La cuarta edad

“Hablar de sí es un hábito de la edad tardía.
Y sólo en parte cabe atribuirlo a la vanidad”.
—Norberto Bobbio

Ya es junio. Con la tremenda J de vejez que persigue a muchos de quienes andamos empeñados en huirle. Hay quien acepta con prudencia que la vida pasa y que el prólogo de la muerte puede ser largo o corto, pero es mejor que sea tranquilo. Hay varios, como yo, que se resisten a aceptar eso de que lo debido es caminar despacio, dejarse las canas, ir cuanto antes por la credencial que identifica como miembro de la tercera edad, no afligirse demasiado por el rizo de las pestañas o el color de los zapatos y, sobre todo, cuidarse. A mí hace diez años que eso me cuesta trabajo. O que me le resisto. Y no aprendo. Durante el último lustro, me he caído cinco veces. Tres de ésas tuve que ir al hospital, las otras dos han sido asuntos menores que de cualquier modo me ponen frente a quienes bien me quieren, convertidos también en quienes me mal ven. Y con razón. Impaciento con la contumacia de no tener paciencia, con moverme como si la memoria de las carreras en los recreos del colegio se empeñara en volverse tangible. ¿A dónde voy a una velocidad impropia de los 75 años? A ninguna parte. Y a todas. A abrir el refrigerador, a buscar el teléfono, a corregir la posición de un cuadro, a tomar agua en mitad de la noche sin antes prender la luz y sentarme un rato, al borde la cama, reagrupando el mundo de ideas descabelladas que tengo en el cuerpo, cada vez más pequeño, en que guardo mi rebeldía; o a la fiesta del fin de una filmación en la que estarían unos jóvenes que se han creído eso de que yo puedo ir a su velocidad. “Nos vemos en la noche”, dijeron esa tarde. “Claro”, les respondí al terminar una jornada de emociones en el último día del tiempo, como un vértigo, durante el que ellos vivieron convirtiéndose en los personajes de una novela, con tan febril talento, que ya ni mi fantasiosa persona ni ellos sabían cómo se llamaban.

Ilustración: Alma Rosa Pacheco

A veces, aunque uno se niegue a darse por aludido, alrededor nuestro viven los que nos tratan como nos vemos: quebrantables, frágiles, mayores. Ese par, Renata Vaca y Juan Pablo Fuentes, encarnados en Emilia y Daniel, no me tratan así. Quizás porque siguen más cerca de la edad de la inocencia que de la razón. Los bendigo.

Aún tengo roto un hueso del pie, pero entonces lo tenía metido en un aparato de tortura medieval, al que estaba condenada con una sentencia de diez semanas. Era la primera, pero fui a la fiesta.

Un mes y quince libros más tarde, pienso que volvería a ir. Lo que no quita que el hueso en vez de soldar se haya movido. Pero ni remedio, apelé a la insensatez como un lujo, porque aún me faltan catorce años para llegar a la edad en que el sabio Norberto Bobbio escribió De senectute, un pequeño gran libro con sus reflexiones sobre la vecchiaia al que acudo a cada tanto. Es una reflexión hermosa sobre el asunto de la vejez. En algún momento nos hace recapacitar de qué modo hacemos a un lado la pura idea de la muerte para que el reino de los vivos prevalezca. Y queremos ser jóvenes para no sentirnos empujados sin más a la cercanía del reino de Dante. Y esto considerado como algo no muy sano de nuestra vida en común. Entiendo que mi actitud y la de muchos tiene más que un atisbo de patológica, pero yo aún no quiero hacerme notar como vieja porque veo, como tantos en nuestro mundo, que ser joven equivale a ser perfecto, a tener siempre la razón, la primacía, la correcta idea del mundo, la educación, el sexo y el amor como deben ser. Incluso los abismos y las derrotas, la música y el mar parece que sólo a la juventud le pertenecen. Ni qué decir los azares de la pirotecnia que son el internet y las computadoras.

A los nacidos durante la década posterior a la Segunda Guerra Mundial nos tocó, por un rato, un mundo con la perfecta apariencia de que todo sería posible. Incluso llegamos a creer que habíamos conseguido lo inapelable. El mundo de ahora nos está quitando la razón de tal modo que ya no sólo nos contradicen nuestros hijos sino también nuestros nietos. “Préstamelo, abu, que tú a eso no le entiendes”, dicen pidiéndome el control de la televisión. “¿Cómo crees? Ese libro no lo escribiste tú, está en francés. Tú no hablas francés”. “Es una traducción”, digo casi disculpándome. “¿Qué es traducir?”, preguntan. Sea por la vida, me digo, una que gano yo. Y se lo explico, pero no me lo creen. Hacen bien. Tanto hay que parece increíble. Sin duda las preguntas de un niño con rizos cortos que ilumina los cuartos cuando cruza la puerta y exorciza con sus cuentos la hora de la comida y los días en que vivimos.

Encuentro en la inmediatez de la IA, con la que sí me entiendo bien, que el sexto mes del año está dedicado a Juno, la diosa romana del matrimonio y la protección femenina. Juno era esposa de Júpiter y madre de Marte, lo que la convirtió en una figura central en la mitología romana. Su influencia se extendía a los jóvenes, y el nombre de junio proviene del término latino “iuniores”, que significa “jóvenes”.

¿Qué les parece a los mayores de 70? Un mes para los jóvenes, eso sí que era prudente, ahora les pertenecen todos. Sin duda los del futuro, esa promesa que en nosotros es sólo curiosidad. Yo por eso quiero, para seguir con el equívoco y el mal comportamiento que es la pretensión de ser fuertes y durar en este mundo, adscribirme a los voluntarios que anhelan la cuarta edad. Una en la que he vivido, gracias al pie roto, leyendo más libros que nunca. Y lejos de la culpa de quedarme quieta sin tener la angustia de estar perdiendo el tiempo. Una cuarta edad desde la que mirarlo todo con la misma pasión y el mismo candor con que leemos las fábulas de otros o contamos las nuestras. Una edad en la que sea posible dedicarle mucho a tiempo a jugar con la memoria, para no olvidarse de lo esencial recuperándolo como quien mira luciérnagas a la hora en que atardece. Vivir sin abandonar a los recuerdos y hasta antes de que ellos nos abandonen. La cuarta edad, una tregua para escapar de la tercera.

 

Ángeles Mastretta

Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos

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