Zenaida prometió que llegaría a más tardar a la 1 a. m. Cuando pasó esa hora su hermana no estaba muy preocupada; pensó que una llanta se habría ponchado. Algo común en donde vivían: el estrecho montañoso de la costa rural de Michoacán. Alrededor de las 9 p. m. su madre vio una caravana de camionetas, las mismas que usan los sicarios, a toda velocidad en la misma dirección en que había ido Zenaida.
Las hermanas se mudaron con su familia a la región hacia fines de los años setenta, cuando la mayor —a quien llamaré Natalia— tenía 5 años y Zenaida era una bebé. Prácticamente nadie vivía en la costa de Huahua, donde su padre administraría más de cien cabezas de ganado. La familia abrió un pequeño restaurante de mariscos en un pueblo cercano; también tenían una pulpería, una lavandería y rentaban cuatro cabañas. “Era perfecto, teníamos todo lo que necesitábamos”, me dijo Natalia.
A principios de los 2000 la violencia en la zona llegó a su pico con la “invasión” de Los Zetas, la fuerza paramilitar del Cártel del Golfo que empezó a reclutar miembros mientras tomaba control del tráfico de drogas, minería ilegal y explotación forestal. Ni Natalia ni Zenaida “andaban metidas en algo”, así que nunca se preocuparon. Pero la familia era dueña de propiedades y Zenaida participaba en brigadas de búsqueda de fosas clandestinas, ganándose la ira del grupo criminal Los Tenas. En abril de 2019 el grupo le dijo a la familia que tenían ocho días para desalojar su casa e irse del pueblo; al resistirse, recibieron una serie de mensajes anónimos exigiendo 100 000 pesos. Las hermanas denunciaron en una oficina local de la Fiscalía General del Estado de Michoacán. No se hizo nada: “No enviaron a nadie a ayudarnos”, me dijo Natalia. Dos meses más tarde, después de que vieron a su vecino interactuar con Los Tenas, Zenaida pidió ayuda de nuevo, esta vez a una oficina de gobierno distinta.
A las 5 a. m. de esa noche de junio de 2019, todavía sin saber de su hermana, Natalia y su mamá manejaron bajo un aguacero en busca de Zenaida. Por un remoto camino rumbo a Maruata encontraron un auto similar al que manejaba Zenaida con las luces encendidas. Estaba acribillado. Natalia salió, fue hacia el auto y regresó en silencio. Estaba muy cansada, demasiado en shock, como para decir que Zenaida, su amorosa hermana, yacía muerta. “No es nada, vayámonos a casa”, le dijo a su mamá.