El serrallo de Villa en Canutillo

No sé lo que había en la cabeza turbulenta y feroz de Francisco Villa, pero desde luego no la idea de una revolución social. Si le preguntaban por el orden nuevo que buscaba, mal describía una república de colonias militares, donde soldados que se hubieran ganado la tierra con las armas trabajaran y vivieran en una recia comunidad de temibles guerreros vueltos pacíficos agricultores.

Le dijo a John Reed: “Cuando se constituya la nueva república, pondremos al ejército a trabajar. Crearemos colonias militares, compuestas por los veteranos de la Revolución [...] Mi ambición es vivir en una de esas colonias militares [...] trabajar en mi propia granja, criando ganado y cultivando maíz. Estaría bien, creo yo, ayudar a hacer de México un lugar feliz”.

La historia lo escuchó. En julio de 1920, para que dejara las armas, el gobierno le dio la hacienda de La Purísima Concepción del Canutillo, 87 000 hectáreas con dos ricos valles cruzados por el río Florido. Había dentro de Canutillo otras dos haciendas, Las Nieves y Espíritu Santo, y varios ranchos, como los de Vía Excusada y San Antonio, en Durango, y Ojo Blanco, en Chihuahua. Antes de la Revolución habían llegado a pastar en Canutillo 24 000 ovejas, 4000 chivos, 3000 cabezas de ganado y 4000 caballos.

Cuando Villa y sus hombres se asentaron ahí, la bonanza se había ido, era sólo un recuerdo. Apenas había animales. La casa grande era una ruina. Tenía la forma de una gran plaza de pueblo, de cien metros por lado, pero sólo dos de sus muchos cuartos tenían techo, sólo se alzaba invicta la capilla sobre el paisaje desolado.

Canutillo era una obsesión de Villa. Para quedársela, en 1916 había matado a su dueño, Miguel Jurado, quien vivía ahí con su esposa y sus hijos: Carmen, de meses, Consuelo de 4 años y Bernabé de 12.

Villa cayó con sus hombres sobre la hacienda una mañana, mientras la familia Jurado desayunaba, detuvo al dueño y se lo llevó prisionero a la hacienda contigua de Torreón de Cañas, la cual también quería quedarse y había tomado de manos de su propietario, José Dolores Aranda. Villa encerró a Miguel Jurado en Torreón de Cañas y le exigió un pago de 50 000 pesos y la cesión legal de Canutillo.

La gente de Villa se llevó todos los animales de Canutillo, salvo una burra en la que la esposa de Miguel, con su hija de meses en brazos y sus otros dos hijos, recorrió los 40 kilómetros que los separaban de Torreón de Cañas. Ahí le permitieron al joven Bernabé ver a su padre. Su padre le dijo:

—Pretenden quitarme la tierra y la vida, pero sólo Dios me puede arrebatar la tierra.

Miguel Jurado pagó el rescate que Villa le pedía, pero no firmó la cesión de la hacienda. Villa mandó fusilarlo.

Según un testimonio recogido por Celia Herrera, en Pancho Villa ante la historia, Miguel había sido “torturado tan cruelmente” que había perdido la razón.

La mujer olvidada que entrevistó a Villa

Del 12 al 18 de junio de 1922 El Universal publicó una larga entrevista hecha a Francisco Villa en su hacienda de Canutillo, Durango, firmada por Regino Hernández Llergo. El reportaje, un hito periodístico y fuente socorrida entre especialistas de la Revolución mexicana, abre con la presentación de “Emilia”, “la mujer con pantalones”, a quien Regino describió con bombo y platillo. El retrato muestra a una mujer firme, alegre, dicharachera, valiente, que bailaba rumbas “con rapidísimos movimientos de cintura”, “reía coquetonamente” y era capaz de contar historias que llenaron de sentido los momentos más inciertos de aquel viaje. La Emilia que describió Hernández Llergo es, en sus palabras, la “amiga de las aventuras, enamorada del peligro” que en cuanto supo que El Universal lo enviaba a Canutillo, lo invitó a su casa para comunicarle que iría con él:

—Guasea usted… —repuse, riendo.

Y oíla en tono altanero:

—¡He dicho que quiero ver a Villa...!

Y juntos, acompañados del fotógrafo Fernando Sosa, abordaron el tren rumbo a Durango para después montarse en La Cucaracha, un destartalado Ford que transportaba el correo de Rosario a Canutillo, que los dejó en las puertas de la hacienda de Pancho Villa.

