Educación en México:
Emergencia y catástrofe

El pasado 23 de febrero se viralizó en redes sociales el video en el que un alumno de la secundaria técnica 67 de Ciudad de México intenta leer un texto en español en presencia de Claudia Sheinbaum. Era una de esas prácticas que, como osos de organillero, acostumbran los maestros con los estudiantes cuando va alguna personalidad a visitar la escuela. El número no resultó. El chico, de unos 13 años, se mira angustiado, alcanzó a decir apenas unas cuantas palabras entre risas de la ilustre invitada y la directora del centro, trastabilló y abandonó frustrado el podio. Salió mal. O, mejor dicho, fue un reflejo trágico de lo que está pasando en buena parte de la educación pública mexicana. Veamos.

Establecer los fines de la educación es una reflexión filosófica tan antigua como la humanidad misma. Pero proporcionar una educación de calidad puede representarse de manera muy gráfica y consiste en que los niños aprendan lo que deben aprender, lo aprendan bien y eso se exprese en los logros de aprendizaje. En el episodio relatado, la pregunta es sencilla: ¿el alumno sabía leer, pudo hacerlo o no? Hay muchas salidas: trivializar el hecho, decir que se puso nervioso, tuvo un mal día u ofrecer explicaciones pedagógicas, pero el resultado es el mismo, no pudo. Y es criminal con el niño, con sus padres y la sociedad que la escuela pública no pueda proporcionar lo más básico: enseñarlo a leer debidamente. Quizá cuando, en modo woke, domine el náhuatl, correrá con mejor suerte.

Ése es el centro del problema en que México está metido —y vaya que ya tiene demasiados— y cuya solución exige reconocer que estamos ante una emergencia educativa. ¿Qué quiere decir esto? Comprender que si lo que todo país quiere es que mejoren los logros de aprendizaje y las trayectorias de los estudiantes, eso dependerá de armonizar un círculo virtuoso compuesto por la efectividad y excelencia del modelo, los planes y programas educativos; las habilidades, competencias y desempeño de maestros y alumnos; la dedicación de los padres de familia; el liderazgo escolar; la formación y selección de docentes; la inversión en infraestructura, y los recursos tecnológicos y didácticos al alcance del alumno.

¿Por qué la caída del 6 % al 2 %?

En dos sexenios consecutivos, de 1958 a 1970, cuando fue ministro de Hacienda Antonio Ortiz Mena, la economía del país no sólo creció al 6 % anual, sino que este avance se obtuvo sin inflación y sin incremento de la deuda pública… La política económica aplicada durante el periodo neoliberal, de 1983 a la fecha, ha sido la más ineficiente en la historia moderna de México. En este tiempo la economía ha crecido en 2 % anual.

Retomo ese fragmento del discurso inaugural del presidente Andrés Manuel López Obrador para señalar cómo ignoró contextos y causalidades y comparó peras con manzanas. Esos sesgos podrían atribuirse a un discurso populista que arropa la realidad a su conveniencia. Pero la falta de objeción del gremio de los economistas sugiere algo más preocupante: una auténtica confusión acerca del crecimiento de México. ¿Como pudimos crecer tan rápido durante el Desarrollo Estabilizador y luego tan poco durante el periodo neoliberal, a pesar del incontestable éxito exportador de nuestro país y el postulado de la teoría económica convencional de que la apertura comercial debería favorecer el crecimiento?

La experiencia mexicana con el crecimiento ha sido alucinante, quizás única.

Kafka nos describió antes

Cuando Borges señaló que Kafka había logrado influir en el pasado, Andrés Neuman no tardó en afirmar que leer es un acto secretamente colectivo, pues su obra interviene en nuestra memoria y, al hacerlo, abre nuevas posibilidades para el futuro.

