Crónica del color

Las relaciones entre el color y la percepción social han sido una constante a lo largo de la historia y revelan cómo cada tono se convierte en un espejo de las dinámicas culturales y sociales que nos rodean. Esta conexión, esencial para desentrañar cómo evolucionan nuestras sociedades, nos invita a explorar el uso, el significado y el simbolismo del color a lo largo de distintas épocas. A medida que la historia avanza colores como el negro, el blanco y el gris adquieren significados diversos y reflejan transformaciones sociales que desafían los conceptos de lo que es elegante y refinado. El blanco, que a menudo se asocia con la pureza, es un ejemplo claro de malentendidos históricos que lo distorsionan. Desde las decisiones erróneas de escultores renacentistas hasta su influencia en la modernidad, al blanco lo moldean contextos con una gran variedad de significados, a veces, incongruentes entre sí.

En contraste, el negro, que alguna vez simbolizó tristeza y opresión, encuentra en la actualidad nuevas dimensiones de resistencia y valores reivindicativos en movimientos sociales contemporáneos. Así, el color se manifiesta no sólo como una elección estética sino como un vehículo cultural que nos invita a reexaminar nuestras nociones de elegancia, poder y libertad, entrelazando en un lienzo compartido historias opresivas y bellas.

La relación entre el color y la humanidad es tan antigua como las civilizaciones mismas. Desde sus primeros pasos, el color ha sido un medio no sólo para embellecer, sino para comunicar e intuir el mundo. A lo largo de la historia su uso refleja avances técnicos y el poder simbólico y cultural que ha acumulado a lo largo de 40 000 años. En las pinturas rupestres del paleolítico el ser humano comenzó a experimentar con el color, utilizando tierra, carbón vegetal y huesos molidos. Los colores derivados del óxido de hierro y otros elementos en la naturaleza se convertían en un lenguaje primordial, un eco de la existencia humana. El color fue mucho más que un recurso estético: se erigió como un puente entre lo tangible y lo simbólico.

Ilustración: Raquel Moreno

En la civilización egipcia, los colores adquirieron un significado más profundo, transformándose en vehículos de poder y espiritualidad. Los pigmentos verde, azul y negro no sólo eran herramientas decorativas, sino representaciones sacras y del cosmos. El azul egipcio, ese vibrante pigmento que adornaba las pirámides y la tumba de Tutankamon, se convirtió en un símbolo de estatus y nexo con el más allá. El color trascendía lo material, entretejiéndose en la cosmovisión de una cultura, donde cada matiz susurraba historias entre dioses y mortales, relatos entre la vida y su delgada línea.

Los antiguos griegos, en su búsqueda incesante de la perfección estética, elevaron el uso del color a nuevas alturas. El blanco de plomo se aplicó como fondo en sus frescos, a pesar de sus peligros tóxicos. Este sacrificio por el arte, en nombre de la belleza, habla de cómo se reverenciaba el color; no sólo como un deleite visual, sino con el poder para transformar la apariencia y la textura de las obras. Cada pincelada, un testimonio del deseo por trascender lo meramente visual.

Los romanos, en su esplendor, compartieron esta reverencia, exhibiendo un profundo aprecio por el uso de los colores en sus contextos simbólicos y sociales. El púrpura tirio, extraído de caracoles marinos, se erguía como un color tan costoso y exclusivo que era sólo para la élite, mientras que el rojo bermellón o cinabrio era adorno de frescos y murales en lugares emblemáticos como Pompeya, donde cada tono narraba historias de riqueza y estatus.

A medida que los colores adquirieron significados y relevancias culturales, hubo intentos por restringir su uso a través de leyes suntuarias que alcanzaron su apogeo en Europa a mediados del siglo XII. Las normativas abarcaban todo, desde la dieta hasta la vestimenta y el mobiliario, buscando imponer límites a la población y codificar los estratos sociales en un sistema visual claro. Este esquema se mantuvo hasta el siglo XVI en Inglaterra, con reglas que hasta el propio Shakespeare tuvo que seguir. Una persona que ganaba alrededor de veinte libras al año podía lucir un chaleco de satén, pero le estaba prohibido llevar una túnica del mismo material. En cambio, aquel que percibía 100 libras al año podía vestirse a su antojo con satén, aunque el terciopelo se limitaba a sus chalecos, siempre y cuando no fuera de color carmín o azul, reservados para los caballeros de la Orden de la Jarretera y sus superiores. La alimentación también estaba sujeta a regulaciones: el estatus de los comensales, fácilmente discernible a través de su vestimenta, determinaba la cantidad de porciones que podían servirse durante la comida.