La noche de los generales

El tema de México bajo los presidentes sonorenses ha ganado interés de los especialistas y del público general en los últimos años. El libro The Sonoran Dynasty in Mexico. Revolution, Reform, and Repression (Nebraska University Press, 2023), de Jürgen Buchenau, profesor de la Universidad de Carolina del Norte, se suma a los estudios que ofrecen nuevos ángulos de la época.

El hilo conductor es el ejercicio del poder por los presidentes sonorenses, que combina consenso y coerción, alta y baja política, política interior y exterior, retórica y consecuencias. La construcción de coaliciones es un recurso para lograr apoyos y legitimidad que explican su ascenso y permanencia en el poder. Con el lanzamiento del Plan de Agua Prieta en 1920 formaron una alianza para enfrentar al presidente: se volvió jefe de un partido que promovía como sucesor a Ignacio Bonillas y obstaculizaba que Álvaro Obregón compitiera. En 1929 reunieron una coalición que estableció una liga de las cúpulas de partidos locales —el Partido Nacional Revolucionario—, que alejó el espectro del continuismo —no hubo un heredero de Obregón ni Calles fue reelecto— y de la amenaza de un golpe militar o de la anarquía. Se asistió —más tarde se sabría— al parto de una maquinaria electoral: federal por la forma, centralista en el fondo, sin fronteras con el gobierno, que cristalizó como el partido dominante.

Imperium vs. Dominium

Una de las principales disputas entre críticos y defensores del proyecto obradorista tiene que ver con la libertad y la mejor manera de protegerla. Se trata de un viejo debate y una forma de enmarcar esa discusión en el caso mexicano es echando mano del ideario republicano.

El hilo conductor de esa tradición política es conceptualizar la libertad como “no dominación”. Según esa postura, la libertad no consiste, como se interpreta de manera “negativa”, en la no interferencia ni tampoco puede ser equiparada al ideal de autodominio propuesto por quienes defienden una perspectiva “positiva”. El planteamiento republicano es una tercera opción según la cual una persona es libre si y sólo si no está sujeta o expuesta a la dominación de otros. Esto difiere de la intervención tal y como la entiende el liberalismo clásico en un doble sentido. Primero, uno puede ser dominado sin interferencia alguna. El ejemplo clásico es el de un esclavo cuyo dueño es benévolo y lo deja en paz. Segundo, alguien puede interferir sin que eso implique dominación, si lo hace de manera no arbitraria y rastreando los intereses declarados de la persona en cuestión.

Oración del 10 de febrero

Hace diecisiete cinco años murió mi pobre magnífica padre madre. Así iba a abrir mi ensayo: borrando la apertura de otro ensayo, la obra-de-luto de otro hijo-escritor. La fecha lo ameritaba: media década sin Laura, casi la sexta parte de mi vida. Pero el arte de perder, como sabía Elizabeth Bishop, es difícil de aprender. Reconciliarse con una ausencia irremediable es menos una maduración filosófica que una sucesión de cortocircuitos. Nada sorprendente aquí, ¿cómo podría ser de otra forma? Ante una madre que deviene en polvo, en sombra, en nada, una madre que ya no escucha ni responde, devenimos en brutos, en piedras sin su lenguaje. Y entonces nuestra mente, esa yegua espantadiza, al vernos desnudos de los símbolos que amortiguan nuestro paso por el mundo y presas de un dolor sin mediaciones, opta por la fuga. Olvidos convenientes, errores motivados, fantasías, delusiones, autoengaños, metáforas hermosas que transforman a nuestras vidas en ríos y al morir en la mar, incluso la brevísima psicosis que nos convence, en medio del velorio, que su pecho aún se mueve, que todavía respira, que vive o resucita: cualquier embuste es útil, incluso adictivo, si nos permite negar, o al menos olvidar por un momento, el hecho atroz de la muerte de la madre.

Para quienes amábamos a nuestra madre con ambivalencia, porque su amor nos lastimaba al mismo tiempo que nos sostenía, y en consecuencia descubrimos, entre el dolor de nuestra pérdida, un alivio imperdonable que pronto se convierte en esa culpa infinita, ese aferrarse a la tristeza, ese masoquismo del recuerdo que Freud llamaba melancolía, la fuga del duelo, que en espíritus más sanos suele durar meses, bien puede extenderse por años, incluso toda la vida.

