Tan consternada con mi futuro inmediato, en una ciudad aún pequeña y tímida, como porque mis hermanos y mis primos tenían el derecho, que yo también quise adquirir, de buscar universidad en el extranjero —¿qué más extranjero, entonces, que la Ciudad de México?—, vine a este ombligo de nuestro país movida por mi hermana y mi prima, más decididas que yo a dejar la presencia cercana de los volcanes y los novios predecibles. Podíamos haber esperado a casarnos con buenas personas que estarían dispuestas a hacerse cargo de nosotras pero, para bien, habíamos aprendido del aire de equidad y desenfado familiar que teníamos destrezas como para jugar a la vida en cualquier parte. Depender de otro hasta para comprarse los calzones no era nuestra mejor opción. Entramos a estudiar en la Ibero. Alis, Ingeniería; Verónica, Ciencias y Técnicas de la Información; yo, Sociología porque por indecisa no hice a tiempo el primer examen de admisión y para cuando lo pasé ya no había lugar donde me hubiera gustado más. Nunca estuve cómoda en aquellas clases; sin embargo fui puntual y puse atención hasta que conocí a mi vecina de cuarto en la residencia. Yo era, como ahora, alguien proclive a contarle sus dudas a quien se ponía cerca, y esa muchacha de pelo negro, largo y grueso estudiaba medicina en la UNAM. “¿Me llevas a verla?”, le pregunté. Aceptó como urgida de mostrar su fortuna y un sábado en la mañana fuimos a la Ciudad Universitaria más bonita que yo había visto y veré hasta ahora. La explanada, las islas, la pequeña Facultad de Ciencias Políticas, toda la Facultad de Medicina, el auditorio Justo Sierra, un pino inmenso cerca de la imponente torre de Rectoría, las paredes de los edificios acompañadas por murales y la multitud de gente joven que aún en sábado caminaba por los jardines me conmovieron a tal grado que no pude pensar más que en mudarme a aquel mundo fantástico.

La Ibero me pareció efímera como su gente y sus pasillos que a pesar de tener los pisos de madera se parecían a los de mi preparatoria en Puebla. Me propuse dejarla y no recuerdo en qué mes fui a inscribirme para buscar la admisión a la UNAM.
Para mí, casi todo el sur era tan extraño como la ciudad. Yo, para ir a la Ibero, tomaba el Metro en la estación Insurgentes, que era un lujo propio de los años en que el PRI construía con piedra de Santo Tomás, cuya entrada estaba dentro de una plaza redonda e intocada por la que era posible caminar con soltura a las seis y media de la mañana. Cambiaba de tren en la estación Pino Suárez y al llegar a Taxqueña emprendía una corta, pero apurada, caminata de quince minutos hasta la universidad de ladrillos rojos, breve y ensimismada.
Pero no sabía de más rumbos. El otro lado, el de por todo Insurgentes hasta llegar a la UNAM, lo desconocía a tal grado que me costó trabajo llegar a encontrarme frente a la puerta del estadio que albergó parte de las Olimpiadas en el 1968. Estaba sola por primera vez en mi vida. Fui a hacer el examen sin mayor idea de que sería difícil y de que éramos miles pretendiendo la entrada. No recuerdo si ahí mismo fue la prueba, sí que fue en un lugar parecido a un estadio. Pasé como una sorpresa y sin mayor aviso entré en marzo a estudiar Ciencias de la Comunicación, en la Facultad de Ciencia Políticas. Doscientos pesos al año. Y una credencial amarilla para la que entregué una foto pequeña recortada de una grande en la que yo estaba chupando una paleta. Toda la magia era posible entonces, ahí.
Un mes después de tomar clases con maestros tan jóvenes que si acaso nos llevaban diez o doce años y cuya ciencia e historias me resultaban inusitadas y atractivas; y de convivir en el pequeño jardín cuadrado con unos condiscípulos que a la fecha frecuento con alegría, vestidos con ropa casual, que como yo andaban en camión y como sólo ellos hablaban y discernían; mi madre me entregó, en la puerta de nuestra casa de Puebla, justo antes de subirme al auto de un primo que me llevaría a la capital, los cuatrocientos pesos mensuales que costaba la Ibero. “Ya no te preocupes”, le dije abriendo una sonrisa para compartir mi fiesta interior. “Con los del mes pasado pagué un año en la universidad más importante de todas, y me sobraron doscientos”. Lo dije y bajé corriendo las escaleritas que daban a la calle, entré en el VW que el primo manejaba con el garbo y la intención de velocidad de quien anda en un Ferrari, y desaparecimos de la mirada de una mujer tan extraordinaria como estupefacta. Nunca pasó por su cabeza que por ahí anduviera mi destino. Dos días después, llegó a la calle de Jalapa una carta de mi papá, escrita con la impresión de las letras pasadas por una cinta que abajo tenía negro y arriba rojo. Cuando el negro se usaba tanto que empezaba a agujerearse, él usaba el lado rojo. Nada se desperdiciaba en esa casa de dos salarios no muy grandes cuyos hijos habían actuado como si sus padres fueran ricos y el futuro no fuera una amenaza. Las letras rojas me conminaban con la diestra y conmovedora prosa de Carlos Mastretta a dejar la UNAM, y lo que él consideraba sus múltiples peligros, y volver a la escuela en que estaban mis hermanos. Imposible darle gusto, pensé mientras lloraba sobre su carta toda una semana tras la cual me propuse convencer a la pareja, de cuyo entendimiento vine al mundo, de que mi decisión era la mejor y era infranqueable. No he dicho que en esos tiempos yo corría el riesgo de tener crisis de epilepsia sin mayores avisos. No fui amable con ellos, me urgía vivir sin miedo, ahora tendría que ofrecerles la disculpa que nunca les di, pero hace rato que ya no están. Me arrepiento a veces pero no he perdido la certeza de que intuí lo correcto. Mi papá murió ese mayo y entonces era marzo. Durante años me sentí la responsable absoluta de su derrame cerebral. No lo fui. Eso oí de su esposa una tarde en que hablaba enojada del daño que pueden causar los cigarros y la guerra.
Me he comido en la introducción parte esencial de una anécdota que el diciembre pasado prometí contarles a dos jóvenes intrigados con una probada del cuento a propósito del modo en que viajé muchas veces parándome en Insurgentes y José María Rico, al cuarto para la siete de la mañana, agitando el brazo y con el dedo gordo levantado para esperar ayuda de quienes a esa hora subían por ahí rumbo a la UNAM. O a las diez de la noche en la calle de Bucareli con mi facha de morral y mezclilla avisando a quien se detuviera que iba saliendo, y no llegando, a trabajar por tal rumbo. Viajaba con todo tipo de extraños que a los cinco minutos de llevarme en su coche se convertían en mis amigos. Les preguntaba su historia y contaba mis hallazgos. Nunca tuve ni me tuvieron desconfianza. Y la única vez que corrí un riesgo, me organicé para saltar del coche como una liebre en vilo y volver a levantar el dedo para pedirle ayuda a quien viniera cerca. Como al caerse de la bicicleta, lo mejor era enderezarse y seguir adelante. Usé una buena maña, pero ya no me dan estas líneas para contar cuál y cómo fue. Así que les debo el cuento y espero que la cuesta de este mes les sea leve como la primera juventud.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos
Gerardo Aguilar Rodríguez
enero 23, 2025Gracias,Ángeles Mastretta, por ese pequeño encanto que la lectura de tus textos provoca.