En este contexto, los colores vibrantes distinguían a la nobleza y simbolizaban su estatus social. Con el tiempo, y sobre todo desde el Renacimiento, esta paleta exuberante dio paso a una nueva narrativa en la que el negro emergió como el símbolo supremo de poder y sofisticación en la cultura occidental, que se mantiene hasta hoy. En las obras de Holbein el Joven, la nobleza y las figuras de poder se presentan envueltas en prendas negras; más que simples vestimentas, transmiten un aura de seriedad y privilegio en cada pincelada. El negro, exclusivo para los privilegiados, se volvió un lujo escaso; los tintes oscuros, costosos y difíciles de obtener, eran sinónimo de estatus.

Los escultores europeos del Renacimiento cometieron un error de interpretación al trabajar en tonos grises y blancos: según ellos así accedían a la esencia austera de las esculturas de la Antigua Grecia. Tal concepto erróneo ignoraba el esplendor de las obras originales. El Partenón, con su mármol puro, no era una mera estructura despojada de color, sino una obra llena de vida, recubierta de tonalidades que desbordaban colores vibrantes. Esta creencia de que lo blanco era el estándar de elegancia no sólo influyó en la escultura, también moldeó nuestra percepción contemporánea de lo refinado.

La relación entre el negro, el blanco y el gris trasciende una simple paleta de colores; se erige como un lenguaje visual que ha evolucionado a lo largo del tiempo, invitándonos a reflexionar sobre cómo estos tonos han influido en la cultura. Si el negro ha sido un símbolo de poder y elegancia, el blanco se ha posicionado como un ícono de pureza y simplicidad, reflejo de una estética que ha buscado establecer una conexión entre el color y el estatus social. Esta dualidad recorre el significado y el simbolismo del color; cada tono no sólo aporta a la estética sino que también narra una historia compleja y en constante transformación. Por ejemplo, durante la Reforma, el negro adquirió un matiz especial; los protestantes lo adoptaron para representar su sencillez, su severidad intelectual y una humildad que resonaba con sus principios. El negro, en sus manos, se volvió una marca austera, un modo de diferenciarse frente al esplendor del catolicismo.

En la era victoriana el negro adoptó una nueva connotación, tejida en la tristeza: el luto inamovible de la reina Victoria tras la muerte de su esposo. El negro quiso decir ya solemnidad y respeto, reflejo del dolor que se vestía seriamente.

Con la Revolución Industrial el negro adquirió un nuevo significado, transformándose en un símbolo de la contaminación y la suciedad que manchaban las ciudades; el carbón y el aceite que alimentaban las máquinas oscurecían el cielo y los ríos. El negro dejó de ser sólo un color simbólico para hacer tangibles los cambios sociales y tecnológicos de la época.

En el siglo XIX el negro fue estandarte del anarquismo, símbolo de resistencia contra las instituciones y el poder establecido. Pero en el siglo XX en Italia y en Alemania el fascismo se apropió del negro; se distorsionó para representar poder, control y violencia política asociándolo a la opresión. Este uso del negro como color autoritario y opresivo lo despojó de su simbolismo original.

La historia del negro se entrelaza con la lucha de los afroamericanos. En la década de 1950 el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos promovió la igualdad política y social: a finales de los años sesenta y setenta el Black Power redefinió ese color y lo reclamó con orgullo, de su carga opresiva pasó a proclamar su belleza en el lema Black is Beautiful, celebración de identidad y resistencia.

En la segunda mitad del siglo XX visionarios como Coco Chanel e Yves Saint Laurent, y los arquitectos minimalistas Mies van der Rohe, Tadao Ando y Peter Zumthor consagraron el negro, el blanco y el gris como baluartes de la sofisticación moderna, despojando sus creaciones del decorado excesivo para resaltar la pureza de las líneas y las formas. Esta idea de la elegancia, forjada en el crisol de la historia, se moldeó no sólo en el arte sino también en la moda.

El color dejó de ser sólo un recurso estético para entrar en discusiones sobre estatus y moralidad; mezclarlos era un acto que desafiaba a Dios mismo. En la Edad Media, la mezcla de colores era un tabú, un atentado contra el orden natural. Incluso en la época de Newton la idea de que la fusión de colores pudiera dar origen a la luz blanca era suficiente para que la Iglesia católica te excomulgara. En el siglo XVI esta rigidez comenzó a desmoronarse; los antiguos griegos, con su espectro que iba del blanco al negro, fueron gradualmente eclipsados por nuevas ideas.