Conversando con una amiga, uno conjuga en presente a quien desde hace años habita en el pasado. Uno sueña con ella y, tras despertar, tarda media mañana en recordar que ya no existe, sólo para luego echarse a llorar como el día en que dejó de existir. Uno se olvida de poner la ofrenda —cosa imperdonable en el hijo-escritor de una mujer para quien el Día de Muertos era el centro espiritual de la vida— y corre al mercado poco antes del anochecer del 2 de noviembre, sólo para enterarse de que ya no queda cempasúchil. Uno visita el panteón para dejar flores al pie de su nicho y, luego de parpadear para cerciorarse de que no está alucinando, confirma que la lápida reza “Laura Pérez Velázquez” en lugar de “Laura Pérez Vázquez”. Uno se dispone a escribir un ensayo conmemorando el primer lustro desde el fin del mundo, un ensayo que también sería sobre la muerte del padre de Alfonso Reyes, y descubre que este invierno no se cumplen 111, sino 112 años del mes que Reyes bautizó como “febrero de Caín y de metralla”, lo que quiere decir que este 10 de febrero marcará no el quinto, sino el sexto aniversario de la agonía apoteosis asunción muerte de mi madre.

El último gigante

Fredric Jameson (1934-2024) fue uno de los más grandes teóricos de la literatura de los últimos sesenta años. Quizá esto suene desconcertante, pues: ¿qué significan hoy los estudios literarios? ¿Puede alguien perteneciente a ese ámbito alcanzar un tipo de celebridad que trascienda lo académico? Los estudios literarios —la teoría y la crítica literarias, la literatura comparada— no atraviesan sus mejores horas y quizá sean considerados ámbitos menores dentro del campo de las humanidades. En Función de la poesía y función de la crítica (1939, 1964) T. S. Eliot caracterizaba la crítica literaria como el estudio del desajuste que se da entre la poesía y el mundo y que, en consecuencia, si se examinaba la historia de la crítica podría captarse qué es lo que varía y qué es lo que permanece a propósito de esa tensión a lo largo del tiempo. De ser cierto, los estudios literarios tendrían también un tremendo interés antropológico, social y filosófico, pues permitirían acceder tanto a esos principios invariantes como a la historicidad y variabilidad de su expresión. Eso es precisamente lo que sucede con los grandes nombres de la teoría y la crítica literarias, figuras de un peso teórico que rebasa lo literario y se les conoce más allá de su ámbito propio, como es el caso de Erich Auerbach, Northrop Frye o Edward Said. De forma parecida a lo que sucede con este último y su noción de orientalismo, la obra de Fredric Jameson corre el riesgo de verse opacada por la tremenda difusión que logró con sus textos sobre el posmodernismo.

Posmodernidad-posmodernismo

Jameson ya era una figura prominente en los estudios literarios por Marxismo y forma (1971), La cárcel del lenguaje (1972) o The Political Unconscious (1981), pero su fama se restringía al circuito de la literatura comparada —Claudio Guillén avaló la publicación de los dos primeros libros para Princeton University Press— y a los departamentos de lenguas germánicas y romances —a menudo puerta de entrada en la academia estadunidense de lo que se considera “teoría” en el ámbito de las humanidades—. Pero en 1984 publicó un artículo para New Left Review que le haría mundialmente conocido: “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado”. En ese texto conectaba manifestaciones culturales contemporáneas (literarias, fílmicas, arquitectónicas) con la fase del modo de producción capitalista en la que nos encontramos, caracterizada por la divergencia entre fronteras políticas y económicas y por la existencia de un verdadero mercado mundial dominado por empresas transnacionales, tecnologías de la comunicación y complejísimos flujos financieros. En ese artículo Jameson tomaba la noción de “mapas cognitivos” del urbanista Kevin Lynch y le daba un nuevo alcance político que otros autores contemporáneos no han cesado de explotar desde entonces. En 1973 el economista Ernest Mandel había publicado Der Spätkapitalismus, un libro en el que describía ese momento del capital. El texto se tradujo al inglés en 1975 como Late capitalism, el término que acabaría empleando Jameson y que en castellano suele traducirse como “capitalismo tardío” o “capitalismo avanzado”.