En 1925, mientras Hitler publicaba Mi Lucha, Stalin consolidaba su poder absoluto en la Unión Soviética y un coronel español de apellido Franco dirigía el decisivo desembarco de Alhucemas en la Guerra del Rif, el mundo avanzaba sigilosamente hacia un punto de no retorno. Aquel decisivo año, marcado por tensiones políticas, ideológicas y militares, sentaría las bases de los grandes conflictos que definirían el rumbo del siglo XX.

Entre tanto desasosiego, un abogado de origen checoslovaco, nacionalizado israelí, tomó una decisión que cambiaría para siempre el panorama de la literatura contemporánea. Max Brod, ignorando la última voluntad de su amigo Franz Kafka, fallecido tan sólo un año antes y quien le había pedido quemar todos sus manuscritos “hasta la última página”, sacó a la luz El proceso.

Han pasado cien años de esos sucesos, estamos en 2025 y se le atribuye a Mark Twain decir que “la historia no se repite, pero rima”. La frase encierra la despejada profundidad del enigma para tiempos en los que los fascismos y los populismos van de la mano de multimillonarios cuyas distorsionadas ideas de progreso moldearán nuestro futuro a costa de la democracia y la igualdad social.

El liderato estadunidense frente al sur global

El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca es considerado por muchos como el fin de una era. El orden lidereado por Estados Unidos, el orden internacional liberal, puesto en pie tras la Segunda Guerra Mundial y que se paseó triunfante por el mundo tras el fin de la Guerra Fría, ya no existe. De hecho, el secretario de Estado estadunidense, Marco Rubio, describió ese orden como “obsoleto” durante sus audiencias de confirmación en enero de este año. En su lugar ha surgido una cruda visión del mundo: sólo el interés nacional rige las relaciones internacionales; la transacción es el nombre del juego; y el poder manda.

Para muchos en el mundo en desarrollo, sin embargo, la muerte de ese orden encabezado por Estados Unidos no debe lamentarse. Al fin y al cabo, como suelen señalar estos países, el orden internacional liberal a menudo no era ni liberal ni internacional ni ordenado. Además, tuvo dificultades para incluir de forma significativa a los países no occidentales. Los gobiernos de las llamadas potencias medias, como Brasil e India, llevan mucho tiempo quejándose de que las instituciones y estructuras mundiales siguen alineadas de manera desproporcionada con los intereses de los países ricos en detrimento del resto.

El sur global es una categoría amorfa y muy debatida, que incluye un amplio abanico de países. En pocas palabras: describe a la inmensa mayoría de la población mundial que vive en países que fueron colonizados en África, Asia, Oriente Medio y América Latina. Algunos especialistas añaden China a la mezcla —en las Naciones Unidas, China figura como miembro del G-7, la coalición de países en desarrollo—, pero su inclusión se presta a confusión. La principal economía manufacturera del mundo —la fábrica del globo— difícilmente puede considerarse un país en desarrollo, aunque Pekín insista en lo contrario. Lo único que parece unir a esta enorme agrupación de Estados es una insatisfacción compartida con el orden internacional tal como existe.

Una forma en que los países del sur global quieren cambiar ese orden es reformando las instituciones multilaterales, como el Consejo de Seguridad de la ONU, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, para hacerlas más representativas. Este esfuerzo se enfrenta a serios obstáculos y parece poco probable que dé resultados significativos en un futuro próximo. Estos países también han manifestado su interés por sustituir al dólar como moneda de reserva e instrumento comercial. Y, a sabiendas o no, apoyan a China en cuestiones polémicas relacionadas con el medioambiente, los derechos humanos y la gobernanza democrática. En una época de pugnas entre grandes potencias, este tipo de defensa desde el sur global corre el riesgo de llevar agua al molino de Pekín, favoreciendo el ascenso de China y acelerando el declive de Estados Unidos.

Estados Unidos, el imperio del caos
Entrevista con Mauricio Tenorio

El imperialismo estadunidense ha sido una constante histórica, desde su expansión de territorio hasta su influencia global tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la era contemporánea, marcada por figuras como Donald Trump, ha puesto en evidencia un imperio que combina ambiciones desmesuradas con una notable debilidad económica, política y militar.

