—¿Aquí en la Ribera? ¡Sí, aquí en la Santa María la Ribera mataron al taxista!
Son las nueve de la mañana y la esquina está atorada de godínez que van tarde al trabajo. En la salida de la parada del metrobús en Buenavista, se oyen los gritos de un hombre chaparro y macizo, vestido con una playera, pantalones de mezclilla y una gorra del Partido del Trabajo. Así siempre se viste Felipe. Un megáfono, descolorido y cascado por las décadas, amplifica su voz. Cuando alguien pasa frente a él, Felipe alza un ejemplar de La Prensa y le enseña al desconocido la foto de una cara sangrienta enmarcada por la ventana de un taxi.
—¿Periódico, güero? Para enterarte de los hechos.
En medio del bullicio, un niño gordito con una sonrisa cachetona se aferra a la mano de su mamá.
—¿A-quí en la li-ber-a? —susurra el niño.
Hace 36 horas, a las 10:00 de la noche del 17 de enero de 2024, dos motocicletas emboscaron al taxista. Los primeros cuatro de un total de ocho disparos quebraron el parabrisas y el silencio de la noche. Los paramédicos informaron a los medios que la víctima probablemente murió de inmediato; los asesinos huyeron antes de que alguien los viera. Según los reporteros que cubrieron el incidente, fue un asesinato de poca monta. Aun así, Felipe decidió pregonarlo, pues si bien la mala calidad de las fotos sugería que algún reportero las había encontrado en Facebook o WhatsApp, las imágenes mostraban el rostro de la víctima, y la gente siempre quiere ver la cara. El producto que Felipe vende no es en realidad el periódico, sino la posibilidad de reconocer a los muertos: “¡No mames, es el hijo del panadero!”.
—¿Periódico, jefe? —repite Felipe.
La cara del transeúnte se tuerce en una mueca, o tal vez una sonrisa, pero sigue caminando hacia el metrobús.
—¡Mira cómo lo balearon! —grita Felipe al acercarse a una pollería—. ¡Aquí compraba su pollo! ¡Vengan a comprarle un pollo fresco al de los ojos verdes!
El pollero sonríe y compra un ejemplar de La Prensa por 18 pesos:casi el doble de lo que cobran en los puestos, cosa que sus encargados resienten. Algunos, sin embargo, reconocen que ninguno de ellos ha aguantado más madrizas que Felipe, cuyo precio refleja el valor añadido del carisma, los huevos y el encanto anticuado de un oficio en extinción.
Según él mismo proclama, Felipe es el último gritón de Ciudad de México. Dudo que sea cierto, pero el hecho es que, tras dos años de búsqueda, no he encontrado a otro. En una época en la que la crisis económica de los medios de comunicación y el auge de internet amenazan con terminar con los periódicos impresos, es una certeza que los gritones como Felipe están por desaparecer. Lo que define al oficio de gritón no es sólo que quienes lo practican cuentan los detalles de la desgracia a través de un megáfono, sino que no están atados a una u otra esquina o colonia: van a donde sea que haya muertos en la calle. En la época dorada de los medios impresos era común encontrar a varios en el lugar de los hechos. Hoy Felipe es el único que se aparece.
Todos los días, Felipe despierta a las cinco y viaja en transporte público desde su casa en Chimalhuacán a un expendio en el Centro Histórico. Trabaja de manera compulsiva, en parte porque Felipe, como muchos padres de familia de cierta generación, tiende a postergar su regreso a casa, aunque no se da al alcohol ni a las mujeres, sino al cotorreo. Necesita conversación como otros necesitan un trago o una compañera. Al llegar al expendio, Felipe pasa media hora leyendo la nota roja para decidir qué artículo de qué periódico es más vendible. Cuando tiene dinero, se da el lujo de desayunar café y pan dulce en la calle, donde conversa con otros vendedores de periódicos y con reporteros de la fuente policiaca. Antes de salir a vender, Felipe necesita saber si la familia del occiso es oriunda de la zona donde va a pregonar, pues ya van varias veces que se mete en algún velorio sin querer y nunca le va bien. Además, los fotógrafos de la nota roja quieren saber qué noticia piensa gritar: compiten por su atención tanto como por la portada.

