Costos del cambio climático

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La crisis climática ya no representa una amenaza distante. Las recientes olas de calor, sequías e incendios forestales muestran que las consecuencias del calentamiento global son una realidad y afectan de manera directa las condiciones de vida. Sin embargo, a pesar de la creciente evidencia científica y los costos visibles de la inacción, las respuestas políticas y económicas son insuficientes.

El cambio climático no es sólo una consecuencia secundaria del desarrollo, sino un resultado directo de la manera en que se ha diseñado el sistema productivo. A pesar de los avances en energías renovables y eficiencia, aún no se ha logrado una desvinculación efectiva entre crecimiento y emisiones: el consumo energético mundial sigue en aumento y la demanda de recursos naturales se mantiene en niveles críticos. Esto plantea un desafío ineludible: ¿cómo garantizar que el crecimiento económico, esencial para el bienestar de las sociedades, no termine comprometiendo las condiciones ambientales y sociales que lo hacen posible?

Ignorar este problema y asumir que el mercado podrá corregirlo por sí solo constituye un riesgo significativo. Si el modelo actual se mantiene sin modificaciones sustanciales, el propio crecimiento económico que ha generado estabilidad y desarrollo podría convertirse en un factor de crisis. La degradación ambiental, la inseguridad hídrica y alimentaria, y el aumento en la frecuencia de desastres naturales pueden desestabilizar las instituciones y los mercados y afectar los fundamentos del progreso económico.

Existen posturas, como la del decrecimiento, que cuestionan si es posible mantener un crecimiento sostenido sin afectar de manera irreversible el planeta. Sin embargo, más allá de este debate, lo que resulta innegable es que el modelo económico necesita evolucionar para que garantice su propia continuidad. La verdadera pregunta no es si debe mantenerse el crecimiento, sino cómo asegurar que éste no comprometa las bases sociales y ecológicas que lo hacen viable a largo plazo. Enfrentar ese reto requiere de innovación tecnológica y nuevas estrategias de regulación y coordinación internacional que alineen los incentivos económicos con la sostenibilidad.

La economía por lo general ha abordado el cambio climático como un problema de externalidades, es decir, como una distorsión del mercado en la que los costos ambientales no se reflejan correctamente en los precios de bienes y servicios. Desde esa perspectiva, el daño ecológico se considera una externalidad negativa que podría corregirse con impuestos al carbono, subsidios a energías limpias o mercados de derechos de emisión. Esa lógica, desarrollada por economistas como William Nordhaus, ha influido en la formulación de políticas climáticas, sobre todo en el diseño de instrumentos de mercado para reducir emisiones.

Sin embargo, aunque estos mecanismos son herramientas valiosas, parten del supuesto de que el problema puede resolverse con ajustes graduales dentro del mismo marco de mercado. El cambio climático, como lo argumenta el economista Nicholas Stern en su influyente informe “The Stern Review on the Economics of Climate Change” de 2006, no es una externalidad convencional, sino “el mayor y más amplio fallo de mercado que el mundo ha visto”, pues afecta todas las dimensiones de la economía y la sociedad. Stern sostiene que la falta de acción temprana tendrá costos económicos significativamente mayores en el futuro, lo que hace que la inversión en mitigación sea no sólo una medida responsable con el medioambiente, sino una estrategia económica racional.1

Ilustraciones: Víctor Solís

Ese carácter sistémico es lo que hace del cambio climático un wicked problem o “problema perverso”. Éstos son desafíos complejos en los que no existe una solución única y definitiva, donde cada intento de intervención puede generar efectos inesperados y donde las interdependencias entre variables imposibilitan resolverlos desde una sola disciplina.2 En este contexto, la economía constituye una herramienta clave pero no suficiente. Modelos como los de Nordhaus, que buscan calcular el costo óptimo del cambio climático en función de tasas de descuento y análisis costobeneficio, pueden contribuir al diseño de políticas específicas, pero con frecuencia subestiman los impactos a largo plazo y las dinámicas no lineales de los sistemas ambientales. Como señala Stern, el problema del cambio climático no puede limitarse a cálculos económicos tradicionales, ya que implica riesgos sistémicos, incertidumbre profunda y dimensiones éticas. Si bien los incentivos de mercado pueden desempeñar un papel relevante en la reducción de emisiones, enfrentar el cambio climático exige superar una visión fragmentada y avanzar hacia enfoques integrados que combinen política, ciencia, economía e innovación, reconociendo que no existen soluciones simples para desafíos de esa magnitud.

