Nadie tiene estudio

Este ensayo quería ser la crónica de tres visitas a los estudios de tres jóvenes artistas que trabajan en Ciudad de México: un tour a través de sus técnicas, métodos y ritmos de trabajo que sería, al mismo tiempo, un tríptico de sus personalidades y, si todo salía según el plan, una polaroid de un momento en la historia del arte contemporáneo en México, no una cartografía total del mismo (eso sería una hazaña imposible para un ensayo, un libro, una bienal, incluso toda una vida). Pero la historia del arte siempre se inscribe en la historia a secas: en las condiciones materiales de producción. Y pues resulta que, para quienes producen cultura de forma independiente en el México de hoy, el signo rector de este instante en la historia de la economía política mexicana es la precariedad. En este momento ninguna de las artistas —entre quienes hay un hombre, pero a estas alturas ya cansa el masculino general— cuenta con un estudio fijo.

A pesar de la precariedad y la contingencia, sin embargo, las tres siguen produciendo y exhibiendo. Su práctica refuta el cliché del artista encerrado en su estudio, ese declamador de soliloquios que imaginó el siglo XIX. Estas artistas no necesitan un cuarto propio: salen al mundo, colaboran con toda suerte de colectivos, investigan lo cotidiano, desarrollan su obra desde el cuerpo, desde la experiencia de una existencia marcada por el cansancio de producir en un contexto en el que resulta agotador ganarse la vida.

Esto, por supuesto, no quiere decir que las situaciones de nuestras artistas-sin-estudio sean iguales. Cuando logré coincidir con ella, después de semanas de coordinación, para tomarnos un café en el cuarto al fondo de su casa donde solía pintar, Mariana Paniagua Cortés (Ciudad de México, 1994) estaba en medio de una mudanza: en unas semanas compartirá un estudio con la filósofa Sandra Sánchez. Por su parte, Héctor Dorantes (Guanajuato, 1997) acababa de volver de Colombia —y también de deshacerse de sus pertenencias materiales— y estaba viviendo en Tlatelolco, en el cuarto de invitados de un artista-galerista, como si fuera un híbrido de okupa y nómada digital. Por último, cuando por fin compartimos un croissant en Perisur a las 10:00 de la noche, luego de varios intentos fallidos de vernos en un contexto menos deprimente, Iliana Moreno (Ciudad de México, 1989) me dijo que estaba por dejar su antigua casa-taller por “cuestiones familiares”.

Paniagua Cortés, Dorantes y Moreno exhiben su obra de forma constante: podríamos decir que, hasta cierto punto, han sido reconocidas tanto por instituciones públicas como por la iniciativa independiente y privada. Más que creadoras recluidas en una torre de marfil, son trabajadoras inusuales, itinerantes, inquietas que producen arte: esa categoría difusa que es y no es una mercancía, cuyo valor de uso es inconmensurable con su valor de cambio, que nadie necesita para vivir y que, sin embargo, todos necesitamos para que nuestra vida valga la pena.

Más allá de que carecen de estudio, nuestras tres artistas se parecen en muy poco: no son de la misma generación ni comparten una afinidad estética. Si algo tienen en común, es que son vagamente “jóvenes”, que exponen en el mismo circuito de ferias y galerías y que de vez en cuando bailan en las mismas fiestas. Mi propósito en este ensayo es tomar la obra de esas artistas como un estudio de caso de ciertas tendencias del vasto panorama del arte que hoy se produce en Ciudad de México, donde el estudio ha quedado obsoleto.

El sentido de las cosas

Desde Wittgenstein a Robert Brandom (o algún Juan Pérez) piensan que todo posee un sentido sólo si uno decide asignárselo. Nietzsche pensaba algo similar: somos nosotros los que les otorgamos sentido a las cosas según nuestro carácter, no porque estas cosas, físicas y sobre todo morales, lo guarden por antonomasia. Y con la palabra sentido quiero decir algo más que poner atención y creer que la realidad es única; significa orientarse, como individuos o comunidad, hacia alguna región de ese caos que tratamos de sobrevivir edificando una interpretación propia, un sendero; es un tema difícil de tratar en un espacio modesto, pero lo diré en otras palabras: mi madre les otorgaba un sentido descomunal a los perros. No sólo a los propios, sino también a los callejeros.

Medicina: ¿hacer o no hacer?

Borrar de un plumazo el pasado es tendencia moderna. Lo nuevo apasiona y aprisiona: es un dictum de la modernidad. Aprender del pasado es esencial. La medicina ha recorrido largos caminos. Pasado es presente. Presente sin pasado conlleva errores. En medicina, Hipócrates es figura imprescindible.

A Hipócrates (460 a. C.-370 a. C.) se le llama el “padre de la medicina”, epíteto cuestionable, no por su falta de sapiencia, sino porque una disciplina como la medicina no puede ser hija sólo de una persona. La digresión previa como pretexto para reflexionar acerca del quehacer médico contemporáneo, cuyos derroteros deberían seguir el dictum hipocrático, “lo primero es no hacer daño” (primum non nocere), frase, por cierto, que no aparece en el Juramento Hipocrático; debido a eso, no todos los historiadores consideran la máxima como parte del legado de Hipócrates.

“Primero, no dañar”. A pesar de la continua repetición de esa idea la frecuencia de problemas que sufren los enfermos cuando los galenos se apartan de esa noción es enorme. Alejarse de la idea atribuida no es sólo responsabilidad médica. La irresponsabilidad la comparten pacientes, medios de comunicación y compañías tecnológicas y farmacéuticas, tejido denso, difícil de destejer.

Los medios de comunicación emiten incontables mensajes sobre la salud; los individuos al escuchar tejen su propio concepto de salud; las compañías farmacéuticas imponen sus proyectos y la tecnología médica siempre es más atractiva que las manos del galeno. Ante esa embestida, el galeno se ve atrapado entre hacer demasiado (solicitar incontables exámenes), o confiar en su sabiduría, apoyarse en la clínica y solicitar pocos exámenes.

Ficción: literaria o popular

“En cien años, la gente escribirá muchas más disertaciones sobre Harry Potter que sobre John Updike”, apuesta el exitoso autor de mágicas y coloridas sagas de fantasía, Brent Weeks. Y basa su predicción en que, a juicio suyo: “… Charles Dickens escribió ficción popular. Shakespeare escribió ficción popular […] El meollo del asunto es cómo queremos definir literatura”.

Si aceptamos la premisa brentiana y hablamos de literatura de ficción en su significado más amplio, nada hay que objetar sobre poner en la misma canasta, o en el mismo estante, a Jackie Collins y Toni Morrison, a James Clavell y Thomas Pynchon… Si separar a la ficción en literaria y popular, en artística y de género, en alta y baja literatura, es sólo obra de los tiempos, pedantería académica o esnobismo intelectual, para lectores libres de prejuicios este modelo binario sería tan inútil como cualquier otra propuesta que pretenda dividir lo que las letras han unido. Sin embargo, hay evidencia empírica suficiente —y ajena por completo a juicios estéticos— para apoyar dichas clasificaciones de la ficción.