Billetes falsos

“Recordará usted que se estaba incubando una falsificación en gran escala de billetes y ahora debe estar convencido de ello. Ya lanzaron los de 50 pesos y ahora, muy pronto, pretenderán lanzar los de 20 y 10 pesos”, escribió un informante desde Calexico al Departamento de Investigaciones Confidenciales del Banco de México. En la carta fechada el 4 de julio de 1941, el informante solicitaba incluir a un funcionario del banco, mantener lo más lejos posible a la policía por su indiscreción y, sobre todo, poner cuidado a un “magnífico grabador”, cuyas dotes en el oficio eran explotadas dentro de la banda que, de manera transfronteriza, se dedicaba a circular dólares y pesos mexicanos.

Ese testimonio forma parte del copioso y diverso rastro documental que ha dejado la falsificación de dinero en una historia que, por necesidad, requiere imbricar las dimensiones internacional y local. Fue tanta la relevancia de ese delito que figuraba dentro de los acuerdos promovidos por la Liga de las Naciones, cuya agenda diseñó estrategias para que los países combatieran el dinero falso, el tráfico de drogas, la trata de mujeres y el anarquismo.

Comparados con la criminalidad violenta, los delitos contra el patrimonio de las personas son menos estudiados por los historiadores. Mientras los actos dramáticos capturan la atención pública y académica, los delitos más silenciosos permanecen en segundo plano pese a que dejaron marcas profundas. Dentro de las distintas modalidades de esas prácticas delictivas, había una minoría que necesitaba coordinación y técnicas relativamente depuradas. Entre tales felonías encontramos el fraude o las estafas financieras y, desde luego, la falsificación. Un delito que, además de dañar el patrimonio, lesionaba la fe pública, un bien jurídico tan abstracto como caro para los Estados.

El perfil de los responsables de esos delitos contrastaba con algunas certezas de la criminología positivista. Nuevas interpretaciones del sujeto criminal ampliaron el repertorio de conceptos en el escrutinio de una criminalidad que evolucionaba como la civilización: valiéndose de tecnologías e infraestructura que aceleraron los traslados. A la idea de “delincuentes viajeros” se sumarían, hacia los años treinta, las categorías formuladas por Edwin Sutherland: “delincuente de cuello blanco” y, la menos conocida, “ladrón profesional”. Ambas dotaron de un vocabulario que desestabilizó o, cuando menos, matizó algunas explicaciones que ponderaban la posición socioeconómica, la educación y la raza de trasgresores que evocaban ficciones policiacas y a algunos de sus protagonistas, como Arsène Lupin o A. J. Raffles.

De forma paralela, el llamado mundo del hampa reunía un pintoresco elenco de transgresores. Los fabricantes de moneda falsa supuestamente trabajaban, codo a codo, con traficantes, proxenetas y otros. Expertos en mudar de identidad, los falsificadores explotaron como un negocio rentable la alteración y reproducción de documentos financieros durante un periodo en que simular era de gran interés: desde las prácticas políticas fraudulentas hasta la estafa, la impostura provocaba escepticismo. No sorprende la contemporaneidad de estos temas con la publicación de El gesticulador, de Rodolfo Usigli.

Ilustración: Izak Peón

 

La falsificación de documentos de valor ha sido poco atendida por la historiografía, pese a que afecta un componente esencial de las sociedades modernas: el sistema monetario. Desde el siglo XIX, cuando se potenció el uso de acciones, bonos, cheques, pólizas, timbres y billetes, se desplazó la falsificación de moneda metálica. El afianzamiento de los bancos centrales y, sobre todo, la política monetaria de numerosos países durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, acrecentó la relevancia de los billetes y circularon más. En México, el circulante se duplicaría en esos años y la mayor parte de éste se conformó de billetes en 1943. Para entonces, los billetes acumulaban ya varias décadas en su diseño y material; de esta tarea se encargaban las fábricas de la American Banknote Company, empresa que producía los billetes de más de 190 países.

La historia de la falsificación no sólo involucra al delincuente individual que replica billetes, sino que es un fenómeno colectivo que incluye redes de financiamiento, complicidad institucional y la circulación ilícita de esos documentos en mercados nacionales e internacionales. Estas redes delictivas se denominaron “bandas internacionales” por su capacidad de operar en múltiples países.

El foco de este tipo de criminalidad ha estado en los delincuentes “profesionales”, “evolutivos” o “astutos”, que evitaban recurrir a la violencia directa y, en su lugar, explotaban saberes y técnicas. A diferencia de los robos o asaltos burdos, esos delincuentes mostraban un alto grado de conocimiento y destreza para moverse sin ser detectados y para eludir la persecución policial y evadirse de la justicia. El tipo de crímenes que cometían permite desarrollar una perspectiva multidisciplinaria que engloba aspectos jurídicos, artísticos, económicos y sociales.

