Contra todos los catecismos

Este texto es una versión de “La Europa inconsciente”, una conversación entre la historiadora y psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco y el filósofo y director del Círculo de Bellas Artes de Madrid, Valerio Rocco; ocurrida en el marco de la primera edición del Festival de las Ideas, el nuevo festival de pensamiento de la ciudad de Madrid, que tuvo lugar entre el 18 y el 21 de septiembre de 2024. Esta charla fue posible gracias al apoyo de las embajadas de Francia y Alemania en España, el Goethe-Institut y el Institut Français.

 

VALERIO ROCCO: Élisabeth Roudinesco encarna la historia del pensamiento europeo. Desde 1991 conduce un seminario sobre historia del psicoanálisis en l’École normale supérieure, es presidenta de la Sociedad Internacional de Historia del Psicoanálisis y de la Psiquiatría y fundadora, junto a Olivier Bétourné, del Institut histoire et lumières de la pensée, en 2020. Entre sus libros publicados en español se cuentan Freud en su tiempo y en el nuestro (Debate, 2015), Jacques Lacan. Esbozo de una vida (Fondo de Cultura Económica, 2013), Diccionario amoroso del psicoanálisis (Debate, 2019) y el polémico El yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias (Debate, 2023), alrededor del cual girará esta conversación.

Ilustración: Alma Rosa Pacheco

Como anécdota, me gustaría comentar que tiene el honor de ser la intelectual viva más insultada de Francia, según un diccionario que recoge este peculiar ranking. El porqué de su presencia en el festival está relacionado con su subtítulo —»Culturas del malestar”—, que hacía pensar en Roudinesco como una de las invitadas, por el guiño freudiano a El malestar en la cultura. También porque, hace casi veinte años, en su libro Filósofos en la tormenta (Fondo de Cultura Económica, 2007), detectó esa cultura del malestar que nos ha convocado para preguntarnos por el estatuto de la cultura de la queja, por el papel moral y epistemológico de la víctima como gran sujeto protagonista de muchos de los movimientos contemporáneos, sobre todo desde determinadas posiciones de izquierda. En ese libro extraordinario, que trataba seis grandes filósofos franceses con los que tuvo una relación cercana en lo intelectual y lo personal, leemos:

Asistimos a una amplificación de todas las quejas, puesto que cuanto más se promete la felicidad y la seguridad ideal, más persevera la desdicha, más aumenta el riesgo y más se revelan las víctimas de las promesas incumplidas en contra de aquellos que las han traicionado.

Y veinte años después, en 2021, escribe en El yo soberano:

Desde hace veinte años, parece que los movimientos de emancipación han cambiado el rumbo. Ya no se preguntan cómo cambiar el mundo para que sea mejor, sino que se dedican a proteger a las poblaciones de lo que las amenaza: desigualdades crecientes, invisibilidad social, miseria moral. Por consiguiente, las reivindicaciones son lo contrario de lo que habían sido durante un siglo. Se lucha menos por el progreso y a veces incluso se rechazan sus logros. Se exhiben los sufrimientos, se denuncia la ofensa, se da rienda suelta a los afectos; señas de identidad que expresan un afán de visibilidad, en ocasiones, para expresar indignación y en otras para reclamar reconocimiento.

¿Por qué se ha producido esta evolución en los últimos veinte años? ¿Qué significan las quejas de las víctimas hoy en día? ¿Son la justa promesa contra promesas incumplidas o el fruto de un afán de visibilidad o quizá la búsqueda de un premio por ser víctima en algún campo?

ÉLISABETH ROUDINESCO: Permíteme una aclaración sobre el hecho de figurar en el Dictionnaire des auteurs les plus injuriés en France [Diccionario de los autores más insultados en Francia]. Creo que se debe a que, en cierto modo, encarno una disciplina como el psicoanálisis a la que se insulta continuamente. También está en ese diccionario Simone de Beauvoir, un modelo para mí porque supo resistir a los insultos. En su caso, a diferencia del mío, se debían principalmente al hecho de ser mujer, aunque es verdad que Sartre también fue muy insultado. Prácticamente a todos los filósofos que he conocido y estudiado, como Deleuze, Foucault, Derrida y, sobre todo, Louis Althusser, los han despedazado también. Hay que entender por qué: porque tratan temas sensibles, complejos.