Ilustración: Raquel Moreno

En su ensayo Óptica de 1704 Isaac Newton introdujo un cambio radical: “De repente, el blanco y el negro dejaron de ser colores; el espectro ya no iba de claro a oscuro”. El famoso disco de colores de Newton impuso un orden entre los colores complementarios. Al girar rápido los colores se fusionaban, dando paso al resplandor del blanco: una nueva realidad en la relación entre la luz y el color.

Antes de los estudios de Newton, los colores eran el resultado de interacciones enigmáticas entre la luz y los materiales. Sin embargo, con un experimento tan simple como hacer pasar luz a través de un prisma, Newton revolucionó esta concepción, revelando que la luz blanca es, en esencia, la fuente de todos los colores.

Este hallazgo no sólo fue desafío a las ideas preconcebidas: puso en claro que algo tan cotidiano como la luz del sol encierra complejidades invisibles para el ojo humano. Al comprender que los colores que percibimos no son absorbidos por los objetos, Newton dio un paso crucial en el campo de la física y en el arte. La publicación de su estudio en 1672, considerado el primer artículo científico de la historia, marcó un inicio: la experimentación y la observación rigurosa ocuparon un lugar central en el avance del conocimiento. Este cambio resuena hasta hoy y nos recuerda que a menudo las respuestas más profundas a las preguntas del universo están ocultas en nuestra vida cotidiana.

Un siglo despúes el enfoque de Goethe sobre el color y su impacto en artistas como JMW Turner nos invita a reflexionar sobre el poder del color más allá de su aspecto técnico o científico, y su profunda conexión con la experiencia humana y las emociones. Goethe introdujo la idea de que ciertos colores pueden influir de manera directa en el estado de ánimo, abriendo un campo de estudio que analiza cómo el color puede moldear nuestra percepción emocional del mundo. Sin embargo, su visión era profundamente eurocéntrica y racista, al afirmar que “las naciones salvajes, las personas sin educación y los niños tienen una gran tendencia a los colores vivos” y que “la gente refinada evita los colores brillantes en su vestimenta y en los objetos”, Goethe establece un vínculo problemático entre el color y el estatus social.

Este tipo de pensamiento fue más allá y tuvo repercusiones en el proceso colonizador de África. Durante la expansión colonial los propios países europeos introdujeron colores vibrantes en las vestimentas que hoy se emplean en diversas culturas africanas. Esto no sólo alteró las tradiciones locales; también la percepción de lo “exótico” y “salvaje”, reforzando estereotipos que han perdurado.

A pesar de los problemas en el uso de los colores por parte de Goethe, Turner incorporó estas teorías en su obra artística, mostrándonos cómo el color puede ser una fuerza transformadora. En su pintura Luz y color (la teoría del color de Goethe), Turner no sólo representa cómo interactúa la luz y el color tal como lo describió el pensador alemán; también utiliza una paleta de colores “positivos” para invocar elevados sentimientos espirituales. En esta obra el color trasciende su función meramente representativa y se vuelve una herramienta emocional, una conexión profunda entre el espectador y la escena.

Goethe y Turner nos recuerdan que el color, lejos de ser una simple propiedad óptica, tiene un poder simbólico y emocional que puede influir en nuestra psique de manera sutil pero significativa. La relación del color y las emociones, innovadora en su momento, resuena aún en el arte y la psicología contemporáneas. Se nos invita a ver el mundo no sólo como lo que es, sino por lo que puede evocar en nuestro interior, incluso aunque las palabras y las teorías perpetúen divisiones jerarquizadoras que limitan su belleza y significado.

Las tensiones y transformaciones marcan la historia del color en el arte. El amarillo y otros tonos vibrantes con frecuencia se consideraron poco apropiados para la expresión artística. A lo largo de los siglos el uso de colores primarios y brillantes se relegó a un espacio marginal, visto como infantil o inferior frente a la sobriedad de los grises y los negros. Pero esto se alteró con la revolución del impresionismo y el posimpresionismo. Artistas como Vincent van Gogh comenzaron a desafiar las normas, introduciendo al ámbito del arte el amarillo —que antes se consideraba inferior— y dotándolo de una nueva vida.

En su búsqueda por capturar la esencia de sus emociones y del mundo que lo rodeaba, Van Gogh convirtió el amarillo en un símbolo de luz, alegría y energía, transformando su uso en libertad creativa. Este acto no sólo amplió el horizonte estético de su tiempo, también sentó las bases para futuros movimientos artísticos. Lejos de ser un mero adorno, el color se volvió un vehículo para la expresión emocional y espiritual. El legado de Van Gogh y sus contemporáneos no sólo resuena en los lienzos; también desafía las convenciones y abre un camino apreciativo más rico y diverso del color.