 

El caso de Enrico Sampietro es uno de los más notorios en el ámbito de la falsificación de billetes. Su verdadero nombre era Alfred Hector Donadio, un modesto grabador marsellés cuyas dotes para replicar documentos y billetes le dieron fama internacional. El rango de sus falsificaciones abarcó monedas de diversos países. Itinerante y carismático, combinó la destreza técnica con la capacidad de insertarse en redes que pusieron en circulación las piezas falsas.

A lo largo de su carrera, Sampietro explotó sus talentos de dibujante. Según sus memorias, El mal camino, la transformación de Donadio ocurrió alrededor de la crisis de entreguerras, cuando adquirió gusto por formas de esparcimiento desenfrenadas y un estilo de vida dispendioso. En palabras del falsificador, ese ambiente lo acercó a “gustos y placeres, queriendo vestir bien y divertirse lo más que podía”, al grado de gastar por encima de sus recursos. “Fue entonces cuando empecé a sentir ambición por el dinero y con ahínco deseaba conseguirlo, valiéndome de todos los medios o formas […] Moralmente ya estaba sobre el camino del mal”.

Según ese relato autobiográfico, escrito en una celda de Lecumberri, en 1918 abandonó el taller familiar, poco después de haber falsificado billetes de cinco francos en una casa rentada cerca de Marsella. Seducido por los excesos de una vida galante, Sampietro preocupó tanto a sus padres que lo convencieron de enlistarse en la marina. Al cabo de unas semanas de su ingreso al cuartel de Toulon, lo trasladaron a una trinchera y fue herido. De vuelta al cuartel, desertó y lo siguiente que hizo fue falsificar unos francos que circularon en Orán, Argel y Túnez, mientras él viajaba por esos lugares. Luego pasó un tiempo en Nápoles, de donde era su principal socio y amigo. Con las ganancias obtenidas volvió a Francia en compañía de su amante, pero los buscaba la policía. Tras su captura e interrogatorio, con orden de cateo en mano, las autoridades encontraron  las planchas de acero que Sampietro usó para replicar los billetes del banco de Argelia.

La comunicación entre varias oficinas policiales da cuenta, también, de esa etapa en la historia criminal de Sampietro, y que resultó en una sentencia a ocho años de trabajos forzados. En 1921 lo enviaron en barco a la colonia penal de Guayana francesa, donde se incorporó a un grupo de presidiarios dedicados a la pintura y el dibujo con quienes planeó escapar de uno de los espacios de castigo más desafiantes. Tras un intento fallido que lo llevó al norte de Brasil y en el que murieron cuatro de sus compañeros, fue capturado de nuevo. En julio de 1923 se fugó por segunda ocasión. Llegó a las costas venezolanas; en un pueblo decoró un templo católico a cambio de un caballo, una pistola y dinero que sirvieron para su viaje a Ciudad Bolívar. En el trayecto se asoció con un estafador. Desde ese momento, Donadio tomó el nombre de André Alfred de Villa y, más adelante, contrajo matrimonio con la hija de una familia de hacendados. Después, relata, falsificó billetes de 20 bolívares y, aún con el apellido De Villa, regresó a Francia en 1928, donde una vez más hizo billetes falsos de 50 francos y de una y cinco libras. En consecuencia, desde ese año, las autoridades francesas intensificaron su persecución. Mientras estaba prófugo, su pena de trabajos forzados aumentó a perpetuidad por reincidente. Contaba en aquel entonces con un pasaporte falso bajo el nombre de Alfred Rey, supuesto dentista marsellés. La Dirección de la Sureté Nationaleobtuvo esos datos, actualizados décadas más tarde cuando Sampietro declaró ante tribunales mexicanos.

Tras ocho años de actividades clandestinas en Italia y luego en países del mediterráneo africano, Sampietro volvería a cruzar el Atlántico para dedicarse al contrabando en complicidad con viejos y nuevos socios. De Barranquilla viajó a La Habana, donde planearon falsificar billetes de 20 dólares. Como en Cuba aún se vivían los efectos de la Revolución del Treinta, México se volvió el epicentro de sus actividades. Viajaron en barco a Veracruz y de ahí en tren a la capital. Primero se hospedaron en el Hotel Geneve, luego alquilaron una casa en la colonia Roma, que sería la sede de la “fábrica clandestina”. El plan se tambaleó cuando el responsable de vender los dólares en Estados Unidos fue expulsado; finalmente, los billetes circularon en algunos países de Centroamérica y el Caribe. Al cabo de poco tiempo los principales miembros de la red fueron capturados porque unos de los cómplices los traicionó. Sampietro estuvo en Lecumberri, de donde se fugó con el apoyo de una organización católica que, según dice, lo recluyó para producir billetes falsos. Otras fuentes sugieren que participó con una red de falsificadores en Tampico. Lo cierto es que Sampietro fue casi invisible durante una década, antes de que lo capturaran en el pueblo de Iztapalapa en 1948; esa vez su sentencia fue de trece años. Cuando cumplió su condena, en 1961, lo expulsaron de México.