El juego de naipes en la Nueva España

Aficiones honestas o deshonestas, apuestas que arruinaban familias, ociosidad que promovía la vagancia y la clandestinidad y perjudicaba al trabajo: en los nuevos reinos de las Indias occidentales los juegos fueron en varias ocasiones objeto de reiteradas pragmáticas que regulaban su permisión o su condena. Desde el siglo XVI, el virrey don Antonio de Mendoza había prohibido en 1539 que se jugara a los naipes “en poca ni en mucha cantidad, ececto al tres dos y al triunfo, malillas, ganapierde de cartas e no otro alguno”. Y en estos pocos permitidos no podían jugarse más de seis pesos de oro común al día; tampoco se debía jugar en sitios ocultos ni a puerta cerrada. Los más vigilados eran los mercaderes porque se solía jugar en las tiendas; se les avisaba de la multa de diez pesos de oro. Cincuenta años después se seguía jugando y continuaban las prohibiciones sobre todo, para las mujeres, al parecer las más viciosas; se les quitaba también toda ocasión de reunirse. Según unas Ordenanzas y un pregón de la ciudad de México sobre el juego de naipes de 1583, se prohibía

que las dichas mujeres, casadas ni solteras, doncellas ni viudas, jueguen en sus casas ningunos juegos de naipes, dados, tablas, asares ni arenillas en poca ni en mucha cantidad; por pasatiempo, entretenimiento ni otros casos que subcedan de conversación, dineros, preseas, almuerzos, colaciones ni otra cosa alguna, so pena que la tal persona en cuya casa se jugaren los dichos juegos o cualquiera dellos en la forma susodicha por las dichas mujeres, sea habido y tenido por tablajero público.

Ya se había percatado también el fraile viajero Thomas Gage, en 1625, de este vicio de las mujeres:

A lo que se dice de la lindeza de las mujeres, puedo yo añadir que gozan de tanta libertad y gustan del juego con tanta pasión, que hay entre ellas quien no tiene bastante con todo un día y su noche para acabar una manecilla de primera cuando la han comenzado. Y llega su afición hasta el punto de convidar a los hombres públicamente a que entren en sus casas para jugar.

Un día que me paseaba yo por una calle, con otro religioso que había ido conmigo a la América, estaba a la ventana una señorita de grande nacimiento, la cual, conociendo que éramos chapetones (nombre que dan a los recién llegados de España el primer año), nos llamó y entabló conversaciones con nosotros. Después de habernos hecho algunas preguntas muy ligeras sobre España, nos dijo si no queríamos entrar, y jugaríamos una manecilla de primera.

El último gritón

—¿Aquí en la Ribera? ¡Sí, aquí en la Santa María la Ribera mataron al taxista!

Son las nueve de la mañana y la esquina está atorada de godínez que van tarde al trabajo. En la salida de la parada del metrobús en Buenavista, se oyen los gritos de un hombre chaparro y macizo, vestido con una playera, pantalones de mezclilla y una gorra del Partido del Trabajo. Así siempre se viste Felipe. Un megáfono, descolorido y cascado por las décadas, amplifica su voz. Cuando alguien pasa frente a él, Felipe alza un ejemplar de La Prensa y le enseña al desconocido la foto de una cara sangrienta enmarcada por la ventana de un taxi.

—¿Periódico, güero? Para enterarte de los hechos.

En medio del bullicio, un niño gordito con una sonrisa cachetona se aferra a la mano de su mamá.

—¿A-quí en la li-ber-a? —susurra el niño.

Hace 36 horas, a las 10:00 de la noche del 17 de enero de 2024, dos motocicletas emboscaron al taxista. Los primeros cuatro de un total de ocho disparos quebraron el parabrisas y el silencio de la noche. Los paramédicos informaron a los medios que la víctima probablemente murió de inmediato; los asesinos huyeron antes de que alguien los viera. Según los reporteros que cubrieron el incidente, fue un asesinato de poca monta. Aun así, Felipe decidió pregonarlo, pues si bien la mala calidad de las fotos sugería que algún reportero las había encontrado en Facebook o WhatsApp, las imágenes mostraban el rostro de la víctima, y la gente siempre quiere ver la cara. El producto que Felipe vende no es en realidad el periódico, sino la posibilidad de reconocer a los muertos: “¡No mames, es el hijo del panadero!”.

—¿Periódico, jefe? —repite Felipe.

