“Ser aficionado al baile ya era en cierto sentido un paso hacia el enamoramiento”, consideran la señora Bennet y su esposo en las páginas de Orgullo y prejuicio. Manifestan así la posibilidad de que la práctica de esa afición por el señor Bingley quizás lo convirtiera, si no en un Fred Astaire, al menos en un prospecto deseable como pareja —dancística y, en definitiva, nupcial— para alguna de sus cinco hijas, en alguno de los numerosos bailes en los que avanza, gira y se resuelve buena parte de la novela de Jane Austen.
Al mostrar por la vía de la ficción que bailar, y hacerlo bien, facilita a los miembros de nuestra especie encontrar y elegir con quién reproducirnos, Jane Austen se adelanta más de medio siglo a El origen del hombre y la selección en relación al sexo (publicado en 1871), donde Charles Darwin propone acertadamente que, al igual que en los varios ejemplos de especies aviares que describe en esta obra, la habilidad dancística de un individuo es como un sello de garantía de su calidad biológica.

El vigor y la habilidad con que los machos de diferentes especies ejecutan ciertos movimientos durante el cortejo es una señal honesta de qué tan saludables y bien dotados genéticamente están, dado el desafío que representa el gasto energético y la coordinación neuromotora involucrados. Aunque los ejemplos más populares de danzas de cortejo provienen de las aves, los hay también en muchos otros grupos de animales. Tenemos a las moscas de la fruta de la especie Drosophila subobscura, cuyas hembras eligen al mejor danzante volador.1 Los machos de las arañas de tela en embudo (Agelenopsis aperta) que sacuden su abdomen a una mayor frecuencia son los que tienen mayores probabilidades de ser escogidos por las hembras.2 Los cangrejos violinistas macho de la especie Uca perplexa agitan su pinza más grande (la que tiene aspecto de violín) arriba y abajo para invitar a una hembra a pasar a su madriguera a copular, y las hembras lo hacen con los machos que levantan más alto la pinza.3 Y más cercanos a nosotros, tenemos a los chimpancés (Pan troglodytes), cuyos machos se balancean de lado a lado y adelante y atrás para atraer a las hembras.4
La diferencia entre el conjunto de movimientos de cuerpo, no verbales, deliberados, rítmicos y culturalmente influenciados que llamamos baile en nuestra especie y las danzas de cortejo de otros animales puede parecer abismalmente incomparable. Pero esto es injusto cuando consideramos que es nuestro bipedalismo el que ha liberado nuestros brazos para balancearlos como queramos, nuestras piernas para girar y saltar como deseemos, nuestro torso para torcerlo como podamos y, con todo esto, permitido crear los zapateados, las piruetas y el resto de las inabarcables (en este espacio) variaciones de estilos y patrones dancísticos.5
Qué tan buen bailarín sea, en particular, un hombre (y también una mujer, pero no nos adelantemos) dice mucho de su buen estado físico, pues requiere coordinar de manera óptima y compleja elementos físicos, biomecánicos y neurológicos. Qué tan sexualmente atractivo puede ser el vigor de un bailarín es patente en la superproducción bollywoodense RRR, cuando los protagonistas indios desafían a sus antagonistas ingleses a un duelo dancístico de resistencia, al ritmo de Naatu Naatu, en el que la conquista amorosa será para el último en quedar de pie. Hay también, por supuesto, muchos otros factores que no tienen que ver con el vigor y la habilidad dancística y que elevan o disminuyen el atractivo del bailador.