Ilustración: Izak Peón

 

Además de los criminales especializados en reproducir billetes, la falsificación requería de una red que ponía a circular las piezas falsas. Eran delitos colectivos con una división del trabajo. A nivel local, los cómplices garantizaban el éxito de esas operaciones, mientras que otros viajaban para expandirse por distintos países. Una de las razones por las que esos delitos han sido casi invisibles en la investigación histórica es la falta de un marco transnacional y regional para su análisis. Históricamente, la mayoría de los estudios sobre criminalidad se centran en lo nacional, sin tomar en cuenta las conexiones que permiten prosperar a tales delitos. Los falsificadores como Sampietro representan una forma de criminalidad que atravesó fronteras y desafió las formas de vigilancia y administración de justicia.

La falsificación anudó distintas escalas y se concentró en sitios bien comunicados. Los puertos, como Tampico, son un ejemplo perfecto. La movilidad de personas en busca de oportunidades y una economía fluctuante lo hicieron un lugar ideal para delincuentes como Sampietro. En las ciudades fronterizas, como Tijuana, se falsificaban y ponían en circulación dólares, bajo el mando de Enrique Fernández, el “Al Capone Mexicano”. La propia ciudad de México fue también un punto importante: en 1942, dentro de una residencia cerca de Chapultepec se estableció el taller —casi laboratorio— de un falsificador venezolano que, como Sampietro, recorrió varios países; llegó a la capital mexicana después de fugarse de la prisión de Atlanta.

Más allá de la extranjería de esos sujetos, el trabajo de las policías de varios países convocó autoridades diplomáticas, bancarias y agencias de detectives. En 1933, México se unió a la convención internacional para reprimir la falsificación de moneda, una iniciativa de la Liga de Naciones. Se establecieron principios clave como el intercambio de información entre países y el origen de unas oficinas centrales que colaboraran en perseguir falsificadores.

Varias de esas iniciativas ya funcionaban de facto. Para las pesquisas se unieron el Servicio Secreto del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, así como instancias homólogas de las policías del Distrito Federal y diversas ciudades mexicanas y algunas otras en el continente americano y europeo. A esas agencias se sumaron tanto diplomáticos como bancos centrales de varios países, que no sólo colaboraron en las averiguaciones, sino con peritos expertos en determinar la autenticidad de los billetes.

 

Las fronteras geográficas y las diferencias en las leyes no eran la principal dificultad para contener la falsificación, sino las limitaciones de los organismos policiacos y judiciales. Tal vez por eso, algunas instituciones se tecnificaron. Eduardo Villaseñor, director del Banco de México, creó el Departamento de Investigaciones Especiales, oficina encargada de investigar fraudes y falsificaciones. Esa dependencia sistematizó información sobre delincuentes, falsificadores y circuladores de moneda falsa.

Para llevar a buen puerto esa iniciativa, Villaseñor contrató a Alfonso Quiroz Cuarón —entonces un criminólogo de gran renombre—, quien aseguraba que la criminalidad seguía a la civilización “como la sombra al cuerpo”. Si bien Quiroz poco sabía de esas tareas, incorporó un cuadro de exagentes del Servicio Secreto del Distrito Federal, algunos con experiencia en el delito, como Alfonso Frías. Esa oficina impulsó el aggiornamento en los métodos de investigación de la delincuencia económica en México. Se instalaron laboratorios, una cámara de Gesell, una biblioteca; se hicieron, también, exámenes psicológicos y otras innovaciones.

En suma, los delitos económicos eran una forma de criminalidad sofisticada con efectos profundos en la confianza del público hacia el dinero. Al menos así lo interpretaron algunas instituciones financieras que colaboraban en resolver los problemas y construir el prestigio de los bancos centrales. La historia de la falsificación de papeles con valor es un recordatorio de que ese crimen desconoce fronteras y sus efectos van más allá del patrimonio: perjudica las actitudes y la confianza hacia el dinero.

 

Diego Pulido
Historiador. Investigador en El Colegio de México. Su más reciente libro es La ley de la calle. Policía y sociedad en la ciudad de México.

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