Escribo esto en medio de una crisis. Estoy rebasada por las gestiones burocráticas que forman gran parte de mi vida laboral académica. Dedico horas a un constante papeleo que reduce el tiempo que, como filósofa, supuestamente debo dedicar a pensar. Procrastino la elaboración de un informe anual de todas las actividades desempeñadas —publicaciones, docencia, tutorías, conferencias—, con documentos probatorios incluidos. Papelito habla. Sin la constancia de participación el sistema no valida la actividad y se corre el riesgo de ser tachada de holgazana. En el vocabulario del rendimiento, esto se considera una falta de aptitud al no alcanzar la producción del año anterior. En la jerga meritocrática, implica un currículo que no será lo suficientemente robusto como para competir por una plaza o un aumento de nivel en la jerárquica estructura institucional. En mi día a día es el riesgo de no poder acceder a los incentivos económicos adicionales a la ya precaria paga.
Estaba en la fastidiosa tarea de renombrar los archivos que debo adjuntar al dichoso informe cuando recibí un mensaje de mi editora recordándome que este año se celebra el 50 aniversario de la publicación de Vigilar y castigar (1975) de Michel Foucault. Cerré la computadora y volví a leer el libro de tapa a tapa. Quiero creer que Foucault estaría contento de saber que decidí hacerme la loca con mis obligaciones, aunque fuera por unos días.
Vigilar y castigar es un libro sobre la transformación del sistema penal en la Francia de los siglos XVII al XIX, que curiosamente me sirvió para darle vueltas a mi crisis. Una crisis laboral que es también existencial y que aqueja hoy a muchas personas dedicadas a la academia, pero también al arte y la cultura.