En respuesta a tu pregunta, hoy la figura de víctima se justifica, mientras que en el pasado generaba un gran rechazo. Pertenezco una generación anticolonialista, antirracista, antisemita, etcétera, y cuando veo cómo se sigue combatiendo contra las víctimas del racismo o del sexismo, comprendo que hemos llegado a un punto de exacerbación. Pero no por eso debemos aceptar todas las teorías que derivan de ello. Las víctimas son reales, pero las argumentaciones que se dan, en muchos casos, me parecen discutibles. Por eso hablo de la deriva y de las derivas identitarias. Éstas comienzan con la caída del Muro de Berlín, que supuso el fin de un gran compromiso por una sociedad más justa; que fue de todos modos un fracaso. El comunismo ha sido un fracaso en todas partes. Una tragedia, en mi opinión, de la que aún no nos hemos repuesto. A partir de ese momento, las luchas de la sociedad civil han cambiado por completo y corren el riesgo de replegarse sobre sí mismas y encerrarse en la posición de víctima.

La formación en psicoanálisis te hace particularmente sensible a estas cuestiones, porque una característica del tratamiento psicoanalítico, que es también uno de los motivos por los que hoy se rechaza, es salir de la posición de víctima. No me refiero con esto a que una víctima, por ejemplo, de violación, apruebe lo que le ha ocurrido, sino a que no debe recrearse en el papel de víctima el resto de su vida. Tampoco ha de prevalecer la actitud de venganza, por muy tentadora que sea, sino que hay que intentar hacer algo más allá de difundir ese sufrimiento. El movimiento #MeToo es favorable en ese plano, ahora se dice lo que antes no se decía. ¿Es eso libertad? ¿Es eso una liberación de la palabra? Sí y no. En ocasiones, la liberación que puede suponer la palabra se vuelve en contra, porque la queja no puede durar eternamente. Hay que actuar.

Lo que yo he criticado es el hecho de que un movimiento de emancipación se vuelva justo lo contrario; es decir, se cierre, rechace el debate y acabe convertido en un catecismo. Hoy se está creando una nomenclatura que recuerda al catecismo comunista de los años cincuenta, que a su vez recuerda a todos los catecismos, como el psicoanalítico. Lo que en principio iba a ser una doctrina de emancipación acaba convertida en una doctrina de reclusión. Pienso en las teorías decoloniales más extremas, como la del Partido de los Indígenas de la República de Francia, que han acabado insultando a Sartre y tildando de colonialista a todos los que no son ellos. Y luego hay una dimensión personal en todo eso. Provengo de una familia anticolonialista y he sido anticolonialista toda mi vida. No firmé el Manifiesto de los 121 [Declaración sobre el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia, publicado el 6 de septiembre de 1960 en la revista Vérité-Liberté] porque era demasiado joven, pero es inaceptable que se diga que toda Francia fue colonialista. Es algo inaceptable porque en Francia hay de todo y su opuesto. No debemos olvidar la herencia de la Ilustración, de Clemenceau, anticolonialista de la derecha; y está la herencia de izquierda del anticolonialismo también. Sin embargo, se tiende a olvidarla y se habla de Francia como un país colonial, como si allí todos pensáramos lo mismo. Algo similar ocurre con los movimientos de emancipación de la mujer, hoy completamente divididos.

Yo era, evidentemente, una gran admiradora de Simone de Beauvoir. No soy feminista porque venga de una familia feminista. No lo necesitaba, era cosa de mi generación. Mi madre era administradora de un hospital. Mi tía, Louise Weiss, era sufragista y de derechas. Yo no aprobaba estas posiciones en absoluto. En mi familia las mujeres ocupaban puestos de mucho más poder y éxito intelectual que los hombres. Fui criada, pues, en un medio en que las mujeres dominaban muy claramente y en que, se sobre entiende, desde mi infancia, nunca me dejé tratar mal. Era capaz de pelearme en el patio del recreo si venían a molestarme. Entonces, era un poco como un chico. Eso no quiere decir que lo fuera, pero digamos que fui criada en la posibilidad de defenderme del insulto, de los gestos inapropiados, de las tentativas de los insultos, de las tentativas de violación —existen, todas las mujeres han sufrido eso—. Entonces, la pregunta es cómo defenderse.

He puesto el dedo en las derivas. Entendiendo deriva como un movimiento que al principio es emancipador y que se desvía en su contrario. También he estudiado las identidades de la extrema derecha. Ahí no hay derivas, su pensamiento no ha cambiado en siglos, sobre todo desde finales del XIX. El riesgo que entrañan se encuentra principalmente en su identitarismo: nacionalismo, populismo, antisemitismo, antitodo. En ese sentido, no debemos engañarnos respecto a quién es el enemigo.

