Sembradas de sal estéril

En 1566 los hermanos Ávila fueron condenados a muerte en la Nueva España. Juan Suárez de Peralta, que se halló en sus exequias, afirma haber visto una “cabeza en la picota, atravesado un largo clavo desde la coronilla de ella e hincado, metido por aquel regalado casco, atravesando los sesos y carne delicada”, y cuando pasó por la plaza confiesa que vio las cabezas de estos caballeros “con tantas lágrimas de mis ojos, que no sé yo en vida haber llorado tanto”. Después de la ejecución sembraron de sal sus casas:

      Sus casas, todas soberbias,
      las derriban por estrago
      de la más humilde tierra,
      por ignominia las aran
      y de estéril sal las siembran.

Y se puso una lápida con una inscripción: “Estas casas eran de Alonso de Avila Alvarado vecino desta ciudad de Mexico el qual fue condenado a muerte por traidor; fue secutada en su persona la sentencia en la plaza publica desta ciudad; le mandaron deribar estas casas que fueron las principales de su morada. Año de 1566”. Los dos últimos números aparecían borrados. Esta lápida fue encontrada por don Mariano Yáñez en 1899, cuando compró la casa y la donó al Museo Nacional de Arqueología.

El caso de los hermanos Ávila sonó fuerte en la capital de la Nueva España pero no fueron los únicos ejecutados. Los días siguientes continuaron las sentencias a los demás conspiradores y en las calles, al amanecer, esperaban la mula, el crucifijo, el pregonero con la trompeta, las campanillas de las cofradías, el confesor, las despedidas, las parientes de luto, “arrastrando por los suelos los mantos, sin atarlos, llorando, que era la mayor compasión verlas”, dice Suárez de Peralta; las oraciones y misas prometidas por sus almas, el verdugo y el patíbulo. Algunos se salvaron de la muerte pero fueron condenados a galeras y al destierro de los reinos y señoríos del rey.

Ilustración: Ricardo Figueroa

Otros nuevos patíbulos se erguían como teatros para provocar horror, curiosidad y aleccionamiento moral. Fiestas y violencia se daban la mano en estos actos rituales con un gran concurso de gente para ver los castigos de otras rebeliones. Fue así con una cuadrilla de negros que en 1612 fueron ahorcados todos juntos en una horca cuadrada que se hizo para este efecto en medio de la plaza mayor de la ciudad; los descuartizaron y pusieron sus cuartos por los caminos. Sus cabezas quedaron clavadas en la horca pero como eran tantas comenzaron a causar mal olor. Al temer alguna corrupción del aire y que de ella resultaría pestilencia se mandaron quitar de aquel sitio.

Años después este mismo escenario servía para exhibir cuerpos de reos sentenciados. Según el diario de Gregorio de Guijo, en 1655 colgaron al salteador Juan de Coa en uno de los balcones de la sala del crimen, sobre la puerta principal del palacio, con un pregonero que gritaba sus delitos. Los cuerpos de múltiples ahorcados, salteadores de caminos que hubo el año de 1655, se dejaban en la horca 24 horas bajo la vigilancia de la justicia y sus cuartos se exhibían en las calzadas.  Hubo una excepción. En 1660 el soldado Manuel Ledesma atentó contra la vida del virrey duque de Alburquerque en la capilla de las Angustias, cuando estaba rezando; después del juicio arrastraron el cuerpo de Ledesma por las calles públicas y permaneció ocho días colgado en la horca por los pies. Plazas y calles, las “acostumbradas”, servían para exhibir los castigos de la Inquisición. La justicia también solía arrastrar, torturar y ahorcar a los culpables o dejar sus cuartos colgados a vista de todo el mundo. Eran propósitos ejemplares, no siempre justos. Hubo el caso de dos mujeres, una mulata y una negra, acusadas de haber envenenado a su ama. Después de darles garrote junto al puente de la Leña —cuenta Antonio de Robles en su diario—, les cortaron la mano derecha y las pusieron en la horca; más tarde se supo que el marido fue el asesino. En 1703 la sala del crimen tuvo una actividad incesante al procesar ya fuera mestizos, mulatos o indios. En las iglesias abundaron los robos de joyas, coronas y reliquias; aparecían imágenes mutiladas. Las calles siguieron mostrando los cuerpos hechos cuartos y las manos de ladrones y facinerosos. Para justicia ejemplar, los crímenes eran expuestos a la vergüenza pública en barrios, calles y plazas: azotes, horcas, cuerpos desmembrados daban una tétrica y grotesca fisonomía a la ciudad. Y un olor a podredumbre viciaba el aire.

 

María José Rodilla

Profesora investigadora de la UAM-Iztapalapa, su último libro es De belleza y misoginia. Los afeites en las literaturas medieval, áurea y virreinal (2021).

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