Abordar el cambio climático demanda un enfoque coordinado que considere su naturaleza como un bien público global.3 Los ecosistemas, la estabilidad climática y la biodiversidad constituyen recursos esenciales, cuya protección no puede depender de un solo país o actor. En teoría, la solución requiere la creación de marcos de gobernanza global que permitan gestionar esos bienes de manera colectiva y asegurar compromisos efectivos y mecanismos de cumplimiento. Sin embargo, en la práctica, esos esfuerzos han sido insuficientes. El Acuerdo de París, firmado en 2015, representó un avance al establecer un marco de cooperación internacional para reducir las emisiones de carbono y limitar el aumento de la temperatura global a 1.5 °C por encima de los niveles preindustriales. No obstante, la realidad muestra que los compromisos actuales no están generando los resultados esperados. Según las proyecciones más recientes, el mundo se encamina hacia un aumento de entre 2.4 y 2.9 °C para finales de siglo, lo que compromete la estabilidad climática y económica a nivel global.

La dificultad de avanzar hacia una gobernanza climática efectiva no sólo responde a la falta de voluntad política, sino también a un contexto internacional cada vez más fragmentado. La cooperación global enfrenta serios desafíos en un entorno de creciente rivalidad geopolítica, donde las principales economías compiten por el liderazgo económico y tecnológico, y también priorizan sus intereses nacionales sobre los compromisos climáticos.4 La guerra en Ucrania, las tensiones entre Estados Unidos y China y el resurgimiento de políticas proteccionistas han erosionado la confianza en las instituciones multilaterales y disminuyeron las posibilidades de avanzar en acuerdos más ambiciosos. Además, la fragilidad institucional en muchos países dificulta la aplicación de políticas climáticas efectivas. En este contexto, aunque la necesidad de una gobernanza climática global es evidente, su viabilidad en el mediano plazo se mantiene incierta. La ausencia de mecanismos de cumplimiento vinculantes y la falta de incentivos claros para fomentar la cooperación han convertido los acuerdos internacionales en compromisos voluntarios en lugar de impulsar verdaderas transformaciones estructurales. Mientras esta situación persista, el mundo seguirá avanzando hacia un escenario climático cada vez más inestable, sin una estructura global capaz de coordinar una respuesta efectiva a la crisis.

Aun cuando la cooperación multilateral enfrenta obstáculos significativos, es importante que se avance en la esfera nacional para disminuir los efectos del cambio climático y adaptar las economías a un futuro más sostenible. Los países no pueden esperar un consenso global para actuar; deben fortalecer sus políticas internas y rediseñar sus marcos de toma de decisiones. Un aspecto clave en esta transformación radica en superar los modelos tradicionales para evaluar centrados sólo en métricas monetarias y análisis costo-beneficio. Si bien esas herramientas han sido útiles en el bosquejo de políticas económicas, su enfoque limitado excluye impactos cruciales sobre la sostenibilidad a largo plazo. Evaluar proyectos y regulaciones tomando en cuenta sólo su rentabilidad inmediata impide que los costos ambientales y sociales se incorporen de manera efectiva en la toma de decisiones. El cambio climático puede enfrentarse eficazmente con metodologías de evaluación que incluyan indicadores de resiliencia ecológica, equidad y bienestar social.

Un ejemplo de este cambio de paradigma se observa en el sector privado con los criterios ASG (ambiental, social y de gobernanza), que integran variables ambientales, sociales y de gobernanza en la estrategia empresarial y las decisiones de inversión. Aunque su uso ha sido criticado, esos criterios han llevado a un número creciente de empresas y fondos de inversión a considerar la sostenibilidad como un elemento estratégico. Sin embargo, en la esfera pública aún es limitado el empleo de esos enfoques. Los gobiernos deberían ampliar la aplicación de principios similares al establecer políticas. Así se garantizaría que las decisiones económicas respondan no sólo a objetivos de eficiencia, sino también a criterios de sustentabilidad y estabilidad a largo plazo. Incorporar esos enfoques en la política pública permitiría avanzar en la transición hacia una economía menos dependiente de emisiones, fortalecería los mecanismos para gestionar los riesgos climáticos y promovería una visión más integrada del desarrollo. Sin una transformación en la toma de decisiones, cualquier esfuerzo por abordar la crisis climática seguirá siendo insuficiente, al margen de los acuerdos internacionales.