En el Kiosco Morisco de Santa María, la mayoría de la gente sonríe al ver a Felipe. Algunos carcajean cuando cuenta un chiste a través del megáfono; otros salen de sus casas corriendo para comprarle un periódico. Estos últimos representan parte importante de su clientela: amas de casa, jubilados y vecinos que escucharon los disparos pero no quisieron bajar a investigar.
—¿Oye, y a cuántos balazos lo mataron? —pregunta un hombre.
—¿Estuvo gacho? —pregunta otro, mientras contempla las heridas de bala en la cabeza del taxista. —¿Cómo se llamaba el muertito?
La información suele estar en las notas, pero los curiosos no están preguntando por un simple nombre. Sospechan que Felipe, al pasar todo el día en la calle, se entera de secretos. Un encuentro con él promete el deleite de chismear con quien tiene acceso a hechos que aún no han sido escritos. Tanto sus clientes como quienes lo desprecian suponen que existe un vínculo ambiguo entre Felipe y los crímenes que pregona. Lo imaginan, no sin razón, como editor y reportero. En el mundo de la nota roja, todo se parece a los intercambios entre Felipe y sus clientes: los titulares burlones imitan el ingenio del lenguaje popular o la revelación de un secreto íntimo; los reporteros más hábiles se hacen pasar por vecinos chismosos.
—¿De donde sacaste esas fotos? —le preguntó hace años un soldado jubilado a Felipe.
El hijo del viejo militar había matado a su esposa. Para evitar un escándalo, el soldado pactó con la policía para que no filtraran fotos del crimen. La prensa, sin embargo, publicó las imágenes. Como resultado, Felipe cargaba con casi cien fotos de portada del cadáver cuando se topó con el padre del asesino. El soldado amenazó con matarlo si no le entregaba los ejemplares o se rehusaba a decirle quién filtró las fotos. Felipe explicó que él sólo era el mensajero. El viejo se llevó los periódicos, pero dejó que Felipe volviera a casa. Podría haber sido mucho peor: Felipe ha sido atracado, correteado a palazos y apedreado. Muchos de sus amigos reporteros han recibido llamadas en las que pide su ayuda para salir de la cárcel, porque cada rato la policía lo detiene, sobre todo cuando pregona casos donde existen vínculos entre los oficiales y algún mafioso muerto.
La sospecha de que Felipe participa en puntos del ciclo de la información que en realidad le son ajenos resulta reveladora. La pregunta respecto al origen de las fotos presume que Felipe participa directamente en la economía de filtraciones que liga al Ministerio Público, la prensa y los involucrados en los hechos. Si Felipe vendiera un reportaje político en lugar de noticias de nota roja, suponer tal vínculo sería ridículo. A mí me parece igual de incongruente suponer que Felipe tiene palanca con el MP. Pero al soldado no. ¿Por qué? Porque, en su interacción con el soldado, Felipe fungía como una metáfora de todo un circuito de rumores. La nota roja se presta a ese tipo de figuración. Los albures y la jerga callejera de los titulares imitan al lenguaje popular de un chisme compartido entre vecinos. Las pláticas entre Felipe y sus clientes son microcosmos de la relación social que anima a la nota roja; una relación que no distingue entre lo público y lo privado, no sólo porque traspasa la privacidad de víctimas y victimarios, sino también porque su manera de diseminar información produce un vínculo público entre el lector de noticias y el resto de la sociedad a través del simulacro de una relación íntima: el chisme oral.

De allí que el soldado haya encontrado, en su sospecha de que Felipe había sido cómplice en la publicación del asesinato de su nuera, la verosimilitud de las metáforas. El chisme, por ejemplo, no es un circuito eléctrico. Pero la semejanza abstracta entre lo eléctrico y lo lingüístico, aunado a que es probable que el lector haya encontrado la misma metáfora en otro contexto, dota de verosimilitud a la figura. Así con la identificación de Felipe con la nota roja, ese circuito fantasmal que mueve imágenes de muerte a través del éter de la ciudad. Tanto el encanto anticuado de Felipe, como el deseo de matarlo que sintió el soldado, dependen de esta verosimilitud metafórica. Mi amigo Valente Rosas, fotógrafo veterano de El Gráfico, suele decir que “cuando la gente como Felipe deje de vender en la calle, se acabó esto [de la nota roja]”. Su profecía no se refiere a una cuestión de ventas, sino a la metáfora que condensa, en la figura de Felipe, toda una relación social.
