Don de alegría

Algunos se preguntan por sus dioses. Otros los sienten cerca. Una de mis amigas cree en el Dios con mayúscula y reza para encontrar respuestas. O se abandona a los designios de quien gobierna la certeza que ella deja en Él, la paz con que pone en sus manos el destino de sus bienamados.

Pero también estamos en la vida los descreídos, los más inermes. Sobre todo, cuando nada urge más que creer en algo, cuando el mundo se desvencija a nuestro alrededor y nos horroriza el mal, pero no tenemos cómo enfrentarlo. No sabemos del poder, sino que daña con su afán y se ejerce cada vez con más desvergüenza. Bastó oír a Trump agrediendo sin misericordia al presidente Zelenski para lamentar su existencia y nuestra incapacidad para cuidar al mundo de lo que pueda traerle la pura mención de una Tercera Guerra Mundial.

Ilustración: Alma Rosa Pacheco

¿Qué está en nosotros? Creo que las palabras. Las inútiles pero insustituibles palabras. Y la memoria, la herencia de lo que oímos o imaginamos en la voz de quienes vivieron antes.

Acudiré este mes, para explicar el silencio con que pienso en el futuro, a la actitud de una mujer cuyo legado me acompaña cuando el asombro y la pena llegan como la lluvia de nuestros veranos: todos los días.

Una vez la conté más o menos así:

Hay gente con la que la vida se ensaña, gente que no tiene una mala racha, sino una continua sucesión de tormentas. Casi siempre esa gente se vuelve lacrimosa. Cuando alguien la encuentra se pone a contar sus desgracias hasta que otra de sus desgracias acaba siendo que nadie quiere encontrársela.

Esto último no le pasó nunca a la tía Ofelia. A ella la vida la cercó varias veces con su arbitrariedad y sus infortunios, pero su boca jamás abrumó a nadie con la historia de sus pesares. Dicen que fueron muchos, pero ni siquiera se sabe cuántos, y menos las causas, porque ella se encargó siempre de borrarlas cada mañana del recuerdo ajeno.

Era una mujer de brazos fuertes y expresión audaz. Tenía una risa clara y desafiante que supo soltar siempre en el momento adecuado. En cambio, nadie la vio llorar nunca.
A veces le dolía el aire y la tierra que pisaba, el sol del amanecer, la cuenca de los ojos. Le dolía como un vértigo el recuerdo, y como la peor amenaza el futuro. Despertaba en mitad de noche con la certidumbre de que se partiría en dos, segura de que el dolor se la comería de golpe. Pero apenas había luz para todos, ella se levantaba, se ponía la risa, se acomodaba el brillo de las pestañas y salía a encontrar a los demás como si los pesares la hicieran flotar.

Nadie se atrevió a compadecerla nunca. Era tan extravagante su fortaleza que la gente empezó a buscarla para pedirle ayuda. ¿Cuál era su secreto? ¿Quién amparaba sus aflicciones? ¿De dónde sacaba el talento que la mantenía erguida frente a las peores desgracias?

Un día le contó su secreto a una mujer joven cuya pena parecía no tener remedio.

Hay muchas maneras de dividir a los seres humanos —le dijo—. Yo los divido entre los que se arrugan para arriba y los que se arrugan para abajo, y quiero pertenecer a los primeros. Quiero que mi cara de vieja no sea triste, quiero tener las arrugas de la risa y llevármelas conmigo al otro mundo. Quién sabe lo que habrá que enfrentar allá.

Sin duda admiro la fortaleza de la tía Ofelia. Vivió dos guerras, en una perdió a su marido, en la otra a su hermana, y le cayeron encima las dos maldiciones que el dios de la Biblia echó sobre Adán y Eva. Parió a sus hijos con dolor y se ganó el pan con el sudor de su frente. Lo demás, ya lo dije, nunca lo contó.

La verdad es que a veces olvido su legado. Pero muchas veces, espero que las más, lo tengo conmigo como la mejor alianza. Ella tuvo más que una sonrisa en su actitud, tuvo sin duda un compromiso con la más clara de las fortalezas: la alegría. La sencilla y heroica alegría. Supo, como sabemos todos, que la felicidad es quebradiza, sorpresiva, vehemente, frágil, inasible, caprichosa. En cambio, su hermana, la dúctil alegría depende de nosotros y creo que debe ser un compromiso de todos los vivos y de todos los días. Aun cuando se ponen feos y nos dan miedo. Por una vez quiero contradecir al ineludible T. S. Eliot. No hay que citarlo diciendo: April is the cruellest month.

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *