Zenaida prometió que llegaría a más tardar a la 1 a. m. Cuando pasó esa hora su hermana no estaba muy preocupada; pensó que una llanta se habría ponchado. Algo común en donde vivían: el estrecho montañoso de la costa rural de Michoacán. Alrededor de las 9 p. m. su madre vio una caravana de camionetas, las mismas que usan los sicarios, a toda velocidad en la misma dirección en que había ido Zenaida.
Las hermanas se mudaron con su familia a la región hacia fines de los años setenta, cuando la mayor —a quien llamaré Natalia— tenía 5 años y Zenaida era una bebé. Prácticamente nadie vivía en la costa de Huahua, donde su padre administraría más de cien cabezas de ganado. La familia abrió un pequeño restaurante de mariscos en un pueblo cercano; también tenían una pulpería, una lavandería y rentaban cuatro cabañas. “Era perfecto, teníamos todo lo que necesitábamos”, me dijo Natalia.
A principios de los 2000 la violencia en la zona llegó a su pico con la “invasión” de Los Zetas, la fuerza paramilitar del Cártel del Golfo que empezó a reclutar miembros mientras tomaba control del tráfico de drogas, minería ilegal y explotación forestal. Ni Natalia ni Zenaida “andaban metidas en algo”, así que nunca se preocuparon. Pero la familia era dueña de propiedades y Zenaida participaba en brigadas de búsqueda de fosas clandestinas, ganándose la ira del grupo criminal Los Tenas. En abril de 2019 el grupo le dijo a la familia que tenían ocho días para desalojar su casa e irse del pueblo; al resistirse, recibieron una serie de mensajes anónimos exigiendo 100 000 pesos. Las hermanas denunciaron en una oficina local de la Fiscalía General del Estado de Michoacán. No se hizo nada: “No enviaron a nadie a ayudarnos”, me dijo Natalia. Dos meses más tarde, después de que vieron a su vecino interactuar con Los Tenas, Zenaida pidió ayuda de nuevo, esta vez a una oficina de gobierno distinta.
A las 5 a. m. de esa noche de junio de 2019, todavía sin saber de su hermana, Natalia y su mamá manejaron bajo un aguacero en busca de Zenaida. Por un remoto camino rumbo a Maruata encontraron un auto similar al que manejaba Zenaida con las luces encendidas. Estaba acribillado. Natalia salió, fue hacia el auto y regresó en silencio. Estaba muy cansada, demasiado en shock, como para decir que Zenaida, su amorosa hermana, yacía muerta. “No es nada, vayámonos a casa”, le dijo a su mamá.
A la otra tarde regresó con su hermano y agentes de la fiscalía para recuperar el cuerpo de Zenaida. Temiendo más represalias de Los Tenas, la familia abandonó el que había sido su hogar por décadas y se mudó tres horas costa arriba, al enclave productor de Coahuayana. Ahí, bajo la mirada de un grupo de autodefensa, se unieron a las poco envidiables filas de los desplazados.
Presagios de la catástrofe
Uno de los aspectos más significativos y poco reportados de la guerra contra las drogas que escaló a partir de 2006 son las casi 392 000 víctimas de desplazamiento forzado, la mayoría expulsadas de sus hogares y pueblos por grupos criminales en ocasiones bajo el manto de autoridades estatales. Es parte del mismo vórtice de violencia que alimenta la crisis de desaparición forzada, en la que oficialmente 116 000 personas —aunque quizá muchos más— han desaparecido en las manos de grupos criminales o agentes estatales, a veces coludidos. Sin embargo, la escala de los desplazados por la violencia se comprende tan mal como la de quienes desaparecen. “El problema es que no hay estadísticas sobre nada: ni de desplazados ni de desaparecidos ni de homicidios. Con esto lidiamos todo el tiempo”, dice Julio Franco, investigador del Observatorio Regional de Seguridad Humana de Apatzingán, en Michoacán.

El gobierno se hace de la vista gorda, así que algunos residentes tomaron el asunto en sus propias manos. En 2013, Michoacán se convirtió en la zona cero de un levantamiento de autodefensas que buscaban contrarrestar el dominio de grupos criminales y establecerse como los nuevos garantes de la seguridad.