Las metáforas nos permiten contemplar el mundo desde perspectivas novedosas. A partir de una semejanza al nivel del lenguaje, conectan esferas discursivas distantes y nos dejan pensar sobre temas familiares en términos extraños: la muerte en términos del sueño, el rumor en términos de circuitos eléctricos, el intercambio íntimo de secretos en términos de un escándalo público. Nos abren la puerta a la complejidad cognitiva, pero también nos ayudan a no pensar; a desplazar —para usar los términos de Freud— un signo traumático o inconveniente a otras esferas lingüísticas. Estas dos funciones de la metáfora resultan difíciles de desentrañar en general, pero especialmente en la figura que hace de Felipe una sinécdoque de la nota roja.
Quiero escribir sobre Felipe porque creo que hacerlo podría ayudarnos a hacer realidad la esperanza implícita en todas las metáforas y en la suya en particular: la posibilidad de pensar de forma múltiple, de contemplar la vida de esta ciudad desde una perspectiva novedosa. Para lograrlo, tendremos que reflexionar no sólo sobre Felipe el Hombre, sino también sobre Felipe el Gritón: la figura que circula en público y deviene en metáfora de la vida colectiva. Y es que las figuras públicas y las figuras retóricas tienen algo en común: no son objetos naturales, sino composiciones que construimos. Así, también tendremos que reflexionar sobre la composición de un personaje en circulación pública; sobre qué significa que una persona esté dispuesta a convertirse en personaje.
Cuando le pregunté a Felipe por qué quería que escribiera sobre él, su primera respuesta fue que mi artículo educaría al público sobre “la importancia social de la noticia en México”. Después, sin embargo, empezó a contarme de cómo se había puesto a “escribir toda [su] rutina matutina en [su] bitácora”, imitando el método de Oscar Lewis en Los hijos de Sánchez. Las bitácoras de este Montaigne callejero están llenas de meditaciones sobre la “esencia del talento”, la naturaleza del morbo y la belleza de la vida, pero más que nada sobre sí mismo. Felipe pertenece a lo que Janet Malcom, la psicoanalista amateur de The New Yorker, llamaba “la raza maravillosa de autoficcionalizadores” que hacen consigo mismos el trabajo del novelista que inventa seres imaginarios.
Una vez, mientras comíamos en el mercado de San Cosme, Felipe me dijo que admiraba que un gringo como yo hubiera adoptado tantas costumbres chilangas. Respondí preguntándole si él también había vivido alguna vez un cambio de contexto que lo forzara a aprender una nueva manera de existir. Chasqueó la lengua y dijo:
—¡Pues claro, pinche Marcus! Cuando me tuve que acostumbrar a ser pobre.
Felipe disfruta de su trabajo, sobre todo de sus encuentros con desconocidos, pero la verdad es que vende periódicos para no morirse de hambre. No siempre fue así. En los años ochenta, Felipe viajaba por toda la república vendiendo ropa de calidad. Era buen vendedor: a su familia nunca le faltaba nada; tenía dinero para invitar la comida, viajar y con el tiempo comprar su casa en Chimalhuacán. Después de las devaluaciones de finales de los ochenta, Felipe ya no ganaba lo suficiente. Sabía por sus tíos, gritones aguerridos, que las ganancias de la venta de periódicos son rápidas, pero también que nunca alcanzarían para volver a armar su negocio de ropa. Felipe tardó décadas en aceptar que, por el resto de su vida, correría el riesgo de no tener para sus gastos. La revelación tuvo el impacto de un desplazamiento físico, como si de pronto se encontrara en una ciudad desconocida, donde tendría que aprender nuevas costumbres.
Felipe piensa que su resignación lo distingue. Vive rodeado de gente que piensa que puede librarse de la arbitrariedad inhumana de la historia a fuerza de trabajo, que gastan lo poco que tienen para no parecer tan jodidos, que se internan en el laberinto de la economía de la violencia con la esperanza de salvarse. Se siente poseedor de una verdad secreta que los demás no pueden o no soportan ver. En realidad todos en la situación de Felipe saben de alguna manera que están jodidos. El de Felipe es un secreto a voces, un chisme, un rumor que depende tanto de su aura de silencio cómplice como de su revelación por parte de gritones.
