En mi columna reciente aludí al hecho de que es frecuente no saber qué dilema nos causa más daño y nos distraemos haciendo frente a problemas menores o a minucias cotidianas. Tal dislate se halla presente en todos los niveles sociales o intelectuales dentro del género humano. Yo sugeriría lecturas y reflexión, no para hacernos más expertos en algún tema (entre más experto es uno el mundo desaparece), sino para deshacernos de visiones hegemónicas, limitadas e insensibles respecto a otras áreas del conocimiento.
Distraído
La distracción no es un método de conocimiento, pero sí representa un lugar común entre las personas que, a menudo, distraen su atención de aquello que resulta ser más importante para el bienestar de sus vidas: se preocupan de asuntos banales en vez de concentrarse en los acontecimientos vitales que las aquejan. Yo no me cuento entre ellas, aunque soy distraído por naturaleza y me encuentro indefenso a la hora de hacer tonterías. “¿Cómo pude ser tan francamente idiota?”, llego a preguntarme. Alguna vez me escribió un amigo que visitaba CDMX y no tenía un lugar donde quedarse por dos semanas. “¿Para qué preguntas? Mi departamento es tu casa y hay una habitación libre”, le respondí. Cuando tocó el timbre de casa y abrí la puerta me di cuenta de que se trataba de otra persona, un periodista de L.A. Times, cuyo nombre era igual al de mi amigo de Torreón y al que apenas si había conocido en un par de ocasiones.
La voz de mi padre
Después de que murió mi padre, a quien nunca le guardé rencor pese a su inclinación a ejercer su autoridad más allá de cualquier reclamo, cultivé un modesto funeral en la intimidad. Al pasar el tiempo me di cuenta de que su ausencia no me liberaba de su carácter influyente y que requería de su voz y sus consejos a pesar de no seguirlos o ignorarlos. Requería de su voz como si ésta fuera una especie de andarivel o hilo que enlazaba y daba sentido o gravedad a mis acciones. La requerí sobre todo cuando tendía a convertirme en un calavera, palabra tan en desuso hoy en día y que proviene, según he leído en un libro de Borges sobre el tango, del lunfardo en su significado de trasnochador, vicioso e irresponsable.
Sucedió hace tantos años
Recorrí varias cuadras desde la casa de la abuela hasta el cine Ajusco. Eso significaba un acontecimiento inolvidable para un niño de 6 años: por primera vez me enfrentaría a una pantalla cinematográfica. Y si añadíamos a tan magno acontecimiento el privilegio de llegar a la taquilla acompañado de la mano de mi padre, entonces mi orgullo tomaba forma y me convertía en esa difusa imagen que se acercaba al espejismo del niño feliz. La misión consistía en ver una película que los años han mantenido intacta en mi mente: Santo contra las mujeres vampiro, dirigida por Alfonso Corona y envuelta en la música de Raúl Lavista, aunque tan destacadas participaciones no le resultaban importantes a un niño de 6 años.
El sentido de las cosas
Desde Wittgenstein a Robert Brandom (o algún Juan Pérez) piensan que todo posee un sentido sólo si uno decide asignárselo. Nietzsche pensaba algo similar: somos nosotros los que les otorgamos sentido a las cosas según nuestro carácter, no porque estas cosas, físicas y sobre todo morales, lo guarden por antonomasia. Y con la palabra sentido quiero decir algo más que poner atención y creer que la realidad es única; significa orientarse, como individuos o comunidad, hacia alguna región de ese caos que tratamos de sobrevivir edificando una interpretación propia, un sendero; es un tema difícil de tratar en un espacio modesto, pero lo diré en otras palabras: mi madre les otorgaba un sentido descomunal a los perros. No sólo a los propios, sino también a los callejeros.
Humillados y ofendidos: sepultados
Joan Corominas hace descender la palabra humildad del vocablo humillar; y, por otra parte, en su conocido diccionario, alude al latín humus, para dar lugar a la idea de tierra. Yo, modesta y arbitrariamente, combino ambas palabras y defino al ente humillado como al ser que es enterrado, sepultado y jodido. Hablar en nombre o asumirse como el símbolo de los sepultados con el fin de acrecentar poder y bienes más capital moral es un dislate y, sólo para ponerme dramático, es también un acto criminal. Sobre todo si los sepultados son exhumados, (vocablo este sí del latín exhumare, o arrancado del humus). Les parecerá absurdo o pedante que me entrometa en los orígenes etimológicos de la palabrería, pero no me avergüenza, pese a no pertenecer a ninguna institución lingüística.