Michoacán llevaba tiempo como el epicentro del crimen organizado. Tras la presidencia de Lázaro Cárdenas, Michoacán se convirtió en el corazón de los esfuerzos de reforma agraria y propiedad comunal: los ejidos. Después de la crisis de 1982 esos mismos territorios se compraron y convirtieron en complejos agroindustriales, lo que supuso una vasta desposesión de tierras que llevó a niveles epidémicos de pobreza. Los hombres que no podían trabajar migraron hacia empresas criminales de creciente sofisticación, transportando cocaína y metanfetamina por todo el estado. En cambio los campesinos de subsistencia de las montañas cerca de la costa empezaron a cosechar marihuana y opio para evitar la ruina económica. Desde mediados de los setenta hasta principios de los noventa, grupos de hombres armados, policías corruptas y transportistas de drogas estuvieron bajo el control estricto de enclaves con violencia manejados por los militares y el PRI. Para cuando el PRI perdió el gobierno federal en el 2000, estos grupos, que habían estado bajo su supervisión, establecieron pactos más flexibles con gobernadores locales y ya eran cárteles.
En 2006 el presidente Calderón desplegó al Ejército por todo el país con la misión de desmantelar a estos cárteles. El primer ataque de esa guerra tendría lugar en Michoacán, a donde se envió a cerca de 7000 tropas. Aunque el gobierno tuvo éxito al terminar con el dominio de Los Zetas sobre el estado, fueron reemplazados por grupos más violentos, que operaban de manera paranoica y con tendencias a fracturarse por conflictos internos sangrientos. Estos grupos heredaron el papel de los viejos caciques, estableciéndose como autoridades locales paralelas, aferrándose a gobiernos municipales y al estatal como agentes de poder parasitarios. Además de las muertes y desplazamientos, uno de los efectos de la guerra de Calderón fue un estado de excepción indefinido que permitió al gobierno incrementar la militarización de la vida pública y ejercer una mayor influencia sobre las redes criminales.
Las autodefensas no querían retar al gobierno, sino a los criminales que intermediaban. Muchos de estos grupos surgieron de manera autónoma, incluyendo a algunos de indígenas nahuas y purépechas cuyo fin era defenderse de la extorsión y extracción ilegal de recursos, aunque evidencias plausibles sugieren que el Ejército ayudó a organizar a algunas de las autodefensas más grandes, que instalaban reinos de terror y evolucionaron en cárteles, quizá con la complicidad activa de fuerzas del Estado. El gobierno dio al principio su aval público a las autodefensas pero pronto quiso detenerlas, alegando que creaban más violencia y usurpaban el papel de las autoridades estatales. Las autodefensas que no fueron suprimidas trataron, con distinto éxito, de ofrecer una seguridad módica a sus vecinos. Surgió un statu quo desigual.
Aunque Andrés Manuel López Obrador prometió en campaña el fin de la guerra contra las drogas, desmilitarizar la seguridad pública y erradicar la corrupción institucional, una vez en el gobierno dio un poder sin precedentes a las Fuerzas Armadas, no sólo con responsabilidades policiales sino también con infraestructura. Estas políticas coinciden con un creciente poder de los grupos criminales, pese a que López Obrador lo negara simulando el inicio de la estabilidad. En sus mañaneras usaba su carisma para negar las críticas y decir que los números sobre desaparecidos eran exagerados.
En 2022, sin embargo, luego de que estuvo en México la relatora especial de Naciones Unidas sobre los derechos humanos de los desplazados internos, Cecilia Jiménez-Damary, el gobierno finalmente reconoció la crisis. Ese año el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, expresó: “Hemos tomado el camino que nos permitirá construir los fundamentos de una política comprehensiva para tratar este problema”. El gobierno multiplicó reportes y hubo talleres sobre el tema. Pero la legislación que daría los recursos y personal necesarios para apoyar a los desplazados es poco más que un proyecto. En 2020 la Cámara aprobó la “Ley para prevenir, tratar y reparar el desplazamiento forzado”, pero ha languidecido en el purgatorio legislativo desde entonces, aunque los desplazamientos crecen.
“No hay voluntad política para reconocer [el problema] y aprobar la ley”, declaró la senadora morenista Néstora Salgado a reporteros en 2023. Dice Evangelina Contreras, que dirige Desaparecidos de la Costa y Feminicidios de Michoacán (Decofem) —una organización que trabaja para encontrar desaparecidos y ayuda a los desplazados—, desplazada ella misma en 2016 luego de que sicarios desaparecieron a su hija: “La solución del gobierno es actuar como si nada pasara”.