En muchas de sus historias, Felipe aparece en la calle aconsejando a interlocutores jóvenes que deben encontrar su talento, buscar una vocación en vez de una chamba. Al narrar sus anécdotas, Felipe usa las mismas frases elevadas que en sus bitácoras: los jóvenes tienen que encontrar espacio para “la naturaleza impredecible del ser humano”, entender que “todo tipo de expresión humana va a ser arte”. La moraleja de estos relatos suele ser la importancia de reconciliarse con la fatalidad. La tendencia autonarrativa de Felipe surge, precisamente, de esta colisión entre el individuo y la historia. En ellas empezamos a ver los contornos de un Yo que excede al contexto inmediato de la interacción entre Felipe y quien lo escucha. Es aquí que emerge el personaje del revelador de secretos: el Gritón.
La primera vez que conversamos, Felipe se proclamó lector de Marx, Comte y Gramsci, autores que claramente aún conservan para mi nuevo amigo el misterio que lo cautivó hace décadas, cuando estudiaba en la UAM la carrera de administración que dejó trunca. Esa noche, estábamos sentados en el bar del Hotel Oxford, en la Tabacalera, celebrando el fin del rodaje de un filme de cinema verité en el que interpretaba el papel protagónico: Felipe el Gritón. Desde el primer momento me quedó claro que Felipe significaba muchas cosas para muchas personas. Para fotógrafos, escritores y directores de cine, es una metáfora de una forma de conocer la ciudad, de ser curioso, de circular. Piensan que, al retratarlo, capturan algo más profundo que su cara de máscara seria y su gorra del PT. Así Felipe marcha por los cerros, vecindades, carretes de película fotográfica y páginas impresas de esta maldita ciudad.
—Soy un intelectual orgánico como los de Gramsci —dijo Felipe, transformado, mediante un guiño, la frase en un conocimiento esotérico que sólo él y yo compartíamos. —Un intelectual conoce sus circunstancias, entiende su clase y su posición en el mundo. Muchos piensan que soy ignorante porque trabajo en la calle. Pero los ignorantes son ellos. Hay gente que pasa toda su vida intentando subir de rango. Quieren ser algo que no son. Yo sé lo que soy.
Felipe se dio cuenta de que teníamos algo en común: los dos éramos intelectuales. No exactamente en el sentido de Gramsci —Felipe no se interesaba por la revolución—, pero sí en tanto que le era posible reconocerse en el afán con el que yo había leído los Cuadernos de la cárcel a mis 20 años, enojado, un poco sentimental y anhelando pensar más allá de las apariencias. Fue entonces que se le ocurrió proponerme que escribiera sobre él: al hacerlo, gozaríamos del placer de desenmascarar al mundo. Felipe pudo venderme la idea como si fuera un periódico porque intuyó una de las motivaciones más potentes —y ambivalentes— que animan a los intelectuales. El gesto de desenmascarar, la dramaturgia de exponer verdades ocultas dota, a la curiosidad intelectual de una atracción obsesiva, erótica, pero a veces también llena de resentimiento, que el filósofo y antropólogo Paul Ricoeur asociaba con la “sospecha” y la crítica literaria Edge Sedgwick con la “paranoia”, pero que bien podría resumirse con la palabra morbo: ese collage semántico de curiosidad, deseo, perversidad, muerte y schadenfreude.
—¿No se te hizo raro desempeñar el rol de ti mismo en la película? — le pregunté a Felipe.
En respuesta, me contó cómo el equipo filmó un asesinato ficticio en la colonia Buenos Aires y contrató a reporteros reales de nota roja para “cubrir” el asunto. Después imprimieron periódicos hechizos y grabaron a Felipe cotorreando con vecinos perplejos. —Hice lo que hago todos los días, no hubo ninguna diferencia —dijo. —Todos los crímenes son ficciones.
