La obra creativa de la mente se basa en un feliz acuerdo entre lo racional y lo irracional. Por “racional” no me refiero a la lógica lineal del pensamiento pedestre; y por “irracional” no me refiero al vórtice vulgar de instintos más o menos neolíticos. De hecho, la coalición natural entre esa forma inferior de racionalidad y aquellos instintos torpemente enmascarados libra la guerra principal contra la mente creativa y su fusión perfecta de la esencia más pura de la razón con el espíritu más profundo de los sueños. Mi propósito presente es rechazar al invasor y, acto seguido, examinar cómo trabaja la mente en la seguridad arduamente ganada de su propio mundo.

En épocas de tensión política, las personas serias tienden a querer ubicar de una manera precisa la posición de un escritor con respecto a la comunidad nacional o universal, y los propios escritores comienzan a inquietarse y a preguntarse por sus deberes y derechos. Hay mucho que decir a favor de mezclarse, de vez en cuando, con la multitud. Será un autor bastante fatuo aquel que renuncie a los tesoros de observación, humor y compasión que se obtienen de manera profesional mediante el contacto más estrecho con sus semejantes. Del mismo modo, puede ser un buen remedio para los mediocres desconcertados, que tantean en busca de temas mórbidos, el encantarse de nuevo con la dulce normalidad de sus pueblitos natales o conversar, en dialecto apostrófico, con rudos granjeros y leñadores. Pero, en general, aun recomendaría —no como una prisión para el escritor, sino simplemente como dirección fija— la tan maltratada torre de marfil. Siempre y cuando, por supuesto, cuente con teléfono y ascensor, en caso de que a uno le apetezca bajar a comprar el periódico vespertino o invitar a un amigo a subir para una partida de ajedrez, lo cual de algún modo sugiere la forma y textura del recinto tallado que uno habita. Es, por tanto, un lugar agradable y fresco, con una vista circular magnífica y abundantes libros, al menos un dormitorio de sobra y muchos artefactos útiles. Pero antes de construirse una torre de marfil, uno debe tomarse la inevitable molestia de matar a unos cuantos elefantes. El bello ejemplar que pienso cazar, para beneficio de quienes deseen ver cómo se hace, resulta ser un cruce bastante increíble entre un elefante y un caballo. Su nombre es… sentido común.
Vladimir Nabokov: Think, Write, Speak, Penguin Modern Classics, 2020.