La retórica imperialista de Trump, llena de simbolismos y provocaciones, resucita viejas narrativas del Destino Manifiesto, mientras confronta una realidad de derrotas militares, abandono de aliados y crisis internas. ¿La presidencia de Trump es un reflejo de la decadencia del imperio o una revitalización de su poder?

Para entender esa dinámica, conversamos con Mauricio Tenorio, historiador y profesor de Historia en la Universidad de Chicago, sobre las raíces del imperialismo, su evolución tras 1945, y cómo las acciones y discursos recientes proyectan ambiciones e incapacidad.

Valeria Villalobos: Mauricio, hagamos un poco de historia: ¿cuáles son los principios del imperialismo estadunidense y cuáles son los discursos que lo sostienen?

Mauricio Tenorio: Generalmente, los historiadores ubican el principio del imperialismo estadunidense en 1898. Algunos a partir de 1846 y 1848 con la guerra con México. Pero en realidad mi opinión, y la de varios colegas míos, es que Estados Unidos nace imperial: es nación para ser imperio y es imperio para ser nación. Siempre lo fue. Surge como la unión de varias colonias independientes, que no de toda la América británica. Recordemos que en Canadá las colonias hacia el norte no siguieron a los revolucionarios de las trece colonias, y que en 1812 Estados Unidos se va a la guerra con el Imperio inglés, y contra los aliados indios para liberar a Canadá y no lo logra. Tú puedes decir: “Eso es como San Martín y Bolívar tratando de liberar a Perú que no quería ser independiente”; pero también puedes verlo como el imperialismo norteamericano que quiere comerse la parte canadiense, como ahora anuncia el presidente Trump que resucita 1812, y muchos otros intentos a lo largo del siglo XIX y XX, para hacer de Canadá uno o más estados de la unión estadunidense.

En la guerra contra México hubo una evidente oposición antiimperial —sin tomar en cuenta todas las luchas con los indígenas y los distintos lugares— y  una imperial. Lo mismo en la compra de Alaska, Florida y Hawái. Después de 1898 Estados Unidos sale completamente del clóset como imperio. No sólo por la guerra con España —que fue una guerra muy chiquita por Cuba, Puerto Rico y Filipinas—, sino por las consecuencias en el momento de comprar Alaska y en el momento de la anexión de Hawái. Es el momento en que Estados Unidos se enfrenta contra unos Washingtons filipinos que querían ser independientes. Es una guerra larga y muy penosa, que es nada más que imperial. Estados Unidos estaba defendiendo una colonia en Filipinas en contra de gente que quería ser independiente.

A partir de entonces surgen grandes movimientos a favor y en contra del imperialismo. Primero, así como el presidente Polk a mediados del siglo XIX era un gran imperialista, también había un gran movimiento antiimperialista y pacifista. Un gran poeta romántico estadunidense, James Russell Lowell, fue un gran opositor antiimperialista frente a la expansión a México. Y así, a finales del XIX y principios del XX hubo grandes antiimperialistas, como William James y Mark Twain. Hubo, también, un partido antiimperialista que se opuso a lo que Estados Unidos estaba haciendo en Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Hawái.

PRD
Crónica personal de un naufragio

En agosto de 2015 fui invitado a afiliarme al Partido de la Revolución Democrática y a competir por su presidencia. Me invitaron dirigentes de las dos corrientes perredistas más grandes, Nueva Izquierda (NI) y Alternativa Democrática Nacional (ADN), cuando yo era diputado federal electo por ese partido en calidad de externo. La invitación me dejó perplejo. Cierto, soy socialdemócrata y, si bien llevaba entonces una década de lleno en la academia, tenía credenciales políticas como exdirigente y exdiputado colosista y como simpatizante del PRD. Pero simpatizar no es militar, y mi militancia en el perredismo era nula. Dos factores explicaban la insólita propuesta: 1) a mediados del sexenio de Enrique Peña Nieto se volvió políticamente inconveniente para el perredismo mantener su sociedad con el gobierno iniciada en el Pacto por México, debido a que se evidenció la gigantesca corrupción del priñanietismo —de la cual yo había sido muy crítico desde mi trinchera académica y periodística—; 2) la crisis perredista obligaba a abrir a la sociedad civil las puertas del partido.

