México, como muchos países, vive una crisis de cuidados: cada vez somos más quienes requerimos cuidados y menos las personas disponibles en el hogar para prestarlos. Algunas crisis —como las económicas o sanitarias— suelen resultar en acciones contundentes desde los gobiernos para aminorar sus efectos y tratar de revertir las condiciones que las generaron. Otras —como la crisis climática— permanecen en el trasfondo de la discusión pública, con efectos evidentes, pero sin una respuesta a la altura de la urgencia. La crisis de cuidados en México es de este segundo tipo: el tema tiene un lugar central en la agenda pública pero, pese a promesas en las campañas, las respuestas de los gobiernos han sido parciales e insuficientes.
El problema es que no atender la crisis de cuidados agrava las desigualdades. En primer lugar, reproduce la desigualdad de género, pues la mayor parte de los hogares asigna a las mujeres el trabajo de cuidar. Según la Encuesta Nacional para el Sistema de Cuidados de INEGI (ENASIC, 2022), de las personas mayores de 15 años que cuidan a alguien en un hogar, 75.1 % son mujeres. Las madres dejan de trabajar, aceptan trabajos precarios o reducen su horario laboral para poder recoger a los niños de la escuela; las hermanas mayores abandonan la preparatoria para cuidar a sus hermanos; o las trabajadoras del hogar, por un salario insuficiente y en condiciones precarias, asumen también funciones de cuidado. Además, se agravan las otras desigualdades: son los hogares con menos ingreso los que menos posibilidades tienen de costear servicios de cuidado; son las familias que habitan en las zonas rurales las que están más lejos de la oferta de servicios, de por sí escasa; son los hogares de madres solteras, en particular las que trabajan en la economía informal, los que menos opciones tienen para ofrecer cuidados de calidad a los niños y las niñas; y son las personas mayores en pobreza quienes deben vivir sin los cuidados que requieren: 34.8 % de las personas mayores con alguna discapacidad o dependencia no recibe cuidados (ENASIC, 2022).

Esta crisis no es inevitable; es consecuencia directa de las acciones y omisiones del Estado. Cuando los gobiernos no ofrecen protección social para toda su población, cuando no regulan las condiciones laborales para propiciar el equilibrio entre la vida familiar y el trabajo, y cuando bajan la calidad o la disponibilidad de los servicios públicos, la crisis de los cuidados se agrava. Ante ello, los hogares son los que han entrado al quite. Pero los hogares ya no son como antes. El modelo de familia tradicional, en donde el hombre era el proveedor y la mujer se quedaba en casa cuidando, ya no refleja la realidad de la mayoría de los hogares en México, pues el papel de las mujeres en la economía y en la sociedad se ha transformado profundamente. Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo 2024, más de una tercera parte de los hogares en México son de jefatura femenina, además, en los hogares biparentales los ingresos también provienen de las mujeres.
Aun así, los sistemas de protección social, y las políticas públicas en general, continúan asumiendo lo contrario: que aunque todo ha cambiado en la sociedad, en el hogar todo se mantiene igual. Todavía se considera que el cuidado debe ser una función privada, de las familias y, dentro de ellas, de las mujeres. Ignorar las nuevas estructuras de los hogares, las tendencias del mercado laboral y los cambios demográficos provoca que las políticas públicas no protejan a las personas ni garanticen su bienestar. En lugar de tener un efecto igualador, las políticas de protección social anacrónicas reproducen la injusticia social.
¿Cómo se corrige esto? En la discusión académica sobre protección social y cuidados se refieren tres ideas: desmercantilizar, desfamiliarizar2 y desfeminizar los sistemas de protección social. En primer lugar, se busca que el bienestar de las personas no dependa de su posición en el mercado (de si trabaja o no, si lo hace en la economía formal o informal, o de cuánto gana). Los sistemas de protección social que descansan menos en el mercado para proveer servicios de salud, educación y cuidados buscan lograr precisamente que no sea la capacidad de pago lo que determine la posibilidad de las personas de acceder a ellos, sino garantizarlos mediante servicios públicos universales.
La segunda idea es que el bienestar de las personas no dependa de la capacidad de las familias de proveer cuidados (de sus ingresos o del número de personas que podrían cuidar en el hogar), sino que todas puedan recibir cuidados en guarderías o servicios de relevos, por ejemplo, de forma que no sea una responsabilidad exclusiva de la familia. Una persona con discapacidad, por ejemplo, debería tener un nivel de vida digno sin importar si tiene o no un familiar que le cuide y mantenga económicamente, pues existirían instituciones públicas donde puede recibir terapias, tratamiento e, incluso, un subsidio mensual.