La cara del transeúnte se tuerce en una mueca, o tal vez una sonrisa, pero sigue caminando hacia el metrobús.

—¡Mira cómo lo balearon! —grita Felipe al acercarse a una pollería—. ¡Aquí compraba su pollo! ¡Vengan a comprarle un pollo fresco al de los ojos verdes!

El pollero sonríe y compra un ejemplar de La Prensa por 18 pesos:casi el doble de lo que cobran en los puestos, cosa que sus encargados resienten. Algunos, sin embargo, reconocen que ninguno de ellos ha aguantado más madrizas que Felipe, cuyo precio refleja el valor añadido del carisma, los huevos y el encanto anticuado de un oficio en extinción.

 

Según él mismo proclama, Felipe es el último gritón de Ciudad de México. Dudo que sea cierto, pero el hecho es que, tras dos años de búsqueda, no he encontrado a otro. En una época en la que la crisis económica de los medios de comunicación y el auge de internet amenazan con terminar con los periódicos impresos, es una certeza que los gritones como Felipe están por desaparecer. Lo que define al oficio de gritón no es sólo que quienes lo practican cuentan los detalles de la desgracia a través de un megáfono, sino que no están atados a una u otra esquina o colonia: van a donde sea que haya muertos en la calle. En la época dorada de los medios impresos era común encontrar a varios en el lugar de los hechos. Hoy Felipe es el único que se aparece.

Todos los días, Felipe despierta a las cinco y viaja en transporte público desde su casa en Chimalhuacán a un expendio en el Centro Histórico. Trabaja de manera compulsiva, en parte porque Felipe, como muchos padres de familia de cierta generación, tiende a postergar su regreso a casa, aunque no se da al alcohol ni a las mujeres, sino al cotorreo. Necesita conversación como otros necesitan un trago o una compañera. Al llegar al expendio, Felipe pasa media hora leyendo la nota roja para decidir qué artículo de qué periódico es más vendible. Cuando tiene dinero, se da el lujo de desayunar café y pan dulce en la calle, donde conversa con otros vendedores de periódicos y con reporteros de la fuente policiaca. Antes de salir a vender, Felipe necesita saber si la familia del occiso es oriunda de la zona donde va a pregonar, pues ya van varias veces que se mete en algún velorio sin querer y nunca le va bien. Además, los fotógrafos de la nota roja quieren saber qué noticia piensa gritar: compiten por su atención tanto como por la portada.

 

En el Kiosco Morisco de Santa María, la mayoría de la gente sonríe al ver a Felipe. Algunos carcajean cuando cuenta un chiste a través del megáfono; otros salen de sus casas corriendo para comprarle un periódico. Estos últimos representan parte importante de su clientela: amas de casa, jubilados y vecinos que escucharon los disparos pero no quisieron bajar a investigar.

—¿Oye, y a cuántos balazos lo mataron? —pregunta un hombre.

—¿Estuvo gacho? —pregunta otro, mientras contempla las heridas de bala en la cabeza del taxista. —¿Cómo se llamaba el muertito?

La información suele estar en las notas, pero los curiosos no están preguntando por un simple nombre. Sospechan que Felipe, al pasar todo el día en la calle, se entera de secretos. Un encuentro con él promete el deleite de chismear con quien tiene acceso a hechos que aún no han sido escritos. Tanto sus clientes como quienes lo desprecian suponen que existe un vínculo ambiguo entre Felipe y los crímenes que pregona. Lo imaginan, no sin razón, como editor y reportero. En el mundo de la nota roja, todo se parece a los intercambios entre Felipe y sus clientes: los titulares burlones imitan el ingenio del lenguaje popular o la revelación de un secreto íntimo; los reporteros más hábiles se hacen pasar por vecinos chismosos.

De librerías y recomendaciones

Ha salido a la venta otro libro sobre librerías, La librería de los deseos de Eric de Kermel (New Compton Editores, Barcelona, 2024). Hay una larga lista de novelas sobre librerías y sus clientes, algunas llevadas a la pantalla como La librería de Penélope Fitzgerald, o historias basadas en hechos reales como La librera de París de Kerri Maher, que cuenta la historia de Sylvia Beach y su famosa “Shakespeare and Company”. O la de 84 Charing Cross Road con el intercambio epistolar que mantuvieron durante veinte años Helene Hanff, una joven escritora desconocida, y los empleados de una librería de viejo de Londres, principalmente Frank Doel.