Cuando le pregunté a la primera persona que me lo pidió por qué había pensado en mí, su respuesta fue una sincera, cruda y estremecedora autocrítica: “Porque tú sí puedes mandar a la chingada a Peña y a Manlio”, me dijo textualmente. Y sí, eso era lo que pedía a gritos el PRD. La atrocidad de Ayotzinapa le había pegado en la línea de flotación a una embarcación ya horadada por la salida de Cuauhtémoc Cárdenas y de Andrés Manuel López Obrador —quien se llevó millones votos a Morena—, la falta de credibilidad en los líderes tradicionales por la inveterada guerra entre tribus y por su cercanía con el oficialismo: todo conspiraba contra los esfuerzos endógenos de enmendar el plan de navegación. En medio de la crisis más profunda de la historia del partido, el presidente y el secretario general del Comité Ejecutivo Nacional anunciaban su renuncia y querían dar un golpe de timón para alejar al partido del gobierno. Decidí considerar la invitación porque sabía que, de llegar a ese cargo, tendría instrumentos para combatir a un gobierno corruptoy también —lo admito— porque la locura de la propuesta revivió el idealismo de mi juventud, sepultado bajo los escombros del malhadado proyecto de Colosio. Yo entré a la política a los 23 años, en calidad de soñador y con bastante ingenuidad, y requerí una buena dosis de masoquismo para ejercerla siempre con más dolor que placer; tras bastantes decepciones, con un amigo asesinado, me retiré de ella asqueado.

Pero las esperanzas son como las cucarachas: uno puede lanzarse contra ellas a escobazos y pisotones sólo para descubrir, cuando las cree muertas, que se levantan y vuelven a correr. Así que a fin de cuentas acepté el desafío. Sabía que el PRD estaba al borde del naufragio, pero me envolvió un aluvión de entusiasmo e imprudencia juvenil. Recordé una frase que asocio con Tocqueville, pero cuya fuente no acierto a ubicar: en tiempos de cataclismos hay que escuchar a los locos. Y los escuché, me escuché: me subí al averiado barco a buscar el timón. Por cierto, mi entrada al proceso de sucesión no garantizaba mi triunfo: había en principio voluntades importantes, susceptibles de convertirse en el respaldo en bloque de NI y ADN y con ello en más de la mitad de los votos del Consejo Nacional, pero ni lo de NI estaba cocinado ni me bastaba ese respaldo, pues necesitaba mayoría calificada. Por eso me dediqué a cabildear con las demás tribus para construirla. Más temprano que tarde corroboré lo que me temía sobre el apoyo de NI. Hubo renuencia de su líder, quien estaba molesto porque no se le consultó ni la renuncia del presidente ni la idea de un sustituto externo. Finalmente, tras una conversación conmigo, a regañadientes, dio su anuencia y mi candidatura, que para entonces ya contaba con adeptos entre los grupos minoritarios, se consolidó. Entonces lo acabé de entender: no me habían ofrecido la presidencia del PRD, sino la posibilidad de ser un candidato fuerte.

Luis Miguel Aguilar:
Todo el camino

La aparición bilingüe de los Selected Poems de Luis Miguel Aguilar, en traducción de Kathleen Snodgrass (Shearsman Books, 2024), constituye una agradable sorpresa para quienes hemos seguido su obra durante casi medio siglo. Revela, asimismo, el catálogo de poemas que el autor y la traductora han decidido compartir con el mundo anglófono, uno de los favoritos del autor. Los 47 textos congregados en esta muestra indican el largo y sinuoso camino del poeta mexicano. Quisiera recoger en esta nota algunos de los asombros que me deparó la lectura en espejo de este volumen. Seré personal, digresivo y anecdótico. Espero justificar en los siguientes párrafos este temerario método de acercamiento y mi afición por su poesía.