Si bien es funtamental que el Estado participe para enfrentar el cambio climático, el sector privado también juega un papel clave hacia una economía sostenible. En muchos casos la innovación empresarial, impulsada por la competencia y la eficiencia, ha liderado el desarrollo de tecnologías limpias sin necesidad de que el gobierno intervenga de manera directa. La baja en los costos de la energía solar y eólica y los avances en almacenamiento en baterías son ejemplos de cómo la dinámica de mercado ha favorecido soluciones más sostenibles.

México enfrenta una alta vulnerabilidad climática que compromete su estabilidad económica y social. Sequías prolongadas, huracanes de mayor intensidad y olas de calor cada vez más frecuentes afectan sectores clave como la agricultura, la infraestructura y la salud pública. La escasez de agua impacta cultivos esenciales como el maíz y el trigo, lo que no sólo eleva los precios de los alimentos, sino que también agrava la inseguridad alimentaria y la desigualdad. Al mismo tiempo, el costo de los desastres naturales van en ascenso: en la última década, las pérdidas económicas han sido millonarias y evidencian la fragilidad del país ante fenómenos climáticos extremos. La crisis hídrica, que ha afectado a ciudades como Ciudad de México y Monterrey, podría convertirse en un problema estructural si no se aplican políticas de gestión hídrica más eficientes. De no actuar con rapidez, el impacto del cambio climático supondrá una presión creciente sobre el sistema económico, la infraestructura y el bienestar de la población.

Hoy en México la toma de decisiones en materia de proyectos de inversión pública exige hacer al menos tres tipos de estudios: los estudios de factibilidad técnica, que evalúan la viabilidad desde la perspectiva de ingeniería; los estudios económicos, que analizan si los beneficios económicos superan los costos y si generan valor económico; y los estudios de impacto ambiental, cuyo objetivo es prevenir, mitigar y restaurar los daños al ambiente, regulando obras o actividades que eviten o reduzcan sus efectos negativos en el entorno. Así, el marco normativo del país reconoce de manera explícita la importancia del medioambiente en la planificación de proyectos.

Sin embargo, en la práctica, dicha normatividad a menudo se convierte en una traba burocrática más que en una salvaguarda de los intereses ambientales. La ausencia de guías claras, criterios estandarizados y de indicadores ambientales adecuados en la evaluación de impacto ambiental provoca que muchos de estos estudios no reflejen la realidad.5 Un aspecto preocupante es que, en ciertos casos, se aprueben proyectos basados en estudios técnicamente deficientes o, en el peor de los casos, prescindir de ellos por completo. Un ejemplo de eso son el Tren Maya y la Refinería Dos Bocas, donde se han señalado deficiencias en la evaluación de impacto ambiental reiteradamente. Es importante destacar que este problema no es exclusivo de una administración en particular, sino que es de carácter estructural.

Esta situación se agrava a nivel subnacional, donde pocos estados cuentan con unidades especializadas encargadas de inversiones y algunos gobiernos locales enfrentan dificultades incluso en la fase más básica de aprobación de proyectos, sobre todo en la etapa técnica. En algunos casos, se han iniciado y se han hecho proyectos sin contar con proyectos ejecutivos adecuados. Por ejemplo, la Línea 12 del metro de Ciudad de México, cuyo diseño carecía de un proyecto ejecutivo completo al arranque de la obra. Si esto sucede en una de las entidades con mayores recursos y desarrollo institucional, la situación en municipios con menores capacidades resulta aún más preocupante.

Si bien éstas son las problemáticas identificadas en los proyectos de inversión pública, el gobierno también implementa diversos programas y actividades que no necesariamente implican inversión pública directa, y cuyo impacto ambiental no ha sido analizado por completo. Eso sucede con los subsidios otorgados a distintos sectores, que en algunos casos pueden contribuir de manera indirecta al deterioro ambiental. Durante muchos años, por ejemplo, se destinaron subsidios a los combustibles fósiles, una política que se mantuvo durante la administración de Felipe Calderón y que sólo terminó con la reforma fiscal impulsada en el gobierno de Enrique Peña Nieto. Sin embargo, nunca se hizo un análisis sobre el impacto ambiental de dicha medida. En la actualidad no existe un mapeo integral de qué tanto afectan al medioambiente los programas gubernamentales; a nivel subnacional, la falta de evaluación en este ámbito es aún más pronunciada.