Aunque para el grupo Bronco no hay duda en su canción “Sergio el bailador” de que el susodicho “a todas las chicas las ha enloquecido / las ha trastornado con su forma de bailar”, es posible que su cara, su altura, su manera de vestir, su nivel socioeconómico y su cuerpo pesaran algo —más bien mucho— en su atractivo. Para poder determinar los movimientos de baile masculinos que son percibidos como más atractivos, un grupo de sociobiólogos capturó con avatares tridimensionales generados en computadora los movimientos de bailarines no profesionales.6 Las mujeres participantes en el experimento prefirieron a aquellos hombres que al bailar flexionaron y giraron de una manera más amplia y más seguido su cabeza, cuello y torso, y que movieron más rápido su rodilla (la derecha, porque todos eran diestros). No lo dice el estudio, pero suponemos que la amplitud y velocidad de movimientos, para estar a favor del bailarín, tendría que estar sintonizada con el ritmo de la música.
Qué tan atractivas son percibidas las mujeres al bailar por los hombres ha sido mucho menos estudiado porque, como en otras especies, en la nuestra son ellas las más selectivas al elegir pareja con la que aparearse. Ellas tienen que invertir una cantidad notablemente mayor de recursos para garantizar su éxito reproductivo. Esto se debe, entre otras razones, a que a diferencia de ellos, ellas se embarazan y, al menos durante todos los meses que dura la gestación, permanecen imposibilitadas para procrear con alguien más.
Sin embargo, en contraste con otros animales, los humanos de uno y otro sexo usamos —y combinamos— dos diferentes estrategias de apareamiento. Una a corto plazo (sexo de una noche, por ejemplo) y otra a largo plazo (“felizmente instalados” y “bien casados”, en palabras de la Sra. Bennet). La selección sexual no es exclusiva de las mujeres. Así que al bailar los movimientos que hacen que los hombres perciban como más atractiva a una mujer son distintos y dependen de si éstos buscan una pareja a corto o a largo plazo. En un experimento, bailarinas que exhibieron una mayor variedad de movimiento de su cintura y caderas fueron evaluadas como más atractivas cuando los hombres buscaban una pareja a corto plazo, pues asociaban estos movimientos con la fertilidad femenina. En cambio, bailarinas cuyos movimientos en conjunto fueron percibidos como más armónicos, e indicadores de buena salud, fueron juzgadas como más atractivas cuando los hombres buscaban una pareja a largo plazo.7
Al final de este guateque evolutivo queda un consejo práctico para quienes, haciendo eco del título de la novela de Norman Mailer, coinciden en que “los tipos duros no bailan”: a veces, la distancia necesaria para alcanzar el éxito de apareamiento puede medirse en pasos —bien aprendidos y mejor ejecutados— de salsa, flamenco, breakdance, danzón, vals… o del son que nos toquen en la pista de baile.
Luis Javier Plata Rosas
Doctor en Oceanografía por la Universidad de Guadalajara. Sus más recientes libros son: En un lugar de la ciencia… Un científico explora los clásicos y El hombre que jamás se equivocaba. Ensayos sobre ciencia, literatura y sociedad.
1 Maynard-Smith, J. “Fertility, mating behaviour and sexual selection in Drosophila subobscura”, J. Genet. 54, 1956, pp. 261-279.
2 Singer, F., y otros. “Analysis of courtship success in the funnel-web spider Agelenopsis aperta”, Behaviour, 137, 2000, pp. 93-117.
3 Murai, M., y Backwell, P. R.Y. “A conspicuous courtship signal in the fiddler crab Uca perplexa: female choice based on display structure”, Behav. Ecol. Sociobiol. 60, 2006, pp. 736–741.
4 Kano, T. The Last Ape: Pygmy chimpanzee behavior and ecology, Stanford University Press, 1992.
5 Sheets-Johnstone, M. “Man has always danced: Forays into the origins of an art largely forgotten by philosophers”, Contemporary Aesthetics, 3, 2005.
6 Neave, N., y otros. Male dance moves that catch a woman’s eye, Biol. Lett. 7, 2011, pp. 221-224.
7 Röder, S., y otros. “Men’s perception of women’s dance movements depend on mating context, but not men’s sociosexual orientation”, Pers. Individ. Dif. 86, 2015, pp. 172-175.