Desde sus inicios, en Medio de construcción/ Todo lo que sé – Medium of Construction – Everything I Know (1979), Luis Miguel Aguilar se anunciaba como un curioso y dilatado lector, un escritor de versos precisos, poseedor de una temática referencial, amena y culta. José Joaquín Blanco, el crítico por excelencia de esa época, lo (a)notó de inmediato: “La poesía de Aguilar es como ninguna otra en México en las décadas recientes. Tal vez esa posición deliberadamente aislada sea arrogante. Es una opción superior en la literatura mexicana contemporánea”.

Blanco menciona una cierta actitud de aislamiento y “arrogancia”. He conocido la obra de Luis Miguel Aguilar desde aquella primera colección de poemas. Hay múltiples ecos. Aparecen Robert Burns, Matthew Arnold, Villon, Maquiavelo, Andrea del Sarto, los pintores prerrafaelitas, T. S. Eliot, Jaime Sabines, De Quincey, los Señores de Xibalbá, etcétera. Un amplio índice de artistas y de citas. ¿Arrogancia? Yo recuerdo a Luis Miguel Aguilar, en la preparatoria, en un recreo. Mientras jugábamos y chacoteábamos en el patio escolar, divisé a Luis en un aula del segundo piso del edifico del CIE [Centro de Interacción Educativa, escuela hoy desaparecida], leyendo. Me dio curiosidad. Subí y lo hallé en las gradas del salón, inmerso en la lectura. Le pregunté qué hacía. Y me contestó, con su acostumbrada sonrisa y pasión, que se trataba del primer tomo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, en la traducción de Jorge Guillén, de Alianza Editorial. No había ninguna arrogancia, sino unas ganas tremendas de saber más, averiguar más, leer más y compartir más. Una vocación madura del lector y escritor que todavía es. Hace algunos meses, en la azotea de su casa, al darme este libro bilingüe, envueltos por el color lila de las jacarandas, le conté esa memoria y me la confirmó. Es verdad, Luis Miguel Aguilar tendría unos 18 años y ya se enfrascaba en la novela-río de siete tomos de Proust y en la exhaustiva biografía del novelista parisiense, escrita por George D. Painter. Su primer poemario compiló todo el saber de la juventud del autor. Todo lo que sabía, que era mucho.

Tomóchic

La crisis que sufrían las economías en el mundo desde fines de la década de los ochenta, al contraerse el comercio, acabó por afectar a México. Bajaron los derechos de importación, apenas aumentaron los productos de la renta del Timbre, por lo que, en 1892, los ingresos de la Federación sumaron nada más 39 019 414 pesos —una caída de 5 123 471 pesos en apenas un año—. Esa crisis coincidió en México con la sequía más catastrófica que padeció el país al término del siglo XIX. La situación era crítica en el norte, pero aún peor en los estados del sur, como Oaxaca. “Hoy por hoy puede asegurarse que a lo más se recogerá en los Valles la mitad de la cosecha ordinaria y en las Sierras y Mixtecas ni la décima parte, resultando que estas poblaciones tendrán que vivir de los productos de los Valles”, escribió a México el gobernador de Oaxaca en el otoño de 1892. Todas las regiones del país reportaban la pérdida de las cosechas, el alza del precio de los alimentos, la muerte del ganado, el hambre de los más pobres. “Para remediar esa situación”, dijo el general Porfirio Díaz en su informe al Congreso, ese mes de septiembre, “decretó el Ejecutivo la libre importación del maíz y del frijol, por cinco meses, a fin de que, mientras se levanta la próxima cosecha, puedan abaratarse aquellos artículos, como ya ha sucedido, gracias no sólo a las exenciones de los derechos de importación y de la renta interior en ventas al menudeo, sino a las franquicias otorgadas a las juntas de beneficencia establecidas en la República”. El gobierno organizó comedores en las ciudades, que recibían, en algunos casos, a miles de mendigos al día.