Felipe bien podría haber gritado algo parecido antes de revelarle a un cliente el nombre de la víctima. La frase sugiere que su audiencia son todos y nadie, como sucede con la poesía o la publicidad. Lo que uno dice a un reportero-antropólogo, después de todo, a veces se parece más a un soneto o al eslogan de un anuncio que al lenguaje cotidiano. La antropología depende de discursos que explican lo que por lo general queda implícito; un discurso compuesto de enunciados tales como todos los crímenes son ficciones, que a su manera también participan de la sospecha morbosa de Ricoeur. Lo que Felipe pretendía desenmascarar, creo, es que no importa si la gente le compra cacahuates o muertos; que muertos y cacahuates son equivalentes, en tanto que es posible venderlos; que, por lo tanto, dado que también es posible vender lo que se dice sobre un crimen, tal vez no exista una distinción entre los hechos y cómo se representa. El resultado, claro, es que la relación entre la verdad íntima de Felipe (la persona) y lo que se dice sobre él (el personaje) también es inestable.
Dudo que mi amigo quiera elaborar sobre esta teoría, o más bien esta provocación, en la que habla no desde un Yo convencional, sino desde una perspectiva que no es ni “interna” ni “externa” al hablante. Más bien, es una perspectiva “en circulación”. Sostener esta perspectiva en una conversación normal no resulta sencillo, pues la mayoría está acostumbrada a ver el mundo desde el punto de vista de un Yo estable. La perspectiva circulatoria sólo florece en contextos excepcionales, tales como una conversación con un antropólogo-reportero —quien funge como conducto a una audiencia indeterminada— sobre lo que significa ser tan parecido a un personaje de película que para interpretarlo basta con hacer lo que uno hace en su vida cotidiana.
Todos narramos nuestras experiencias. Al hacerlo, las dotamos de cierta coherencia que informa a nuestras experiencias subsecuentes, proceso que termina por producir la estructura lingüística que solemos llamar el Yo. El proceso lingüístico al que estoy sometiendo a Felipe, sin embargo, no es cualquier narrativa del Yo. No es, por ejemplo, una conversación privada, una sesión psicoanalítica o un fragmento de los discursos difusos que emergen en los momentos reflexivos de la vida de una persona, pues es una narrativa pública. Contarle de uno mismo a un antropólogo que piensa escribir al respecto para una revista es muy distinto que decirle las mismas cosas a un terapeuta, un sacerdote o un amigo, incluso si las palabras son las mismas. Quienes saben contar versiones públicas de sus historias entienden que el contexto que quien escucha necesita para entender el relato difiere dependiendo de la naturaleza de la audiencia, que distintas escuchas exigen un lenguaje distinto.
Cuando el lenguaje es “portátil”, porque su significado sobrevive si lo sacamos de su contexto original, estamos frente a un “texto”. Los textos, que no tienen porqué ser escritos, son discursos diseñados para viajar más allá de las interacciones cara a cara, lo que requiere que estén inscritos en un medio, como la memoria o el papel, que sirva como vehículo para su movimiento. Solemos enfocarnos en el medio de un texto como garantía física de su durabilidad, pero lo que más importa para el movimiento del lenguaje son las reglas compartidas que permiten preservar un significado. Incluso si fueron grabados en mármol, los signos olvidados de una lengua muerta que nadie reconoce no constituyen un texto, pues para serlo necesitaría de una comunidad capaz de entender no sólo el idioma que los signos representan, sino también la maquinaria social que lo sustenta.
La esencia de los textos no radica en el papel o la tinta, sino en la naturaleza de la audiencia a la que se dirigen y las normas sociales que permiten su circulación: lo que los antropólogos designamos como “género”. El género nos indica si un texto es una canción romántica, una nota periodística, un mito, un chiste o la transcripción de una entrevista: estabiliza el discurso en su movimiento. Sin esta estabilidad, el lenguaje arriesga perder su sentido entre una infinidad de posibles significados. Trasladar Don Quijote a un contexto en el que los criterios genéricos que distinguen a la novela de la alegoría religiosa implicaría convertirlo en otro texto. De allí que asociemos tales movimientos tanto con la creatividad artística (pensemos en Borges y Pierre Menard) como con la destrucción apocalíptica (pensemos en Diego de Landa y la quema de libros herejes que en su contexto original eran códices sagrados).
