras de afecto. Fueron igual de útiles en ambas guerras mundiales porque era común imprimir mapas en pañuelos de seda para los pilotos en caso de ser derribados.

Como puede imaginarse, utilizar un paño para limpiarse la nariz suponía propagar gérmenes con facilidad, por no hablar de tener que llevar un pañuelo lleno de mocos en el bolsillo o en el brasier.

Cuando Kimberly-Clark Corporation sacó al mercado los Kleenex en 1924 (nombre común usado para referirse al pañuelo en México: clínex), originalmente estaban pensados para usarse con crema fría para remover el maquillaje. No fue sino hasta dos años después que los clientes escribieron a la compañía para decir que usaban estos pañuelos faciales para sonarse la nariz más que para cualquier otra cosa.

Saludo y despedida

Hay una hipótesis sobre el origen de las fórmulas de saludo y despedida en las cartas que sugiere su popularización en Atenas después del año 425 a. C., cuando el político Cleón decidió incluir un saludo al inicio de un documento sobre la inesperada victoria ante los espartanos en la guerra del Peloponeso. Era un documento oficial, pero su tono festivo se consideró apropiado para el formato epistolar, quizá debido al deseo de que la victoria quedase en el recuerdo. En fechas anteriores —el caso de la carta griega más antigua existente, una inscripción ilegible del siglo V a. C. sobre una placa de plomo del mar Negro— no se incluía saludo alguno, como si el mensaje entregado por el veloz mensajero tras un viaje de varios días formara parte de una conversación abierta y en permanente desarrollo, como las que hoy mantenemos por correo electrónico. Una vez consolidadas las fórmulas de saludo y despedida apenas verían cambios en varios siglos (aunque no sería hasta el XVI cuando se dispondrían los distintos elementos de la carta como se sigue haciendo hoy, con espacio suficiente entre unos y otros; el papiro era un material demasiado caro como para desaprovechar espacio en blanco).

Historia de las cosas

El contenido de las cartas, escritas con tinta de carbón mediante cálamo, también resulta familiar. El remitente casi optimista, pregunta al destinatario por su salud y a continuación informa sobre la propia (que en casi todos los casos es buena). El especialista en historia antigua John Muir observa que cuando los latinos adoptaron esta práctica, más adelante, se hizo común que a veces se abreviaba como SVBEEQV: si valaes bene est, ego quidem valeo (“Si estás bien, estupendo. Yo estoy bien”).

Toilet

Nuestra mentalidad “jálale y olvídate” respecto al toilet es el derivado de un sistema venoso-arterial que despegó durante la revolución sanitaria  de los 1830 y 1840 en Inglaterra. Agua fresca entraba, desperdicios mezclados con agua sucia salían, viajando a lo largo de una red de tubos y alcantarillas a un cuerpo de agua, ubicado de preferencia más allá del horizonte. Ayudó a erradicar enfermedades infecciosas como el cólera y la fiebre tifoidea, y convirtió a las ciudades en sitios más placenteros para vivir. El esteta y ensayista John Ruskin dijo en elogio de las buenas alcantarillas que eran algo más ennoblecedor que “la más admirable Madonna jamás pintada”.

Tupperware

En 1956 curadores del Museo de Arte Moderno de Nueva York escogieron un número de envases de cocina Tupperware para una exhibición nacional de diseño excepcional en el siglo XX. El criterio de selección del MoMA se centraba en el mérito estético y no comercial de los objetos. Con su moldeo por inyección aerodinámico, el Tupperware encarnaba el producto estético de una forma funcional resuelta por la teconología. A partir de criterios vanguardistas, se juzgó que los artículos de Tupperware eran “despejados” y que “cuidadosamente tomaban en cuenta las formas… maravilloso que estén libres de la vulgaridad que caracteriza a la mayoría de los utensilios del hogar”. Este elogio culminaba una década de representación que puso al diseño del Tupperware al frente de una narrativa del vanguardismo estadunidense por el que los diseñadores industriales aprovecharon las tecnologías innovadoras del periodo de guerra para revitalizar la economía del consumo en la posguerra.

A principios de los 1940 se inventó el primer Tupperware. Era un recipiente de 200 gramos, de moldeo por inyección, blanco como la leche: un desafío para muchas de las limitaciones contemporáneas de los productos de plástico. Apodado el “vaso campana” por su forma cónica, se fabricó con una sustancia cuyo marca registrada era: “Poly-T: Material del Futuro”, una versión refinada del polietileno básico, un polímero sintético no tóxico, inodoro, flexible y liviano. El polietileno se usó en principio como aislante en contextos industriales y de aviación; se llevó rato explorarlo para producir mercancías domésticas. Aunque Tupper Plastics Incorporated utilizaba otros tipos de plástico, incluyendo el estireno y el acetato, el señor Earl Tupper optó por el desarrollo y el aumento del polietileno como un material desconocido. En su promoción del polietileno y al colocarse él mismo como el guardián de este nuevo material, con frecuencia utilizaba analogías con el periodo de guerra. “Con el fin de la guerra [el polietileno] fue otro joven veterano que tuvo que acelerar su paso de la niñez a pelear por un puesto”, expuso en 1949. “Había hecho muy bien su chamba pero como todos los jóvenes veteranos que regresan de las guerras nunca había tenido una experiencia civil como adulto”. En 1947, con la patente del “sellador Tupper” (una cubierta fijable y flexible hecha con molde por inyección), el potencial del polietileno llegó al máximo y transformó al Tupperware en un producto distinto: “… a prueba de gusanos e insectos… inderramable… el primero y único de este tipo de artículos que ha tenido alguna vez el ama de casa”.

 

Fuentes

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Marilyn Yalom: The Amorous Heart. An Unconventional History of Love. Basic Books, Nueva York, 2018.

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Nuestro México, mayo y junio de 1932. Revistas Literarias Mexicanas Modernas, FCE, 1981.

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Theresa Levitt: Elixir. A Story of Perfume, Science and the Secret of Life. Basic Editors, Londres, 2023.

The Oxford Companion to Sugar and Sweets. Edited by Darra Goldstein. Oxford University Press, 2015.

 

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