Cualquier persona educada sabe que es obligatorio despreciar a Napoleón III. Puso la pauta Victor Hugo, con su Napoléon le Petit, siniestro y ridículo. Pero también Marx, que le dedicó una de sus frases más afortunadas, de las que se citan sin saber de dónde viene, lo de la historia que se repite como farsa. Salvo que el golpe del 2 de diciembre fue todo menos una farsa, el imperio de Luis Bonaparte duró el doble que el de su tío, y transformó radicalmente la sociedad francesa.

No se puede decir que el vizconde Hugo fuese enemigo de la autoridad. Fue un encendido bonapartista (“En este siglo sólo ha habido un gran hombre: Napoleón”), pero se entendió bien con los borbones (pensionado por Luis XVIII, Caballero de la Legión de Honor con Carlos X, académico y Par de Francia con Luis Felipe). Luis Napoleón le parecía poca cosa: “Mira sin comprender la agitación de los espíritus, París, los acontecimientos, los hombres, las cosas, las ideas”. A pesar de todo, su periódico apoyó su campaña para la presidencia, lo presentó como “el candidato de las clases que sufren”, que como príncipe tenía el mérito de pertenecer a una dinastía de arribistas.
En el Segundo Imperio hubo de todo, fue una mezcla de aciertos y errores, buenas intenciones, fracasos previsibles, grandes proyectos, prosperidad, autoritarismo y corrupción. Desde que escribió La extinción del pauperismo, muchos años antes, Luis Napoleón tenía una idea muy clara de lo que quería hacer. Mejor dicho, tenía varias ideas claras, no siempre compatibles. Sobre todo quería acabar con la pobreza y restaurar la gloria de Francia. Tenía un método para engarzarlo todo: el plebiscito (en Estados Unidos había aprendido que las elecciones se ganan con propaganda, dinero y redes, y nunca le faltaron votos).
La Asamblea Nacional le sirvió el pretexto en 1852: impuso restricciones al derecho de voto para excluir a 3 millones de franceses (según Thiers, “la vil multitud”). Luis Napoleón dio un golpe de Estado para restablecer el sufragio universal, convocó un plebiscito a los quince días. Ganó, por supuesto. Victor Hugo, en el exilio: “¡Luis Bonaparte ha asesinado a Francia! ¡Luis Napoleón ha matado a su madre!” (y cosas menores: enano inmundo, rufián imperial, príncipe carterista, puerco cubierto de lodo).
Exagerando un poco, para Napoleón III el gobierno era sobre todo un problema de geografía. La primera clave era la recuperación del campo, y para eso era indispensable una reforma profunda del régimen de crédito. También aprovechar terrenos baldíos: drenar, desecar, acondicionar el extenso espacio de las Landas que se convirtió en la mayor explotación forestal de Europa. Pero sobre todo hacía falta desarrollar las comunicaciones: el ferrocarril (en 1851 Francia tenía 3500 kilómetros de vías férreas, en 1870 casi 20 000), las vías navegables, el acondicionamiento de ríos, canales, y de los grandes puertos (Marsella, Le Havre, Burdeos, Nantes). La segunda clave era el nivel de vida de la clase obrera: asilos, orfanatos, viviendas obreras, comedores populares, también el derecho de asociación y el derecho de huelga. A la altura de su ambición, la creación del París de los bulevares que existe hoy. La política exterior no fue del todo afortunada: triplicó la superficie del imperio colonial, contribuyó a la unificación italiana, pero luego vino la aventura mexicana. Y Sedán.
El emperador no quiso la guerra con Prusia: se la impusieron la Asamblea y la gente en la calle. Gravemente enfermo, cálculos biliares, con dolores que debían ser insoportables, acudió a Sedán al ver la situación en que había quedado el cuerpo de ejército. Y durante horas estuvo en la primera línea, buscando una muerte honrosa.
En el callejero de París hay la Avenida Victor Hugo, tienen calles, plazas, estatuas, Luis XIV, Thiers, cet excellent Monsieur Danton (¡incluso Marat!), también Austerlitz, Sebastopol y Solferino. Y está el mausoleo de Los Inválidos. Pero sólo en 1987 se puso el nombre de Napoleón III a una pequeña plaza junto a la Estación del Norte.
Fernando Escalante Gonzalbo
Profesor en El Colegio de México. Sus libros más recientes: México: El peso del pasado. Ensayo de interpretación y Si persisten las molestias.