Cuando alguien le cuenta su vida a un periodista, el género del texto requiere que imagine una conversación con entidades abstractas, tales como “los lectores,” “la nación” o “el registro científico”. Estas entidades, sin embargo, son siempre inestables e indeterminadas. “Quien lee este ensayo”, por ejemplo, no es una persona concreta. Los lectores de nexos tienden a ser de cierta clase social y contar con cierto nivel de formación académica; la inteligibilidad de mi texto se fundamenta en estas características. Pero las características del lector medio de esta revista no limitan el alcance de las palabras que aquí se publican. La mayoría de los géneros modernos, desde novelas como Don Quijote hasta un post en Facebook, comparten una apertura a ser recibidos por quien sea. Los teóricos de este fenómeno denominan “público” a la audiencia imaginaria que esta apertura supone. Algunos, como Habermas, ven un potencial radical en la idea de un discurso dirigido a quien sea. Los enunciados dirigidos al públicose comprometen a circular de forma indefinida por el espacio-tiempo social, a ser recibidos por extraños que no comparten los criterios éticos o lingüísticos de sus autores. Los textos públicos, en otras palabras, aspiran a un movimiento que amenaza con destruir sus propias condiciones de inteligibilidad.
Aunque los textos existen para moverse entre contextos, no todos pretenden hacerlo a la manera de los textos públicos, que se caracterizan por una sensibilidad distintivamente moderna. En la Edad Media, por ejemplo, la Sagrada Escritura pertenecía a un género que pretendía circular exclusivamente entre la autoridad eclesiástica, cuyos expertos la transmitirían a una audiencia analfabeta. En contraste, los perfiles periodísticos aspiran a circular entre una audiencia cuya relación con la autoridad es idealmente indefinida. Esta aspiración, apunta Habermas, presupone toda una cosmovisión: una concepción liberal de las relaciones entre subjetividad, tradición y pensamiento. Una cosmovisión determinada, pero que aspira a lo indeterminado: a que sus enunciados lleguen a contextos más allá de las experiencias en común de las que depende su significado. “En este lenguaje puro”, escribe Walter Benjamin sobre el destino hipotético de los textos públicos, “toda comunicación, todo significado, toda intención llega a un estrato en el que están destinados a extinguirse”.
Los pensadores modernos (y por lo tanto públicos) tienden a reaccionar de dos modos al circuito excéntrico de lo público. Por un lado están los estudiosos de la lógica, los filósofos liberales y los científicos cognitivos, quienes buscan inventar un lenguaje universal que permita al significado existir sin contexto; por otro, los filólogos nacionalistas, los propagandistas fascistas y los místicos románticos, quienes excavan la historia natural en búsqueda de las raíces autoritarias de las lenguas nacionales. Ambas posturas son defensivas: buscan preservar el significado ante la arbitrariedad que emerge del movimiento entre contextos. Las utopías lingüísticas modernas son proyectos quijotescos: buscan o bien el movimiento infinito del significado más allá del contexto (la universalidad), o bien fundar un contexto particular (la nación) sobre bases absolutas (la Naturaleza, la Historia, la Raza). Para entender a lo público, debemos recordar que la suya es una circulación entre lo conocido y lo ajeno: vacila entre la apertura radical y los mecanismos de defensa.

Estas consideraciones arrojan luz sobre la metáfora de Felipe el Gritón, cuya amplitud y contundencia tienen que ver con su interacción con las fantasías lingüísticas de lo público. Que la figura de Felipe esté marcada por la oralidad resulta revelador, pues el habla normalmente es considerada opuesta al texto. La preocupación que la oralidad provoca en los pensadores modernos, sin embargo, condensa los enigmas de la textualidad pública. Para ilustrar, consideremos esta pregunta: ¿quién es el autor de una tradición oral de poesía? Las respuestas de la estirpe de místicos y filólogos nacionalistas suelen aludir a fuerzas absolutas y particulares: el espíritu de la raza o la nación, pero preguntarse sobre el autor de un texto sólo tiene sentido en una tradición literaria pública en la que la falta de otros esquemas de contextualización crea la necesidad de inventar un signo (el autor) mediante el que se pueda asignar una intención, un contexto y un origen al texto.