Bajando a la mina
Héctor Zepeda Navarrete, conocido como Comandante Teto, líder de las autodefensas de Coahuayana, votó por López Obrador en 2018. Confiaba en que la violencia con la guerra de Calderón —que escaló los conflictos con el cártel, llevó al asesinato de su hermano y encendió la chispa de crear la autodefensa— tendría fin. No sabía que iba a empeorar.
Lo conocí en 2023 en la base del grupo, un edificio de concreto poco memorable rodeado de camionetas sin placas. Adentro había tumbados hombres en sus veintes y treintas que portaban AK-47 o AR-15 y pistolas en sus cinturones. En el cuarto de atrás, en un amplio escritorio de madera al lado de una enorme pantalla que transmitía en directo las siete cámaras de cada entrada a la comunidad, estaba Navarrete. Con enormes bíceps y un chaleco antibalas repleto de municiones, parecía preparado para la guerra. Detrás de él, una M-1 y una M-16 puestas en la pared, una de ellas sobre cuernos de venado y enlazada con un rosario de cuentas blancas bajo fotos de la Virgen de Guadalupe, el sello del Gobierno de México y retratos de los miembros asesinados desde la fundación del grupo en 2014.
Según dijo, los desplazados llegaban a Coahuayana con poco más que la ropa puesta, huyendo de ataques criminales no sólo en Michoacán, sino también en los estados vecinos de Guerrero y Colima. Coahuayana, de unos siete mil habitantes, es ahora el hogar de casi mil desplazados, aunque los números fluctúan. Según Navarrete, las historias que cuentan se hacen eco: escuadrones de hombres armados con equipo militar se abalanzaban sobre un pueblo, atacaban a los grupos en control de la zona, dando balazos. Quemaban las casas, se llevaban a los hombres en edad militar —a quienes nadie volvía a ver— y dejaban un ultimátum: váyanse o esperen lo peor. “Así que la gente toma lo que puede y se va”, dijo Navarrete.
Aunque al principio el grupo de Navarrete peleó contra Los Caballeros Templarios, ahora están bajo amenaza del Cártel Jalisco Nueva Generación, tristemente célebre por su violencia y por estar ligado a miles de desapariciones forzadas y asesinatos. El grupo se ha extendido hacia el área costera de la montaña, pese a la presencia significativa de agentes estatales. “Todo lo indica, la complicidad es clara para nosotros”, afirma Navarrete.
Las autodefensas de Coahuayana siempre han tenido una relación ambivalente con el brazo armado del Estado: no están contra el gobierno pero nunca saben si éste vendrá en su ayuda en caso de un ataque. Navarrete recordó cómo hace unos años el CJNG volcó una autopista con una excavadora para limitar el movimiento de grupos enemigos. Aunque esto ocurrió a pocos kilómetros de una base de la Guardia Nacional, los militares no hicieron nada. Las autoridades han respondido a ataques del grupo a manos del CJNG desde 2022, incluyendo una emboscada nocturna y un ataque con un explosivo improvisado, aunque Navarrete añadió que se tomaron 36 horas antes de enviar unidades a la escena, pese a tener bases a 30 minutos en auto.
La frágil relación entre las autodefensas y el Estado es clara en Aquila, a 16 kilómetros de Coahuayana. En años recientes la golpeó el conflicto sobre una mina de acero al aire libre que opera un conglomerado italoargentino. Los vecinos argumentan que grupos criminales desaparecen y asesinan opositores, al tiempo en que atacan a las autodefensas locales. Rubén Baltazar, líder del grupo, me dijo que “el gobierno no está haciendo su trabajo”. Las unidades cercanas de la Guardia Nacional y la Marina rara vez aparecen a tiempo cuando el pueblo sufría ataques del CJNG, algo que para el momento pasaba múltiples veces al mes. El grupo lidiaba con la misma falta de certeza que las autodefensas de Coahuayana: nunca era claro si el gobierno ayudaría o en qué medida.
Baltazar, el Chopo, me reiteró lo que dos residentes anónimos de Aquila: el CJNG se apropió de un rancho varios kilómetros arriba del pueblo, en el caserío La Naranja, convirtiéndolo en una base y desplazando a la familia que vivía ahí. Hasta ese momento no había ninguna señal de militares preocupados por retomarlo. Evangelina Contreras me contó: “Están dejando que los Jaliscos avancen por toda la región para dejarle el camino libre a los intereses mineros”.
