La cuarta edad

“Hablar de sí es un hábito de la edad tardía.
Y sólo en parte cabe atribuirlo a la vanidad”.
—Norberto Bobbio

Ya es junio. Con la tremenda J de vejez que persigue a muchos de quienes andamos empeñados en huirle. Hay quien acepta con prudencia que la vida pasa y que el prólogo de la muerte puede ser largo o corto, pero es mejor que sea tranquilo. Hay varios, como yo, que se resisten a aceptar eso de que lo debido es caminar despacio, dejarse las canas, ir cuanto antes por la credencial que identifica como miembro de la tercera edad, no afligirse demasiado por el rizo de las pestañas o el color de los zapatos y, sobre todo, cuidarse. A mí hace diez años que eso me cuesta trabajo. O que me le resisto. Y no aprendo. Durante el último lustro, me he caído cinco veces. Tres de ésas tuve que ir al hospital, las otras dos han sido asuntos menores que de cualquier modo me ponen frente a quienes bien me quieren, convertidos también en quienes me mal ven.

‘Pero yo lo leí’, dijo Soledad

Entre los muchos libros que ya no escribí, ha estado siempre uno cuyo título me encandila. Se hubiera llamado Cuentos de hadas para niñas listas. Sin duda uno de los personajes centrales habría tenido que ser Marisol. Esta mujer valiente y preciosa cuya vida ha acompañado tantos esfuerzos esenciales, tantos aprendizajes, tantas batallas. Empezaría la fábula dedicada a una de las nietas de esta lectora precoz, apasionada y cabal: “Hubo un tiempo, en un país varias veces derrotado, una niña extraordinaria, la hija menor de una larga familia de mujeres audaces. Por lo mismo, la más audaz. Tenía las manos delgadas y entre los ojos la luz de quien se empeña a diario en descifrar un misterio. Y era inteligente como el fuego que llevaba en el orden de su índole aguerrida”.

Don de alegría

Algunos se preguntan por sus dioses. Otros los sienten cerca. Una de mis amigas cree en el Dios con mayúscula y reza para encontrar respuestas. O se abandona a los designios de quien gobierna la certeza que ella deja en Él, la paz con que pone en sus manos el destino de sus bienamados.

Pero también estamos en la vida los descreídos, los más inermes. Sobre todo, cuando nada urge más que creer en algo, cuando el mundo se desvencija a nuestro alrededor y nos horroriza el mal, pero no tenemos cómo enfrentarlo. No sabemos del poder, sino que daña con su afán y se ejerce cada vez con más desvergüenza. Bastó oír a Trump agrediendo sin misericordia al presidente Zelenski para lamentar su existencia y nuestra incapacidad para cuidar al mundo de lo que pueda traerle la pura mención de una Tercera Guerra Mundial.

¿Día de la Mujer?

Cuando empecé a escribir, hace muchísimos años, consideraba que el Día de la Mujer era un invento demagógico y frustrante. ¿Para qué un Día de la Mujer? ¿Por qué no todos los días eran de la mujer? ¿Por qué no alzarse de una vez con todo el año y todos los años si había sido posible declararme libre y segura en cuanto quise?

Entonces las empeñadas en marcar el Día de la Mujer eran quienes se organizaban en grupos para entrevistar a un hombre o firmar un documento de apoyo al presidente. No me gustaba el Día de la Mujer tanto como me avergonzaba una canción ridícula compuesta por alguna persona sin cabeza: “A parir madres latinas, a parir más guerrilleros, ellos sembrarán jardines, donde había basureros”.

Sin miedo a caerse de la bici

Ella tenía 21 años, y la euforia de un colibrí, la tarde de verano en que parada en una esquina de la avenida Río Churubusco movió el brazo derecho haciendo, con el dedo de la mano, la seña con que se preguntaba: ¿me llevas en tu coche?

Se detuvo, en un auto blanco, un muchacho ni guapo ni feo ni malo ni bueno. Sin duda cordial. La joven agradeció el gesto y se puso a conversar durante dos minutos en torno al clima y el tránsito. Luego pasó los siguientes contando quién era, cómo se llamaba, en dónde había nacido, por qué vivía en esta ciudad, qué estudiaba, en qué trabajaba, cuándo había muerto quien murió, qué quería hacer cuando terminara la carrera. En medio, no sólo por cortesía sino por cabal curiosidad, le iba haciendo al muchacho las preguntas consecuentes.

Doscientos pesos y otro mundo

Tan consternada con mi futuro inmediato, en una ciudad aún pequeña y tímida, como porque mis hermanos y mis primos tenían el derecho, que yo también quise adquirir, de buscar universidad en el extranjero —¿qué más extranjero, entonces, que la Ciudad de México?—, vine a este ombligo de nuestro país movida por mi hermana y mi prima, más decididas que yo a dejar la presencia cercana de los volcanes y los novios predecibles. Podíamos haber esperado a casarnos con buenas personas que estarían dispuestas a hacerse cargo de nosotras pero, para bien, habíamos aprendido del aire de equidad y desenfado familiar que teníamos destrezas como para jugar a la vida en cualquier parte. Depender de otro hasta para comprarse los calzones no era nuestra mejor opción. Entramos a estudiar en la Ibero. Alis, Ingeniería; Verónica, Ciencias y Técnicas de la Información; yo, Sociología porque por indecisa no hice a tiempo el primer examen de admisión y para cuando lo pasé ya no había lugar donde me hubiera gustado más. Nunca estuve cómoda en aquellas clases; sin embargo fui puntual y puse atención hasta que conocí a mi vecina de cuarto en la residencia. Yo era, como ahora, alguien proclive a contarle sus dudas a quien se ponía cerca, y esa muchacha de pelo negro, largo y grueso estudiaba medicina en la UNAM. “¿Me llevas a verla?”, le pregunté.