Los gritos de Felipe, al ejemplificar el “lenguaje popular” y al participar en una cadena de transmisión oral que extiende por toda la ciudad, conforman una poderosa imagen lingüística, sobre todo en México, donde figuras como Samuel Ramos y Octavio Paz han construido cosmovisiones enteras sobre la interpretación de frases populares y donde generaciones de novelistas, desde Juan Rulfo hasta Fernanda Melchor, han buscado en la oralidad popular una fuente de creatividad literaria. En esta red de semejanzas, los directores de cine, escritores y periodistas miran a Felipe el Gritón y piensan: ¿que hay más allá de nuestro lenguaje?

Si se valen de Felipe para responder de manera metafórica, es porque sus textos aspiran a ser públicos: participan en la tradición periodística-documental de crear personajes de no ficción, que no son otra cosa que versiones de nuestro discurso íntimo puestos en circulación pública. Para ser inteligibles en múltiples contextos, estos personajes tienen que ser explícitos, incluso estereotipados. En el camino, quedan expuestos a la apertura inquietante de la vida pública, a la desfiguración y la arbitrariedad, dos posibilidades siempre presentes en las fantasías lingüísticas modernas. Querer convertirse en un personaje es por lo mismo curioso: es querer ponerse y quitarse una máscara a la vez.
En El periodista y el asesino, Janet Malcom postula una teoría de las motivaciones que llevan a alguien a aceptar convertirse en un personaje de no ficción. Las personas “normales,” dice Malcom, suelen ser malos personajes. Cuando la mayoría de la gente habla de su Yo, sus narrativas suelen ser difusas y contradictorias. Así suelen ser nuestros pensamientos, aunque no nos damos cuenta porque no estamos acostumbrados a transcribir el torbellino de nuestro lenguaje cotidiano para beneficio de dirigirnos a las entidades abstractas de lo público. Pero como puede confirmar cualquier transcriptor de entrevistas, el lenguaje cotidiano resulta extraño cuando se convierte en texto, sobre todo cuando deja su contexto original y entra en circulación sin alteraciones. Malcom apunta que también resulta inquietante cuando alguien se dirige a estas entidades abstractas en la cotidianidad: es como conversar con alguien que, al responder a tus preguntas, se dirige a Dios. Por eso, según Malcom, las personalidades que más fácilmente se convierten en personajes suelen ser neuróticas: su forma de hablar no cuadra con el uso “normal” del lenguaje.
No estoy totalmente de acuerdo. Si el lenguaje cotidiano es tan extraño, la manera “realista” de registrarlo se parece más a los monólogos oníricos de un personaje de Beckett que a las interioridades coherentes de Balzac. Tal vez sea cierto que sólo los neuróticos sean capaces de traducirse a sí mismos al lenguaje genérico de la no ficción convencional. Pero si cultivamos una sensibilidad más beckettiana, veremos que querer devenir personaje no tiene por qué ser patológico. No me interesa la pregunta de si Felipe está loco (no lo está), sino explorar las relaciones entre lo público y lo cotidiano que su metáfora condensa. Con todo, tres observaciones de Malcom resultan útiles para mi propósito: que resulta útil escribir sobre la vida y el lenguaje públicos en términos psicológicos, como un asunto de deseo y mecanismos de defensa; que existe una diferencia entre el lenguaje cotidiano y el público, sobre todo en el contexto de discursos íntimos sobre el Yo; y que el tránsito sin mediación entre lo cotidiano y lo público suele acarrear consecuencias psicológicas extremas.
Uno de los temas centrales de El periodista y el asesino es el conflicto, según Malcom inevitable, entre el escritor de no ficción y las personas que convierte en personajes. Muchos sujetos de libros de no ficción se sienten traicionados al leer el relato y no reconocerse en sus personajes (el libro de Malcom es la crónica de la demanda por difamación que un asesino interpuso contra del periodista que lo retrató). Estos conflictos se deben en parte a la demanda comercial por personajes “digeribles”. Pero otra parte tiene que ver con la diferencia entre el lenguaje público y el cotidiano. Muchos fantaseamos con ser “reconocidos” en un libro o una película. Pero nuestra concepción de quienes somos ha sido forjada entre amigos y familiares, y el público no es ni amistoso ni familiar. Es verdad que nuestra concepción de nosotros mismos también se vale de los mismos estereotipos genéricos que aparecen en los textos públicos a los que estamos expuestos. Pero ver esa formación de la identidad representada en público tiende a producir sentimientos de enajenación, casi nunca de reconocimiento.
