La distracción no es un método de conocimiento, pero sí representa un lugar común entre las personas que, a menudo, distraen su atención de aquello que resulta ser más importante para el bienestar de sus vidas: se preocupan de asuntos banales en vez de concentrarse en los acontecimientos vitales que las aquejan. Yo no me cuento entre ellas, aunque soy distraído por naturaleza y me encuentro indefenso a la hora de hacer tonterías. “¿Cómo pude ser tan francamente idiota?”, llego a preguntarme. Alguna vez me escribió un amigo que visitaba CDMX y no tenía un lugar donde quedarse por dos semanas. “¿Para qué preguntas? Mi departamento es tu casa y hay una habitación libre”, le respondí. Cuando tocó el timbre de casa y abrí la puerta me di cuenta de que se trataba de otra persona, un periodista de L.A. Times, cuyo nombre era igual al de mi amigo de Torreón y al que apenas si había conocido en un par de ocasiones. Carajo, me dije: “Debo cumplir con mi palabra”. Y así lo hice sin mayores dilemas ya que podría considerarse una persona de bien y un huésped modelo. Años más adelante hice una cita para comer en compañía de una de las mujeres más guapas que he conocido. En mi caso la cercanía femenina me ofrece vida, más allá de abstenerme de la oprobiosa conquista o el piropo obligatorio. Me acicalé, ensayé algunos temas interesantes para proponer en la comida y tomé dirección a mi cita. Cuando llegué al restaurante, el mesero me informó que un día antes una joven muy bella me había estado esperando hasta que, cansada, hurgó apenas en su plato y se marchó. ¡Carajo! ¡Mil veces carajo!, me había equivocado en el día de la cita: ¡un día! ¡Estúpido! Ni siquiera le pedí disculpas y me resigné a perder su amistad. Además ella era campeona panamericana de Artes Marciales Mixtas y la prudencia se impuso al impulso de buscarla. En otra ocasión, debí cancelar una hora antes nuestra primera cita a otra joven amiga cuya belleza trastornaba a los seres vivos en un grado sobresaliente (una cantante cuyo nombre prefiero reservarme); lo hice porque no me di cuenta de que tenía yo una reunión para firmar un contrato a la misma hora y necesitaba tanto el dinero que me vi obligado a tomar una decisión. ¡Un millón de veces carajo! De ninguna manera miento respecto a la belleza de mis amigas, pues no pertenezco a la que llaman la “mesa de los hombres solos”, a pesar de que en cuanto los años avanzan comienzo a averiguar lo que se siente.

Me complace contar de nuevo que he presenciado a dos personas discutir y llegar a un acuerdo cuando ambas entienden justamente lo contrario a lo que defienden. ¿Se distraen en medio de la querella? No, más bien nadie entiende nada. Debido a que las palabras requieren ser interpretadas, entonces cada uno comprende lo que más le conviene, o cambia la semántica de la charla, o simplemente se ahoga en el torbellino del lenguaje. Lo terrible es que esta situación se presenta, a veces, en los nudos más sutiles y valiosos de un contrato social o de un acuerdo entre civiles. Yo, por ejemplo, no votaré en las elecciones de jueces y magistrados porque casi nadie entiende nada de lo que sucede en este jolgorio impuesto. Yo sí que lo comprendo y por ello me abstengo de participar en tan descomunal aquelarre. H-G Gadamer escribe en El giro hermenéutico: “El principio secreto de toda hermenéutica filosófica, y así me la imagino es que nunca podemos decir completamente lo que en realidad queremos decir”. Lo que deseamos hacer es que nos comprendan en parte y encontrar un lenguaje común: a eso se le llama conversación. Siento que mis amigas no hayan disculpado mi distracción: ¡Maldita sea!£
Guillermo Fadanelli
Escritor. Entre sus libros: Stevenson, inadaptado; El hombre mal vestido; Fandelli y Mis mujeres muertas