Desfamiliarizar los cuidados no significa que no se cuide a los familiares, sino que el cuidado sea una decisión libre y no una imposición social. Esto significa que las políticas y sistemas de protección social liberan a los miembros de las familias de las responsabilidades de cuidado que han sido impuestas por las expectativas intergeneracionales y de roles de género. Incluso cuando hay servicios públicos disponibles, hay tareas de cuidado que ocurren en el hogar —desde la convivencia cotidiana hasta el apoyo emocional— que no pueden ser asumidas por el Estado ni por el mercado. Sin embargo, todas las tareas de cuidado usualmente han sido asignadas a las mujeres, no a todos los miembros de la familia. Por eso, la tercera idea que se impulsa en las discusiones de cuidados es la de desfeminizar los cuidados, de forma que el bienestar de unos miembros de la familia no sea a costa del de las mujeres. Se busca fomentar y permitir que los hombres se involucren de manera equitativa en el trabajo de cuidados.
Cuando se dice que el bienestar de la familia es a costa de las mujeres, es porque lo que ocurre dentro y fuera del hogar está íntimamente ligado. En México, en la mayoría de los casos, la posición de un hombre en el mercado depende del trabajo que realiza una mujer cuidando del hogar. Si ella no lo hiciera, él tendría que reducir su jornada laboral para dedicar parte de su tiempo a limpiar la casa, ir al supermercado, alimentar a sus hijos, hacer tareas con ellos, llevarles al médico, etcétera. Así, la posición en el mercado de una mujer también está condicionada por lo que los hombres no realizan en su hogar: cuidar. Según Inmujeres, cuando las mujeres son solteras, dedican en promedio 18.2 horas a la semana a actividades domésticas; cuando están casadas, dedican 39.2 horas (versus 11.4 de los hombres casados). El trabajo de cuidados está detrás de este desbalance: 68.4 % de las mujeres cuidadoras de 15 a 60 años que desean trabajar y no lo hacen es porque no hay nadie más que cuide de sus familiares (ENASIC, 2022).
En pocas palabras: las omisiones del Estado no las compensa el hogar ni el mercado. Cuando los cuidados se mercantilizan, se familiarizan y se feminizan, se reproducen las desigualdades. Eso es lo que ocurre en México. De poco ha servido que el tema de cuidados tenga cada vez más visibilidad o que más mujeres ocupen espacios de decisión política: las reglas, las políticas y servicios públicos que podrían empezar a resolver la crisis de los cuidados siguen siendo insuficientes, de baja calidad y los pocos e incipientes avances han sido desmantelados.
Los últimos gobiernos han reafirmado, con su discurso, que los cuidados, y la protección social en general, deben depender de la familia. El expresidente López Obrador con frecuencia decía que “la familia es la institución más importante de seguridad social”. La Ley de los Derechos de las Personas Adultas Mayores, aprobada en 2020, en la Legislatura de la Paridad de Género, indica: “La familia de la persona adulta mayor (…) de manera constante y permanente deberá velar por cada una de las personas adultas mayores que formen parte de ella, siendo responsable de mantener y preservar su calidad de vida (…)” (art. 9). Y cada nuevo programa de cuidados se anuncia como una forma de “apoyar” a las mujeres, pero nunca para modificar las condiciones en las que ellas cuidan.
También las acciones del gobierno han reafirmado la noción de que cuidar es un trabajo de las mujeres y que deben realizarlo desde sus hogares. La decisión de desmantelar el Programa de Estancias Infantiles (PEI) y el Programa de Escuelas de Tiempo Completo (PETC) es una muestra. El gobierno eliminó ambos programas a pesar de que gracias a ellos las mujeres aumentaron su participación en el mercado laboral y el ingreso familiar, y las niñas y los niños recibían cuidados que favorecían su desarrollo. A cambio de servicios públicos que atendían a hijas e hijos de familias en pobreza, el gobierno ofreció transferencias monetarias. En lugar del PEI, que se había consolidado como el principal proveedor de servicios de cuidado infantil, incluso por encima del IMSS, se creó el Programa de Apoyo para el Bienestar de las Niñas y Niños, Hijos de Madres Trabajadoras con menor presupuesto y cobertura. Y, en lugar de PETC, que desde 2007 ampliaba la jornada escolar y ofrecía servicios como alimentación y actividades extracurriculares, se estableció La Escuela es Nuestra, un programa de transferencias a los comités de padres de las escuelas, que puede ser utilizado para muchos otros propósitos.