Es difícil establecer vínculos claros entre la minería trasnacional y las redes criminales, aunque no es nueva la teoría de que la extracción mineral en ciertas regiones corresponde con un alza en la criminalidad y dispara los desplazamientos forzados. Por al menos quince años llevan los cárteles en Michoacán en la administración de complejos de minería ilegal. Incluso cuando operan legalmente. En Aquila, según la Constitución de 1917, a los residentes de ejidos se les deben pagos mensuales si las corporaciones mineras desean extraer minerales de su territorio. En 2012 los ejecutivos de Ternium —el conglomerado que administra Encinas— declararon a la prensa local que pagaban casi 20 000 pesos a cientos de residentes de Aquila. Como muestran la antropóloga Ana del Conde y el periodista Heriberto Paredes en su informe de 2019 para el libro Organized violence: capitalist warfare in Latin America, esto tuvo como resultado que de la noche a la mañana arribaran Los Caballeros Templarios, el grupo criminal predominante de la época, a extorsionar a los residentes, iniciando una nueva ola de desplazamientos. Oponerse a la mina es una forma fácil de buscar la muerte o salir huyendo del pueblo: en las últimas dos décadas decenas de opositores a los proyectos de Encinas desaparecieron o los asesinaron.
Un estudio de geógrafos de la UNAM en 2022 señala que la cadena de montañas de la sierra Madre Occidental que pasa por Michoacán y Guerrero tiene las tasas más altas de extracción de minerales y desplazamiento forzado de todo México. “Los municipios con conflictos mineros en Michoacán, con 613 inmigrantes por cada 100 000 habitantes, tienen el segundo promedio más alto del país en migración presumiblemente ligada a la minería”. Uno de los autores señala aparte que “los sitios con conflictos sociales ligados a la actividad minera presentan una tasa de migración ligada a la violencia e inseguridad que es más del doble de aquellos territorios sin concesiones mineras”. Antropólogos comisionados por la Secretaría de Gobernación afirmaron en un informe de 2023 que la minería era una fuerza consistente detrás de muchos desplazamientos y que el CJNG había asumido un papel “político-administrativo” en la minería en Michoacán.
Navarrete fue tajante al preguntarle sobre los desplazamientos vinculados la expansiva extracción minera, como si la pregunta fuera obvia: “¿Las minas? Las organizaciones criminales siempre las han manejado”. Pero grupos como el CJNG son sólo una parte del rompecabezas.
Según Julio Franco, “las Fuerzas Armadas del Estado han servido [históricamente] como el brazo represivo contra la población en territorios como Michoacán”. Usan a los soldados y la policía para romper organizaciones comunitarias que se oponen a los intereses extractivos. “Pero la historia reciente de los grupos criminales señala que este papel ya no es necesario. Si el Estado quiere reprimir a la población sólo necesitan dejar que el crimen actúe, con su tendencia casi mecánica a saquear”. Las fuerzas del Estado —continúa Franco— sólo tienen que abrir el camino para que los criminales pasen por las montañas sin obstáculos, aunque hace falta investigación sobre los vínculos entre el crimen y los intereses extractivos. “Concentrarse sólo en los cárteles no explica esto”.
Todo está bajo control
En el amplio valle que rodea la ciudad de Apatzingán, al otro lado de las montañas de las costas de Coahuayana y Aquila, el desarraigo violento de pueblos enteros se ha vuelto tan común que rara vez amerita cobertura en la prensa nacional. El 9 de junio de 2024, Carmen Zepeda recibió una serie de mensajes de WhatsApp informándole que los pueblos cercanos de Las Bateas, Tepetate y Llano Grande estaban bajo ataque de Los Viagras, una temida pandilla paramilitar que meses después se aliaría con el CJNG. Los Caballeros Templarios, que controlaban la región y mantenían una inestable paz con los habitantes, fueron casa por casa diciéndole a la gente que tenían que irse. Zepeda reunió a los miembros de su organización política, los Panchos Villas, para manejar hacia los pueblos en donde se encontró con un éxodo de camiones que bajaban por caminos de tierra. “Vimos muchas personas caminando, con sus hijos sobre los hombros y pequeñas mochilas con sus pertenencias… la gente estaba asustada, llorando”. Al menos 800 personas fueron desplazadas ese día.