Después de la publicación de El yo soberano, me llegaron críticas de todos lados. Sin embargo, creo que es el momento de preguntarnos adónde nos llevan estas derivas identitarias y por qué una lucha emancipatoria se vuelve contra sí misma. No creo que sea algo duradero; más bien, es una etapa necesaria de la emancipación. Ocurrió con los homosexuales, que tuvieron la necesidad, en el momento de la lucha por la despenalización, de encontrarse para reforzarse y crear espacios de intercambio. También fue necesario para las mujeres, y aún lo es, pero no puede durar. Es absolutamente necesario lograr la diversidad, la igualdad y, sobre todo, el equilibrio entre hombres y mujeres.

Uno de los temas de discusión actuales es el de la feminización de las profesiones. Hay que preguntarse por qué ocurre en campos como el psicoanálisis o la medicina, en ciertos puestos de poder fuera de la política y de la industria tecnológica y en las profesiones relacionadas con los cuidados o en la magistratura. Entonces, ¿qué es una deriva? ¿Qué es un combate emancipador que se vuelve lo contrario de lo que era desde la multiplicación de los juicios? Detesto que nos convirtamos en una sociedad de procesos judiciales. Yo misma he pasado por eso. Soy favorable al derecho, pero a lo que tiene de noble, de búsqueda de justicia y verdad y, por supuesto, a la libertad de expresión, sobre la que considero que hay que ser radical.

VR: Has tenido siete juicios tras haber sido acusada por diferentes colectivos y posiciones de extrema derecha y de extrema izquierda y por sectores del feminismo. En los siete has sido absuelta, en virtud de la libertad de expresión, pero es curioso que se te acuse desde diferentes posiciones teóricas…

Volviendo a El yo soberano, es interesante observar que el proceso de transformación de los movimientos emancipatorios en otros esencialistas, rígidos, replegados en sí mismos, se combina con el individualismo exacerbado. Este rasgo, como se ve desde el mismo título del libro —“yo mismo como un rey”, que es el título francés—, es un potentísimo aliado para la construcción de identidades basadas en la autoafirmación, por un lado, y en el sentimiento de pertenencia, por otro. Frente a lógicas relacionales más complejas, de acceso a la alteridad, como puede ser la de Hegel, con su famosa definición de espíritu —»ser sí mismo en otro”—, o la también famosa frase de Rimbaud, retomada por tantos filósofos, de “yo es otro”, nos encontramos en este repliegue identitario, favorecido por determinadas corrientes psicológicas y filosóficas, como el neoestoicismo, que tanto poder tiene en la sociedad, y en el coaching, y sobre todo por una victoria, quizás para siempre, del liberalismo como una corriente política que atraviesa todas las demás. ¿Cómo se pueden construir formas identitarias basadas en la fraternidad, recogida en el lema de la Revolución francesa y de la Ilustración —que reivindicas en tantas obras—, y no en el “yo soberano”, el “yo rey”, solipsista?

ER: No tengo una solución para eso. Sigo siendo muy derridiana, ya llegará. Lo único que podemos hacer por el momento es poner límites. Soy crítica de los que, digamos, critican demasiado el liberalismo. Me considero socialdemócrata. Creo que tenemos que encontrar la manera de reducir las desigualdades. No hay forma de salir del liberalismo. Podemos luchar contra los excesos del liberalismo, que causan desigualdades; contra los excesos del mercado, particularmente en la cultura. Lo que hay frente a la economía liberal son dictaduras, como la poscomunista de Putin, que es una catástrofe. El liberalismo también tiene sus cosas buenas, como la libertad de expresión, sobre la que soy muy estricta. Soy contraria, por ejemplo, a la prohibición de obras de teatro que no gustan, excepto si atentan contra la ley; pero prohibir un espectáculo o un libro porque no te gusta y porque te sientes ofendido, eso es inaceptable. Me opongo totalmente a la reescritura de libros publicados en el pasado. Los editores ingleses de El yo soberano me pidieron que eliminara la palabra negro de todo el libro, también de las citas que incluía de Aimé Césaire. Había que suprimir noir, pero ¿cómo iba a hacerlo? Tenían que quitar «negro» de los escritos de Frantz Fanon. Me mandaron una lista de lo que tenía que quitar. Me negué a todo. Pero lo que no está tan mal es que, como son editores liberales, me dijeron que corría el riesgo de que me atacaran y de que el libro no se vendiera. Y yo he querido mantener mi posición al respecto.

