A diferencia de innumerables caudillos, prohombres, dictadores y redentores de diversa índole, Mario Vargas Llosa no quería ser estatua. Tampoco, acaso, deseaba ser objeto de complicadísimas elegías porque para él un escritor vive o muere en sus obras y nada más. Lo que define el triunfo de la literatura sobre la realidad es su capacidad para construir un mundo de mentiras que podamos habitar.

Me interesa, sin embargo, llamar la atención hacia la ejemplaridad de Vargas Llosa. Su entusiasmo por el libre mercado es notable e inusual, pero no es ejemplar. Lo que es realmente un modelo es su compromiso indeclinable con la tradición política del liberalismo en dos aspectos fundamentales: su crítica acerba a los populismos y su aversión al nacionalismo, ese empequeñecimiento de la nacionalidad. Lo primero es una consecuencia lógica del rechazo a las dictaduras fueran éstas de izquierda o de derecha y de su compromiso con la democracia. Lo segundo es muestra de un compromiso del liberalismo con el universalismo y con una mirada abierta al mundo.
Ningún populista puede decirse heredero del escritor. Cuando Donald Trump fue elegido presidente por primera vez, el escritor atribuyó su triunfo a los cambios en el mundo. La globalización y la gran revolución tecnológica cimbraron desde sus cimientos “a las antiguas naciones, como Gran Bretaña y Estados Unidos, que se creían inamovibles en su poderío y riqueza, y que ha abierto a otras sociedades —más audaces y más a la vanguardia de la modernidad— la posibilidad de crecer a pasos de gigante y de alcanzar y superar a las grandes potencias de antaño”.1 Ese fenómeno era muestra de una crisis de cobardía e inseguridad: “El Occidente de la Revolución Industrial, de los grandes descubrimientos científicos, de los derechos humanos, de la libertad de prensa, de la sociedad abierta, de las elecciones libres, que en el pasado fue el pionero del mundo, ahora se va rezagando. No porque esté menos preparado que otros para enfrentar el futuro —todo lo contrario—, sino por su propia complacencia y cobardía, por el temor que siente al descubrir que las prerrogativas que antes creía exclusivamente suyas, un privilegio hereditario, ahora están al alcance de cualquier país, por pequeño que sea, que sepa aprovechar las extraordinarias oportunidades que la globalización y las hazañas tecnológicas han puesto por primera vez al alcance de todas las naciones”.
El asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 por los simpatizantes del candidato derrotado probó que ninguna democracia, por vieja y establecida que fuera, era inmune al efecto corrosivo del populismo.2 Trump “fue una verdadera catástrofe para Estados Unidos. Rebajó a este país a la condición de una nación tercermundista por la cantidad de mentiras que propaló desde la Casa Blanca, la inestabilidad institucional que propició y que no había conocido en toda su historia”. Con todo, como buen liberal, Vargas Llosa abrazaba entonces un optimismo difícil de sostener cuatro años después. Confiaba que Estados Unidos volvería “a ser lo que fue hasta el año 2016: el líder de los países libres, que salvó al mundo entero de caer en brazos de Hitler y luego de Stalin, y que, aunque haya cometido desafueros y abusos en su historia, en América Latina sobre todo, está siempre allí, como una esperanza para aquellos —y son muchos millones— que en el mundo de hoy siguen soñando con la libertad… Tal como han ocurrido las cosas, hay sitio todavía para la esperanza”.
La otra lección ejemplar de Mario Vargas Llosa es su hostilidad cerval al nacionalismo. El triunfo del populismo es también, no hay que olvidarlo, a menudo la victoria del nacionalismo. Y ese triunfo es “un síntoma inequívoco de decadencia, esa muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos, renuncian a la racionalidad y empiezan a creer en brujerías, como la más cruel y estúpida de todas, el nacionalismo. Fuente de las peores desgracias que ha experimentado el Occidente a lo largo de la historia, ahora resucita y parece esgrimir como los chamanes primitivos la danza frenética o el bebedizo vomitivo con los que quieren derrotar a la adversidad de la plaga, la sequía, el terremoto, la miseria”. Hay en el escritor una convicción irrenunciable sobre el imperativo de la racionalidad y una advertencia a los liberales tentados a competir con el populismo desde la tribuna del sentimiento. Tal vez la esperanza de Mario Vargas Llosa haya sido ingenua. Sin embargo, es su mejor legado a un mundo que se dirige hacia la utopía arcaica.
José Antonio Aguilar Rivera
Profesor investigador en la División de Estudios Políticos del CIDE
1 Vargas Llosa, M. “La decadencia de Occidente”, El País, 20 de noviembre de 2016.
2 Vargas Llosa, M. “El asalto al capitolio”, El País, 16 de enero 2021.