A pesar de la urgencia del problema, la respuesta del gobierno ha sido fragmentada y ha avanzado con lentitud en algunos frentes. Sin embargo, en los últimos años, México ha dado pasos importantes, como la aplicación de la Taxonomía Sostenible, una iniciativa que busca establecer estándares claros para reorientar las decisiones financieras hacia proyectos alineados con la sostenibilidad.6 Desarrollada por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, la Taxonomía Sostenible de México establece un marco de referencia para identificar qué inversiones pueden considerarse sostenibles, con base en criterios científicos, sociales y económicos. Aunque su aplicación inicial es voluntaria y está diseñada como un estándar de clasificación, en el mediano plazo su influencia podría ir más allá: ayudar en la regulación de inversiones tanto públicas como privadas. En el ámbito gubernamental, la taxonomía ofrece la posibilidad de mejorar la evaluación de proyectos de inversión, permitiendo que se incorporen criterios ambientales de manera más rigurosa y homogénea. Esto contribuiría a superar las deficiencias actuales en la evaluación de impacto ambiental y en la asignación de recursos. A nivel privado, si se aplican, podría facilitarse la canalización de financiamiento hacia proyectos sostenibles, podría reducirse la incertidumbre asociada a la inversión verde y se promovería una transición económica más estructurada.

A medida que la urgencia climática se intensifica, no puede descartarse que la Taxonomía Sostenible evolucione de un mecanismo de referencia voluntario a un instrumento con implicaciones regulatorias más amplias. En otras regiones, como la Unión Europea, iniciativas similares han influido en la creación de normativas que obligan a los sectores financiero y corporativo a integrar criterios de sostenibilidad en sus decisiones. En México, aunque la taxonomía aún no tiene un carácter obligatorio, su aplicación progresiva podría servir como base para futuras regulaciones que condicionen el acceso al financiamiento público o a incentivos fiscales en función del impacto ambiental de los proyectos. De esta manera, la taxonomía no sólo busca clasificar inversiones, sino que tiene el potencial de transformar la manera en que se toman decisiones económicas en el país. De este modo, podrían alinearse progresivamente la política pública y el sector privado con los compromisos climáticos internacionales.

El cambio climático no es sólo una crisis ambiental, es también una amenaza directa al desarrollo económico y social de México. Las sequías prolongadas, la intensificación de huracanes y la creciente escasez de agua ya impactan la producción agrícola, la infraestructura y la calidad de vida de millones de personas. Ignorar esta realidad no es una opción, ya que el costo de no hacer nada seguirá en aumento. Se profundizará la desigualdad, habrá una mayor presión fiscal y aumentará la vulnerabilidad ante desastres. Aún estamos a tiempo de transformar la economía para hacerla más resiliente y sostenible, pero esto requiere de decisiones firmes y coordinadas. El Estado debe fortalecer la planificación y regulación ambiental, asegurando que las inversiones públicas y privadas se alineen con criterios de sostenibilidad. No se trata sólo de una cuestión ética, sino de una necesidad económica de primer orden. La Taxonomía Sostenible representa un primer paso, pero su impacto dependerá de cómo se aplique y de que evolucione hacia un marco regulatorio que impulse una transición real.

México tiene margen para actuar, pero la ventana de oportunidad se está cerrando rápidamente. No podemos esperar a que haya un consenso global ni depender de soluciones externas. Es fundamental que el país adopte políticas ambiciosas, que aproveche su potencial en energías renovables y que transforme su modelo de toma de decisiones, garantizando que el crecimiento económico no comprometa su propio futuro. El cambio climático ya es una realidad y está redefiniendo las reglas del desarrollo. Ignorarlo sería, en términos económicos, la peor decisión posible.

 

Roberto Durán Fernández

Profesor e investigador académico en el Tecnológico de Monterrey y en el Instituto Baker para la Política Pública

 

1 Stern, N. The Economics of Climate Change: The Stern Review, Cambridge University Press, 2007.

2 Peters, B. G. “What is so wicked about wicked problems? A conceptual analysis and a research program”, Policy and Society, 36(3), 2017, pp. 385-396.

3 Chin, M. “What are global public goods?”, F&D Finance & Development Magazine IMF, 2021, https://www.imf.org/en/Publications/fandd/issues/2021/12/Global-Public-Goods-Chin-basics

4 Durán Fernández, R. “North America’s Geopolitical and Economic Playbook Under Trump’s Second Term”, 2025, https://www.bakerinstitute.org/sites/default/files/2025-01/20250116-Trump%2047-WP.pdf

5 Perevochtchikova, M. “La evaluación del impacto ambiental y la importancia de los indicadores ambientales”, Gestión y política pública, 22(2), 2013, pp. 283-312.

6 SHCP. Taxonomía Sostenible de México, 2024, https://www.finanzassostenibles.hacienda.gob.mx/es/finanzassostenibles/taxonomia

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