En El yo soberano también critico la idea de reducirme a mis orígenes. Hay una parte personal en ello; porque mis orígenes son complicados. En el libro comienzo contando una anécdota que me ocurrió en Líbano, donde la persona que me recibió me dijo que estaba muy contenta de recibir a una rumana. Le dije que no era rumana. Me respondió que estaba encantado de recibir a una ortodoxa. Le dije que tampoco lo era. Entonces, me preguntó: “Si se apellida Roudinesco y no es rumana ni ortodoxa, ¿qué es usted?”. Fue la primera vez en mi vida que dije: “Soy francesa”.

En el libro hablo de Julius Popper, uno de mis antepasados rumano-judío del siglo XIX. Se estableció en la Patagonia, donde es muy conocido por ser uno de los principales responsables del exterminio de los indígenas. Me pregunté: ¿me van a reprochar, me van a pedir que me arrepienta por mi antepasado que murió en 1845? Bueno, me pidieron que quitara ese pasaje porque la transmisión del racismo, y así me lo explicaron, era genética. Así que si yo tenía un antepasado que masacraba indígenas, eso significaba que lo llevaba en mi genealogía. Estaba escrito. Cuando lo reeditaron, escribí un epílogo sobre eso porque me gustaría que se entendiera que las derivas identitarias nos afectan todos los días. Es algo que nos invade: te piden que corrijas tus libros, te piden que digas de dónde eres… He llegado a preguntar si debía ponerme una estrella amarilla para que se supiera qué soy. Éste es el peligro, que comenzó hace treinta años; es lo que quiero denunciar. La asignación identitaria es inadmisible, al igual que la asignación de los orígenes. Sin embargo, hoy ocurre todo el tiempo. Se reivindica el hecho de pertenecer a un medio muy pobre, que uno pertenezca a un origen modesto; mientras que antes se reivindicaba la pertenencia a la nobleza o a la alta burguesía. En mi opinión, ni lo uno ni lo otro. La pertenencia forma parte de la historia de cada cual, pero decir que te impregna por completo es lo que yo llamo la asignación identitaria. Hay que salir de ahí, en lugar de reivindicarla.

Lo que critico son los excesos del universalismo abstracto, con el que no estoy en absoluto de acuerdo, y los del diferencialismo. Lo universal es tan necesario como lo diferencial. Por eso he recurrido en tantas ocasiones a Claude Lévi-Strauss, el gran pensador de ambas nociones. Lo conocí y siempre he pensado que, a pesar de ser muy crítico con Freud, es muy freudiano, cosa que le dije. Fue un conservador brillante, de pensamiento complejo, que trató lo universal y la diferencia. Necesitamos ambos, no asignaciones de identidad, sino explicaciones plurales. Estamos determinados al mismo tiempo por la biología, el ambiente, la psique. No podemos ignorarlo, debemos reconocer la complejidad. Ésa es mi propuesta.

Estabas hablando de libertad, fraternidad e igualdad. Hoy decimos “sororidad”. Soy de las que creen que la fraternidad engloba todo, a riesgo de escandalizar a la gente. No estoy segura de que la feminización de todos los términos represente un progreso. Sí, en ciertos ámbitos, absolutamente. Pero soy contraria a la escritura inclusiva. No creo que se deba asignar un género a todo. Tampoco estoy de acuerdo con la idea de que el sexo tuvo prioridad sobre el género. Ahora damos precedencia al género sobre el sexo. Necesitamos ambos. Eso es lo que Simone de Beauvoir dijo tan bien. No se nace mujer, se llega a serlo. Pero anatómicamente nacemos siendo algo y luego nos convertimos en lo que hacemos de nosotros mismos. Así que ahí lo tienen, son todos estos excesos los que critico, pero al mismo tiempo soy muy optimista, creo que pasará. El gran peligro es que todas estas derivas favorecen enormemente a la extrema derecha, al nacionalismo.