Zepeda dio albergue a decenas de personas en su oficina, en el piso inferior de su casa. Asumió que el asunto se había terminado al menos de manera temporal. Pero una noche, dos semanas después, caminó a su biblioteca y vio a dos comandos enmascarados de la Guardia Nacional con rifles de asalto. Habían entrado a su casa, siete más escalaban hacia su balcón en la parte de atrás. “¿Por qué entran a mi casa como ladrones?”.
Al principio, los guardias intentaron calmar a la activista: venían por una queja por ruido, después por una pistola de salvas que encontraron atrás y, por último, porque había amenazas contra ella. La mañana siguiente descubrió que habían saqueado su oficina. Según el informe de la Guardia Nacional, su hogar estaba cercana a la casa de seguridad de un cártel. Pero Zepeda, que ha vivido en la región desde la década de los ochenta, concluyó otras cosa: la Guardia Nacional protegía a Los Viagras. La redada no era un accidente, sino una amenaza.
Si bien es difícil trazar un mapa de qué brazos del Estado están detrás de qué grupos criminales en la Tierra Caliente, es clara la extensa colusión entre instituciones del Estado y grupos criminales. Como me dijo un hombre que perdió a su hija a manos de una banda de secuestradores: “El gobierno está 100 % coludido con estos hijos de puta”.
La complicidad excede a una sola institución y no es tan consistente, según el informe de Crisis Group de 2024: “La fragmentación dentro del Estado mexicano, además de la feroz competencia entre múltiples grupos armados, han dado luz a una serie de arreglos y colusiones bastante volátiles… entre instituciones de seguridad estatales o dentro de ellas, con algunas colaborando con algún grupo criminal y otras con sus rivales”. Pocos confían en las autoridades en Apatzingán, las víctimas de violencia no tienen a quién recurrir ni forma de hacer justicia. Tres fuentes que me pidieron anonimato me contaron que casi la mitad de la policía municipal de Apatzingán son polimañas que trabajan para distintos grupos criminales dentro de su institución, llevan a cabo desapariciones forzadas y ayudan a extorsionar a agricultores. “La policía es peligrosa”, me dijo un recolector de limones del sur de la ciudad.
Desde el nivel estatal y federal se minimiza el estado permanente de conflicto de baja intensidad. Por casi una semana, mientras entrevistaba no sólo a los desplazados sino también a personas de familiares que desaparecieron, asesinaron o secuestraron, antes de los 30 minutos de entrevista casi todos señalaron con sarcasmo el hecho de que el gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla, vuela en helicóptero de manera frecuente a Apatzingán para dar conferencias de prensa en las que dice que “todo está bajo control”. Como alegan muchas de mis fuentes, el gobierno trata el desplazamiento con la misma revictimización que las desapariciones forzadas: andaban metidos en algo. Y en muchos casos de desplazamiento forzado masivo, a los hombres que se quedan o son incapaces de escapar los obligan a convertirse en sicarios. Una mujer que trabaja en Decofem dijo: “Si no quieres ser desplazado, se da por hecho que quieres trabajar para el crimen”. Para las familias en medio de estos grupos hay pocas opciones disponibles.
Conversé con una de esas familias del Mezquital, al sur de Apatzingán y con no más de cien residentes, la mayoría de quienes recogen limones por alrededor de 220 pesos al día —sin incluir la cuota que pagan a grupos armados—. Me encontré con la familia una noche del último octubre, cuando vinieron a dejar un recado en Apatzingán, por una ruta tres horas más larga porque, como residentes de un pueblo al que controlan los Templarios, no podían pasar por un pueblo tomado por el grupo rival.
“Escuchas los ataques con drones y los balazos día y noche, día y noche”. Pese a la excesiva presencia de soldados, guardias nacionales y policía estatal y municipal, casi nunca intervienen en las disputas entre los Templarios y Los Viagras que, apoyados por el CJNG, compiten por el control de Tierra Caliente. Aunque de hecho ninguno de los miembros de esta familia es parte de ningún grupo, algunos huyeron después de sufrir violencia terrible de los sicarios. Se han adaptado a la presencia de hombres con chalecos antibalas y rifles de asalto.