El color tiene un papel fundamental en la articulación de sentimientos y significados. Durante el barroco el uso de colores vibrantes en la pintura fue un medio poderoso para expresar dramatismo y emoción. Artistas como Caravaggio, con su destreza para los contrastes entre luces y sombras, daban vida a escenas que parecían saltar del lienzo. Este empleo audaz del color transformaba la experiencia visual en un torbellino de sensaciones. Con la llegada del rococó en el siglo XVIII, aunque los tonos más suaves y pastel se popularizaron, artistas como Fragonard y Boucher continuaron experimentando con colores vibrantes, buscando captar la atención y transmitir la alegría y frivolidad de una época donde la estética también era un reflejo del espíritu festivo de la sociedad.

En el tránsito hacia la modernidad, el uso del color en el arte y la vida cotidiana comenzó a cambiar radicalmente. La explosión de colores que definió el rococó fue de modo paulatino reemplazada por una paleta más austera, donde la búsqueda de la simplicidad se volvió la norma. En Piet Mondrian es característico el uso de líneas negras y bloques de colores primarios; redujo la complejidad visual a su esencia más pura. Obras que realizó en los 1920, como “Composición en rojo, amarillo y azul”, revelaron un deseo de orden y equilibrio que contrasta con la exuberancia barroca.

El movimiento minimalista, y su enfoque en formas geométricas limpias y colores neutros, profundizó esta tendencia hacia lo austero. En su Untitled de 1965, Donald Judd presenta cajas metálicas en una paleta de acero inoxidable y colores sutiles, muestra cómo la simplicidad puede convertirse en un poderoso vehículo de expresión.

En la arquitectura tal estética sobria ha tomado nuevas formas, como lo demuestra el término “gris milénial” acuñado en redes sociales para criticar las altísimas torres de departamentos, donde predominan el piso gris, la cocina gris y el baño gris. Para este enfoque hacia espacios deshabitados, concebidos como lienzos en blanco, la ausencia de color ofrece una base neutra para el cliente; también plantea interrogantes sobre la relación entre el entorno construido y la experiencia humana, donde lo gris puede evocar tanto la calma como la desolación.

No obstante, algunos celebran esta monotonía, como se hizo evidente en la casa de Kim Kardashian, que se viralizó en 2022 tras el recorrido de Architectural Digest. Tanto el interior como el exterior de su mansión en California, pintados en tonos nude entre el beige y el crema, suscitaron opiniones encontradas. En lugar de transmitir calidez y elegancia, este color genera una sensación de vacío y austeridad extrema; el espacio parece más una galería impersonal que una casa acogedora.

La paleta limitada, ya sea en la moda o en el diseño, se percibe a menudo como un reflejo de moderación y buen gusto, incluso si se peca de exceso. Tal estética minimalista se manifiesta también en el diseño de productos. Henry Ford, emblema de la industria automotriz, ignoró durante años las demandas del consumidor y persistió en fabricar sus automóviles únicamente en negro, convencido de que la simplicidad visual era sinónimo de excelencia.

La historia del color en la cultura occidental es un laberinto de símbolos que han transformado nuestra percepción estética a lo largo de los siglos. Desde el negro, que en el Renacimiento se erige como símbolo de elegancia y poder hasta democratizarse en distintas clases sociales, este color se vuelve un espejo de las dinámicas culturales de cada época. En contraste, el blanco, que busca la pureza y la simplicidad, sugiere que nuestras concepciones de lo que de veras resulta refinado son erróneas y producto de la construcción social. Esta dualidad invita a cuestionar y reexaminar nuestras ideas sobre la elegancia y el poder, nos da conciencia de que el color trasciende lo meramente visual para establecer la identidad, la jerarquía, el control y la libertad de expresión.

Conforme exploramos la evolución del color, desde su uso en la antigüedad hasta su relevancia en el arte contemporáneo y en el diseño de nuestros hogares, encontramos un diálogo continuo entre la estética y la experiencia humana. Los movimientos artísticos, las normativas sociales y las revoluciones culturales han dejado su impronta en la paleta cromática que nos envuelve. El color es mucho más que una simple elección visual: es un lenguaje que comunica historia, identidad y resistencia. En última instancia, explorar los significados del color nos muestra que cada matiz y cada pincelada tienen su propia historia y reflejan lo complejo y lo rico del contexto cultural que los rodea.

 

Melissa Cassab
Editora en nexos y productora del pódcast Control de cambios

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