¿Qué ha pasado en aquellos hogares que antes tenían cobertura de servicios de cuidados (guarderías u horarios extendidos) y la han perdido? Los hogares asumieron tareas de cuidado que el Estado cubría. Al desmantelar estos programas, el Estado refamiliarizó los cuidados (cada hogar tuvo que resolver el cuidado de los hijos e hijas). Por las condiciones del mercado y por las normas sociales, en la mayoría de los casos la obligación recayó en la mujer. Y, finalmente, al entregar transferencias, el Estado mercantilizó los cuidados, pues la disponibilidad y calidad de los servicios a los que tendrá acceso cada niña o niño dependerá de la oferta privada y de la capacidad de pago de las familias. En un par de estudios sobre los efectos de este desmantelamiento2 (Olvera, Cejudo y González 2024; Penilla, Cejudo y Olvera 2024), confirmamos que al refamiliarizar los cuidados, se agravaron las desigualdades. En los hogares biparentales, las madres asumieron una mayor proporción de las responsabilidades de cuidado, mientras que los padres redujeron sus horas de cuidado y aumentaron sus horas trabajadas.
Estas dinámicas afectan de manera desproporcionada a quienes ya se encuentran en mayor vulnerabilidad, como los hogares encabezados por mujeres y las trabajadoras del sector informal. Para las madres solteras, la situación fue aún más crítica: disminuyeron su tiempo dedicado a trabajar en el mercado laboral (casi 10 horas por semana, es decir, más de una jornada laboral) y vieron reducidos sus ingresos mensuales, sobre todo aquéllas con más hijos. Además, las familias en el sector informal, en especial las de vendedoras ambulantes, redujeron tanto sus horas de trabajo como las de cuidado.
Con sus omisiones, el gobierno mexicano mantiene intactas las causas de la crisis de cuidados en que vivimos y refuerza las desigualdades sociales. La ausencia de servicios de cuidados le deja la responsabilidad de cuidar completamente a los hogares, la cual asumen con los recursos y capacidades que cada uno tiene. Los hogares en mejores circunstancias podrían ser inmunes a las faltas del Estado, pero para los hogares en pobreza, el efecto es devastador. Pero no sólo las omisiones del gobierno reproducen las desigualdades, sus acciones también: al sustituir los servicios públicos por transferencias monetarias, se envía a los hogares a obtener servicios de cuidado en mercados imperfectos y no regulados en los que las personas con menos ingresos, información y tiempo llevan las de perder.
El resultado de esas acciones y omisiones son las de un Estado que descuida a sus habitantes, pero que lo disfraza al etiquetar los programas de transferencias como políticas para “madres trabajadoras”, “mujeres cuidadoras” o, como ocurría en el Estado de México, “salario rosa”. Al hacerlo no se modifica la forma en la que se organizan los cuidados en nuestro país (las mujeres cuidan más, y las que están en pobreza, todavía más) y, por el contrario, se refuerza de manera cotidiana la idea de que quienes deben cuidar son las mujeres. Cualquier gobierno que se jacte de buscar la igualdad social no puede ser omiso a la crisis de cuidados. El bienestar social demanda una mirada de género, y una auténtica perspectiva de cuidados, que deje de construir políticas montadas en el supuesto de que siempre habrá una mujer en el hogar para cubrir los déficits de los servicios públicos.
Cynthia L. Michel
Doctora en Gobernanza por la Hertie School, Berlín
Johabed Olvera
Profesora investigadora en Penn State University
Guillermo M. Cejudo
Profesor investigador en el CIDE
1 Ver Esping-Andersen, G. The Three Worlds of Welfare Capitalism, Polity Press, Cambridge, 1990; Lister, R. “’She Has Other Duties’: Women, Citizenship and Social Security”, en S. Baldwin y J. Falkingham (eds.) Social Security and Social Change: New Challenges to the Beveridge Model, Harvester Wheatsheaf, New York, pp. 31–44.
2 Olvera, J.; Cejudo, G., y González, L. “Impact of Public Childcare Loss on Family Well-Being: Changes in Parental Work Hours and Household Care Dynamics”, 2025; Penilla, A.; Cejudo, G., y Olvera, J. “School Schedules, Parental Labor Participation, and Gender Specialization: Evidence from the Dismantling of Full-Time Schools”, 2024.