Le pregunté a la madre cuántos habían huido del pueblo. Se tomó su tiempo para pensar mientras contaba en voz alta —“uno, dos, tres, cuatro…”— levantando un dedo cada que recordaba a un nuevo grupo antes de llegar a una conclusión: cinco familias completas se habían ido. La familia cree que es cuestión de tiempo antes de que Los Viagras y el CJNG tomen el pueblo. “Tengo miedo de que se lleven a mi esposo y mis hijos para ser soldados”, me dijo la madre, así que trabajan para obtener asilo en Estados Unidos. Después de treinta años de vivir ahí, ellos también se unirán a las filas invisibles de los desplazados.
El mito de la tierra
Una mañana de abril del 2024 apareció en redes sociales el video de una hilera de palmeras atravesando un pastizal vacío en el que se puede oír, a través del gorjeo despreocupado de los pájaros, el endiablado traqueteo de los disparos de armas automáticas. Lo peor estaba empezando: un grupo de más de cien sicarios del CJNG —con armas de tipo militar y drones con bombas caseras— había descendido a los pueblos de El Órgano, Palos Marías y Chorumo en los pies de las montañas al este de Coahuayana, quemando casas y tomando los teléfonos de los residentes. Según Evangelina Contreras, al menos uno fue asesinado, nueve heridos y desapareció un número incierto, muchos con el temor de que el grupo criminal los haya reclutado a la fuerza.
Las autodefensas de Coahuayana y Aquila frenaron de manera parcial la incursión, pero el CJNG tomó El Órgano y desplazó a decenas de familias. Los vecinos bloquearon una carretera cercana para demandar intervención militar; tres días después llegaron tropas para sacar al CJNG. Un comunicado posterior del Observatorio de Seguridad Humana de Apatzingán demandaba erradicar al CJNG de ese municipio, apoyo a las autodefensas y fin a la colusión entre criminales y gobierno.
Volví a Coahuayana ese verano pero fue difícil que la gente hablara de la violencia que causa el desplazamiento, más difícil aún de las fuerzas estructurales detrás de la violencia y casi imposible de los desplazados. Hablé con un hombre al que llamo Ricardo, miembro del concejo de gobierno de Ostula, el pueblo indígena nahua que forma parte de la costa controlada por autodefensas. El caso de Ostula es particular: por años sus pobladores de origen indígena han peleado con el gobierno mexicano para que se reconozcan sus títulos de propiedad ancestrales.
El pueblo de Ostula se fundó en 1531; el virreinato español reconoció sus títulos de propiedad en 1773 y el gobierno posrevolucionario lo hizo de nuevo en 1964. Pero a fines de los años noventa, gran parte de su territorio costero lo colonizaron mestizos de otros estados con vínculos en el PRI y con grupos criminales. En 2009 vecinos de Ostula reunieron sus pocos rifles y armas y marcharon hacia su playa sagrada, Xayakalan, abatiendo a la célula local de Los Caballeros Templarios que se había hecho de la tierra cercana a la playa. Habían construido casas y comenzaron la tala ilegal. Dos años después, quince residentes fueron asesinados en una ola de matanzas que desplazó a muchas familias a estados vecinos, aunque en 2014, en el contexto del surgimiento de las autodefensas, regresaron y formaron una guardia comunal, una milicia improvisada que trabaja en Coahuayana y Aquila para defenderse.
Entrevisté a Ricardo mientras manejaba por el punto de la carretera de la costa en donde un mes antes un miembro de la guardia comunal de Ostula fue detenido por un camión con hombres armados —sicarios del CJNG, según los vecinos— que lo asesinaron frente a su esposa y su hijo de 2 años. Iban hacia el hospital por una emergencia médica. Era el sexto asesinato de un residente de Ostula desde enero de 2023. Desde que se formó la guardia comunal, grupos criminales han desaparecido o asesinado a más de cuarenta miembros de la comunidad.
Giramos por un camino de arena a la playa en un imponente bosque de palmeras reales. De las olas emanaba, como un aliento, una bruma blanca de sal. “Este lugar representa mucho para nosotros. En algún momento el crimen organizado nos lo arrebató y el gobierno no lo recuperó”. Pasaron los últimos veinte años tratando de recuperarlo mediante organización, marchas y armas.