La economía psicológica del personaje público, sin embargo, esconde otras posibilidades para quienes experimentan lo cotidiano como una opresión y por ello buscan desenmascararlo. Sedgwick decía que los intelectuales animados por la “sospecha” de Ricoeur son quienes tienen más fe en el valor de las revelaciones de lo público. La intelectualidad sospechosa que Felipe y yo compartimos es una forma de desear la vida pública. Aunque no comparta el sentimiento de traición que experimenta la gente “normal” cuando se descubre publicada, enfrenta sus propios peligros. Tal vez exista un punto de convergencia entre el neurótico que busca eliminar la diferencia entre lo público y lo cotidiano y el intelectual que aspira a revelar la mentira de las apariencias cotidianas. Esta aspiración también es una fantasía lingüística de lo público, cuyos rastros son visibles en todas las sociedades modernas, incluso si los filósofos los ignoran. Pero las manifestaciones puras de estas fantasías escasean, pues implican una visión extrema —y utópica— del mundo, en la que personaje y persona logran ser idénticos, lo que supone un universo sin interioridades o cotidianidad que para la mayoría encuentra difícil de habitar.
La semilla de muchas formas de desear una vida pública es sentirse confinado por la cotidianidad. Aunque muchos pensadores apelan a estados psicológicos extremos para dramatizar las implicaciones de este deseo, el rechazo a lo ordinario es una condición generalizada. En lugares como la Ciudad de México de nuestros días, al cabo, lo cotidiano ha sido transformado por la pobreza, la violencia y la migración. Para personas como Felipe (la gran mayoría de los capitalinos), cada año de las últimas tres décadas ha traído mayores dificultades para cumplir con las obligaciones cotidianas: sostener a una familia, participar en una comunidad o incluso salir a la calle sin preocuparse por la seguridad. En consecuencia, dichas obligaciones se antojan menos un consuelo que una prisión. En las redes sociales —estos circuitos desquiciados de la oralidad— un número cada vez mayor de quienes habitan esta cárcel habla al aire como Felipe. En sus discursos, como en los gritos del Gritón, resulta difícil distinguir entre lo vendible y lo violento, la persona y el personaje, lo desplazado y lo inspirado.
Una mañana reseca de invierno, Felipe y yo nos sentamos frente al expendio de periódicos, en los bancos de un puesto de comida corrida. Nos acompañaban Juana y Yolanda, dueñas de puestos de periódicos en Tlalpan y Coyoacán. Felipe comía unos tacos dorados mientras Juana lo miraba escéptica.
—¿Toda esa gente quiere escribir sobre ti? —le preguntó.
—Explícales la película, Marcus —respondió Felipe, sin levantar la vista de sus tacos.
Mientras yo empezaba a describir la película, Felipe buscaba en su celular un perfil suyo que apareció en Pie de Página el año pasado. En tanto que yo me perdía en un monólogo sobre el cinema verité y las doñas planeaban su huida, Felipe me interrumpió y les pasó su celular. La pantalla mostraba al Gritón bañado en luz plateada contra un fondo negro.
—Felipe López grita duro y camina rápido —leyó en voz alta Juanita. —Carga encima de su espalda treinta y tres años de vender periódicos de nota roja. —Juanita soltó un bufido de fastidio. —¿Grita duro? ¿No debería ser fuerte? —La doña me miró con ojos traviesos. —¿Así que tú también vas a escribir sobre este mercenario del dolor?
—Hoy vino a aprender sobre mi trabajo —dijo Felipe con orgullo.
—¡Pos enséñale algo!
—¡Allí sentaban en el puesto de la esquina! ¡Mira cómo los agarraron en el desayuno! —gritó Felipe, sonriendo para animarme.
—¡Pero ya se habían muerto por el vicio, por comer demasiado pan dulce! —grité, mirándolo con torpeza.
—¡Allí quedaron muertos por la delicia! —gritó Juanita.
—¿Por qué no estás grabando? —me regañó Felipe entre carcajadas.
Marcus McGee
Candidato al doctorado en Antropología por la Universidad de Chicago