El enemigo de la política contemporánea no es la polarización, dice Agnes Callard en su libro sobre Sócrates y su argumento por una vida filosófica. La configuración de extremos que plantean con intensidad posturas opuestas puede ser estímulo de un debate razonado y muy fructífero. Cuando uno escucha en una cena un debate en el que unos celebran la película de estreno como una pieza maestra mientras otros la aborrecen como una estafa y una basura insoportable, quien no la ha visto siente el impulso de irla a ver cuanto antes. No sucede lo mismo cuando uno se entera de que una película “no está mal”, que está bien para pasar el rato, que es entretenida. En el debate polarizado los extremos pueden plantear buenas razones para sostener su posición y uno siente la necesidad de encontrar su propia opinión. Las posiciones de ambos son inteligentes, aunque ninguno haga la mínima concesión al otro lado. Para el entusiasta, todo en la cinta es brillante: el guion, las actuaciones, el ritmo. Hasta lo que el otro considera ridículo es parte de la genialidad y la osadía de la dirección. Para quien aborrece la película no se salva ni la letra de los créditos. Ésta sería una discusión entre extremos que podría ser perfectamente civilizada, racional, tolerante. Y después de hablar de la película, los polos podrían descubrir sin mayor problema coincidencias no cinematográficas.

El peligro de nuestro tiempo no es la marcha a los extremos, sino el sofocamiento del diálogo, sostiene Callard. Se trata, a su juicio, de fenómenos distintos. Una cosa es la polarización, otra distinta la politización. Lo que a ella le inquieta es que bajo la máscara del debate público se esconde una guerra. Se habla para aniquilar al otro. Se convierte la voz del interlocutor en material para la burla. El enemigo es la anulación del intercambio libre, honesto y razonado. A este ánimo belicoso que nos ciega Callard lo llama “politización” y el remedio es el diálogo auténtico. La conversación de Sócrates es para ella la alternativa a la estéril beligerancia de nuestros días. Despolitizar la política para organizar un debate sin agresión y sin insulto sobre los asuntos comunes.
La aspiración de Callard puede ser tan ilusa como la de Michael Oakeshott, quien retrató la política como una amistosa conversación, pero algo detecta su denuncia: la politización de todo nos sitúa en una competencia empobrecedora. En busca de una victoria sacrificamos a la razón. No importa el argumento, la prueba, la consecuencia. Se trata de ganar. La politización nos pertrecha: nos llama a buscar armas y a fortificarnos, nos exige ver al otro como enemigo, premia el autoengaño, celebra la trampa. Politizar es renunciar a la escucha. Cuando una conversación se politiza, sugiere Callard, se clausura la posibilidad del entendimiento. Los argumentos se convierten en simulaciones: se exponen ideas pero en realidad son golpes, se ofrecen datos pero son zancadillas. En términos personales, lo que se pierde con este modo bélico de argumentar es algo mucho peor: el placer de ser refutado.
Soy de aquellas personas que encuentra placer en ser refutado, dice Sócrates en alguno de sus diálogos. No me importa si alguien se coloca medallita de triunfo al mostrar que estoy equivocado. Al platicar no entro en competencia porque sé que la confrontación abre caminos al pensamiento. ¿Por qué pensar que he sido derrotado si alguien muestra mi error? Lo único que puedo sentir cuando se me rectifica es gratitud. El diálogo democrático que Callard defiende es aquel donde los participantes buscan persuadir estando dispuestos, al mismo tiempo, a ser persuadidos.
Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Su más reciente libro es La casa de la contradicción.