Miembros de la guardia comunal me contaron cómo, a veces, al enfrentar ataques del CJNG, los militares enviaban en apoyo helicópteros Black Hawk que rafagueaban a los sicarios. No tenía sentido: ¿por qué recibían apoyo del ala armada del mismo Estado que se negaba a reconocer sus derechos sobre las tierras que tomó el crimen?
Días antes de mi regreso a Coahuayana, Claudia Sheinbaum ganó la elección presidencial. Sus planes en materia de seguridad se han desviado poco de los del gobierno anterior. No se menciona ni a la desaparición ni al desplazamiento forzados. En octubre de 2024 Sheinbaum enfrentó durante la mañanera preguntas sobre los incidentes de desplazamiento forzado en Tierra Caliente. “Estamos trabajando sobre ello de muchas maneras”, y aseguró que “en el periodo del presidente López Obrador” el plan para combatir el desplazamiento fue, contrario a toda evidencia, “muy exitoso”.
Una isla de paz
Once meses después de que Natalia y su familia fueron desplazados, la Fiscalía les asignó un escolta para acompañarlos por la costa hacia su antigua casa en Huahua, con la esperanza de recuperar sus pertenencias. Encontraron poco de su vida anterior: los cuartos saqueados, las ventanas quebradas, las paredes llenas de grafitis y marcas de bala, el piso cubierto de basura. Un mes después —un año tras el asesinato de Zenaida— los vecinos les contaron que su hogar se había quemado parcialmente. Para Natalia era claro: jamás podrían regresar.
Por ahora la familia trata de asentarse en Coahuayana, donde Natalia ayuda a los desplazados junto a Evangelina Contreras y otros: “Somos una isla de paz rodeada de violencia”. Aunque tiene fe en los grupos de autodefensa, la seguridad nunca está garantizada. “Todavía tengo miedo de que un día me desaparezcan hombres enmascarados de la fiscalía”.
Mientras tanto, se intensifican los ataques del CJNG: en agosto de 2024 los sicarios bajaron hacia el pueblo nahua de El Coire, al sur de Ostula, desplazando a casi la mitad del pueblo (de alrededor de 500 personas); asesinaron a dos y desaparecieron a siete. La siguiente semana hubo una masacre: un vehículo armado del CJNG emboscó y asesinó a ocho miembros de las autodefensas de Coahuayana. Es la masacre más grande en la historia del grupo.
En octubre volví a Coahuayana para reunirme con Contreras. Sudábamos por el calor y ella apuntó con el dedo a algunas personas que caminaban cerca. “Su padre desapareció cerca de Aquila”, me dijo de un niño que iba bajo la guía de una mujer mayor. Hombres que empujan carritos de helado, mujeres con hijos rumbo a la escuela, todos saludan efusivamente a Contreras. “Todos nos conocemos; también son desplazados”.
Las autodefensas lo aprobaron: en 2023 ella lideró una iniciativa con el gobierno municipal de Coahuayana para la Colonia de Paz, una parcela de casi ocho hectáreas alguna vez de Los Caballeros Templarios. La tierra se iba a dividir y entregar a víctimas de los desplazamientos a precios por debajo del mercado y residencia permanente.
Nos vimos un poco antes del mediodía. Me llevó a la tierra donde iban a construirse las casas: una planicie semiforestal que daba a las montañas azules. Por únicas señales de vida, dos chozas de lona. De ellas salieron personas de mirar cansado que nos veían desde las sombras cuando bajamos del auto para contemplar el terreno. Por desgracia, el proyecto se estancó y algo peor: las autoridades locales traicionaron sus promesas y vendieron la tierra a precios muy bajos. Los desarrolladores aumentaron los precios a tasas mercantiles. Los desplazados, el pretexto para conseguir la tierra, ya no podrán comprar ahí. “Manzanas podridas”, según el presidente municipal cuando justificó las razones por las que el proyecto se vino abajo.
Quizá Colonia de la Paz nunca se materialice, pero eso no intimida a Contreras. Regresamos al auto para volver al pueblo; ella tenía una reunión con Decofem para continuar con su trabajo: “No podemos callarnos sobre algo tan grave. Ya hay más desplazados”.
Jared Olson
Escritor y periodista independiente. Sus reportajes han aparecido en The Intercept, The Nation, Los Angeles Times, Foreign Policy, entre otros.
Publicado originalmente en The Baffler, reproducido con permiso.
Traducción de Julio González