VR: La cuestión biográfica de tus orígenes complejos me lleva a hablar del concepto de contaminación, de mezcla. En tu obra muestras cómo las sociedades progresan justamente gracias a esa hibridación. Pero destacaría tu lectura del pasado, siempre en esa clave de mezcla y nunca del mito del origen. Y el recurso que utilizas, algo que compartimos, que es la visión de la historia de la tradición como una traición, una continua sucesión de autotraiciones en todas las épocas históricas y en todas las disciplinas. De modo que ser fieles al espíritu de la tradición implicaría traicionarla, mientras que la mayor traición que se le puede hacer al espíritu de la tradición es preservarla en un tradicionalismo estéril y cerrado. En este sentido, me interesa tu visión de la historia de la filosofía. En Filósofos en la tormenta, dedicado a Canguilhem, Sartre, Foucault, Althusser, Deleuze y Derrida, dices:

Lejos de rememorar antiguas glorias o de apegarme con nostalgia a una simple relectura de sus obras, he intentado mostrar que sólo la aceptación crítica de una herencia permite pensar por sí mismo e inventar un pensamiento para el futuro. Un pensamiento de insumisión, un pensamiento infiel.

Con este festival intentamos ser infieles a la historia de la filosofía, no canonizar a los grandes maestros del pasado. Pero ¿siguen siendo capaces la filosofía y el pensamiento de tener ese espíritu crítico con su propia tradición?

ER: Siempre he admirado a los maestros y he tenido maestros excepcionales, como el gran historiador Michel de Certeau o Gilles Deleuze. He sido amiga de Canguilhem. He tenido la suerte de poder admirar sin idolatrar. Eso era bastante extraordinario en mi generación, seguirlo todo a la vez, una especie de multiplicidad. Le debo mucho a Derrida, aunque lo critiqué en los años setenta. Entonces, yo era lacaniana. No se podía no serlo, porque Lacan era un renovador del pensamiento. Sin embargo, como todo gran pensamiento, acabó convirtiéndose en un catecismo. Así que en los ochenta, me acerqué mucho a Derrida, a quien había criticado. Sabía cuando estaba equivocada. Y digo esto porque Derrida es el pensador del anticatecismo. No deja de cuestionarlo todo. Así que obviamente ha sido convertido en un nihilista —el término “deconstrucción” es bastante loco ahora—. Pero Derrida decía: “La mejor manera de ser fiel es siendo infiel”. Una afirmación que me impactó mucho, porque yo me reconocía completamente en eso: hacer una lectura crítica de todo, sin entrar en la destrucción ni en la idolatría. Derrida posee la cualidad de ser continuamente fiel e infiel. Esa crítica contra los catecismos ha hecho de él una figura central en la historia del pensamiento. Le debo mucho.

Sin embargo, también hubo un catecismo de Derrida, hecho por algunos alumnos suyos estando él vivo. Lo habían convertido justo en lo que él no quería ser. Cuando le pregunté qué iba a hacer al respecto, me dijo: “Nunca hay que pensar que vas a poder controlar los excesos que se derivan de lo que has hecho”. He recordado muchas veces esa frase. Derrida tenía razón. Tener buenos maestros es formidable.

VR: Tú no los has canonizado. Les has sido infiel. Has sido capaz de traicionarlos.

ER: Ser infiel no es traicionar.

VR: ¿Cuál es la diferencia?

ER: La gran diferencia es que traicionar es renegar, mientras que ser infiel es desviarse, algo muy freudiano. Se trata de asumir el pasado y ocuparse de otra cosa, pero sin renegar jamás del conjunto.

Volviendo a los pensadores odiados, es interesante, porque es sintomático de lo que ocurre. Sartre es el filósofo más odiado en Francia. Se le tiene un odio inimaginable, ya sea la derecha, que dice que se equivocó en todo —y es verdad que se equivocó en muchas cosas—, o la izquierda, que le reprocha cualquier cosa que se te ocurra. Pues bien, esas críticas traen consigo esa “pequeña música”, de la que hablaba Frantz Fanon: “Suena una pequeña música. Atención. Cuando hablan de nosotros, están hablando de los judíos”; es decir, que detrás del racismo hay antisemitismo. Cuando se vomita contra Sartre, debemos estar atentos, porque significa que se vomita sobre Voltaire, sobre la libertad, sobre todos los valores que construyeron, tras la Revolución francesa, el pensamiento de la Ilustración. La Ilustración ha sido criticada porque también puede conducir a lo peor. Como muestra muy bien Derrida, pero también historiadores como Vidal-Naquet. En su nombre, la humanidad hizo sus mayores progresos, pero también construyó un imperio colonial. Francia es el único país colonial —el imperio colonial inglés era muy diferente— que pretendía querer asimilar completamente a un pueblo haciéndole pensar como nosotros en nombre de la Ilustración. Así que obviamente las luces también pueden acabar derivando en su contrario.

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