Chihuahua fue uno de los estados más afectados por la sequía. En Tomóchic no llovía desde finales de los ochenta. Era un pueblo rodeado de montañas, ubicado en una zona de minas, cerca de la frontera con Sonora. Recibió aquel verano donativos de maíz por parte del gobierno, que no bastaron, pues un grupo de tomoches, hambrientos, rompió más tarde las cadenas de un almacén del pueblo, del que extrajo 36 fanegas de maíz. El almacén era propiedad de Reyes Domínguez; el grupo que lo saqueó estaba dirigido por Cruz Chávez. Ambos permanecían enfrentados hacía tiempo y, con ellos, todo el pueblo, formado por unas trescientas personas. Chávez ofreció pagar el maíz cuando recogiera su cosecha, pero Domínguez ratificó su denuncia ante las autoridades de Chihuahua —llegó incluso a escribir al propio presidente de la República—.

Los enigmas de sor Juana

Los Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer (El Colegio de México, 1994; 2.ª ed., 2024), paradójicamente, son el trabajo menos enigmático de la obra de sor Juana, el que no necesita dilucidarse ni interpretarse (como tanto quebradero de cabeza han producido el Divino Narciso o la Respuesta a sor Filotea o el Primero sueño), pues no hay mayor misterio que el que ellos mismos encierran. El lector, al leerlos, releerlos, analizarlos y darles vueltas y vueltas, debe encontrar sus propias respuestas. Pero sí resulta interesante, o al menos curioso, contar cuáles fueron las circunstancias en las que sor Juana escribió estos Enigmas y las de su posterior publicación en 1695, año también de su muerte.

Los Enigmas fueron un juego que sor Juana hizo para toda una red de monjas portuguesas de distintos conventos (“divertiros sólo un rato/ es cuanto aspirar podrá”, les dice en el poema-dedicatoria), quienes formaban “A Casa do Prazer”, es decir, la casa dedicada al placer de la literatura, de la escritura, del conocimiento; hoy diríamos que tenían su “club de lectura”. Y algunas de ellas también escribían sus propios poemas, actividad que no debieron de ver bien algunos curas que las tenían bajo su protección, o bien, que ellos les supervisaban. Todas estaban enclaustradas, claro, en sus respectivos conventos, pero intercambiaban lecturas, en una especie de intercambio interbibliotecario o, más precisamente en este caso, interconventual. Es así como estas monjas habían leído el primer tomo de la obra de sor Juana titulado Inundación castálida (1689) y, sin duda, quedaron sorprendidas con la altura de su poesía y les habrá sorprendido aún más que la haya escrito una monja, una hermana suya.

La responsable de que ese primer tomo de sus obras se publicara en España fue María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, quien había sido virreina de Nueva España entre 1680 y 1686. Durante su estancia en estas tierras, María Luisa visitó con frecuencia a sor Juana en el convento de San Jerónimo; como es de sobra conocido, fue tal su cercanía que la virreina y la monja jerónima acabaron enamorándose (esta pasión la documenté en la antología Un amar ardiente. Poemas a la virreina, Flores Raras, Madrid, 2017). Las acercaron las muchas cosas que tenían en común, pues a ambas les interesaban la poesía, el teatro, la filosofía, la música… Cuando estuvo en México, la virreina le había pedido varios encargos literarios, entre ellos, un poema que fuera una refutación a otro de José Pérez de Montoro sobre los celos (“Si es causa amor productiva…”) y que terminara una obra de teatro que Agustín de Salazar y Torres dejó inconclusa por su prematura muerte, La segunda Celestina.