Argos y las virtudes antiguas

Es imposible elegir un pasaje de La Odisea más bello y rico en significados que los demás. A mí, el que me ha acompañado más de cerca a lo largo de los años es uno en apariencia trivial. El momento en que Argos, el perro que Ulises dejó cuando era apenas un cachorro, reconoce a su amo que llega disfrazado de mendigo veinte años después. Son apenas treinta versos, en el Canto XVII, pero condensan a la perfección el asunto principal de los siete cantos finales de La Odisea: el arduo trabajo de recuperar, después de una vida de guerras, viajes y proezas, la identidad que uno dejó atrás, probar que de algún modo se sigue siendo la misma persona.

Ilustración: Raquel Moreno

Aunque Argos se encuentra en estado de abandono, flaco, lleno de pulgas y acostado sobre un montículo de estiércol, se aprecia todavía su hermosa figura. Ulises mismo lo había criado y entrenado, pero tuvo que partir a Troya antes de poder llevarlo a cazar. Eumeo, el porquero que conduce a Ulises de regreso a su propia casa sin saber que se trata del héroe, elogia el vigor y la presteza de Argos, “animal que él siguiese a través de los fondos umbríos jamás se le fue”. Es quizás ese mismo don de rastreador sin igual el que permite a Argos reconocer a su amo en el momento mismo en que se acerca. Recordemos que Ulises es ante todo un maestro del engaño y la astucia, no por nada su epíteto es “el de los mil ardides”. Pero el inventor del caballo de Troya está completamente indefenso ante Argos, el perro leal que lo ha esperado durante veinte años y que es inmune a sus trucos y disfraces.

Me gusta imaginar qué es exactamente lo que Argos identifica en Ulises y a través de qué sentido lo percibe. ¿Es su olor, el timbre de su voz, su modo de caminar o una esencia individual inasequible para los humanos? El poema sólo nos dice que el animal baja las orejas, mueve el rabo y hace un intento por acercarse a su dueño, pero está ya demasiado débil. Ulises derrama una lágrima y tiene que voltearse hacia otro lado para que no quede expuesta su verdadera identidad. Argos muere poco después. Podemos decir que descansa con la certeza de haber completado su trabajo. Haber cuidado la casa de Ulises durante veinte largos años de ausencia, pero sobre todo haber estado ahí para con dos ligeros gestos del cuerpo decirle al héroe: todavía eres tú, todavía eres nuestro.

Las virtudes que Argos encarna son antiguas. La lealtad, el honor y el agradecimiento son centrales en un mundo hecho de relaciones sociales jerárquicas, pues sirven en gran medida para dignificar la sumisión y el vasallaje. Es normal que hayan caído en desuso en una sociedad que aspira a establecer relaciones entre iguales. Pero esas virtudes tienen también otra función: arraigar las fuentes de obligación en la sociedad misma. Son, por lo tanto, indispensables si se busca construir colectividades autónomas.

En el mundo contemporáneo, tanto la obligatoriedad de los pactos o contratos como la certificación de la identidad individual dependen enteramente de la ley y el Estado. Ulises tendría que presentar documentos gubernamentales para probar que es él mismo. Argos estaría libre del vínculo que lo ata a su amo. Pero cualquier proyecto político o social que busque funcionar de manera autónoma, independiente del Estado, tendrá que ser capaz de producir vínculos de obligación mutua. La lealtad, el honor y el reconocimiento han servido para eso por miles de años.

 

Natalia Mendoza
Antropóloga y ensayista. Estudió Relaciones Internacionales en El Colegio de México y un doctorado en Antropología en la Universidad de Columbia.

1 comentario

  1. mastre49
    enero 23, 2025

    Grandes virtudes las de Argos. Y tu talento para mirarlas y recordarnos su urgencia.

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