La lengua viperina

Hay pocos animales tan cargados de asociaciones simbólicas como la serpiente. Tradiciones de todo el mundo le han asignado un lugar sagrado; se ha vinculado con la vida, con la muerte, con el bien, con el mal, con la lluvia, con la traición. Entre esta multiplicidad de significados permanece hasta nuestros días la idea de una relación especial entre la serpiente y cierto tipo de lenguaje. Hasta la fecha, en México, “viborear” significa hablar mal de una persona. El habla viperina es mordaz, maldiciente, aduladora, hiriente o retorcida. La lengua de las serpientes, el órgano físico, se presta para estas asociaciones por ser veloz, sisear, estar cerca del veneno y, sobre todo, por estar bifurcada. La imagen de una lengua dividida admite múltiples interpretaciones e invita a reflexiones interesantes sobre la naturaleza de la mendacidad, la ironía y la conciencia.

Ilustración: Raquel Moreno

La división de la lengua en dos se ha interpretado en primer lugar como signo de la discrepancia entre palabra, intenciones y acciones. Cuando hacía mi investigación doctoral sobre discurso político en Mali, encontré, por ejemplo, que una parte importante de la identidad étnica malinke se fundaba en el orgullo de tener palabra de honor, a diferencia de los fulani, que los malinke representaban como “personas con la lengua bifurcada”. En ese universo moral, la función básica del lenguaje es producir transparencia y certidumbre, reducir la inestabilidad. El acto discursivo emblemático, el de mayor solemnidad, son las promesas y juramentos. Se asigna un valor enorme al respeto de la palabra empeñada. El mal de la serpiente, en este caso, es un mundo donde el lenguaje ha perdido eficacia para convertirse en meras apariencias, sombras engañosas. La sospecha socava la capacidad humana de establecer acuerdos y actuar en concierto.

La lengua bifurcada, sin embargo, admite una interpretación distinta, con mayores matices morales. Una manera de entender la ironía es precisamente como un mensaje con destinatarios bifurcados. A diferencia del sarcasmo, que suele ser obvio, cuando la ironía es potente tiene la capacidad de segregar al público en dos: las personas que permanecen en la literalidad, por un lado, y las personas que entienden el sentido irónico, por el otro. Por eso la ironía se vuelve un recurso fundamental en los momentos de mayor opresión ideológica, cuando es necesario introducir nuevos significados sin quebrantar las formas políticas imperantes. Es un mecanismo de evasión de la censura, una herramienta central del razonamiento crítico que permite exponer lugares comunes con un gesto mínimo de distancia. Un guiño que entre entendedores revele una nueva capa de significados.

La distancia, en realidad, puede ser respecto a sí mismo. “Ironizar —dice el poeta ruso Aleksandr Blok— es ausentarse”. En la ironía conformista, cínica, esa ausencia se expresa como irresponsabilidad. No hay un yo como el yo que sostiene un juramento, un sujeto que cargue el peso de las palabras. Pero ausentarse también puede ser desdoblarse, salirse de sí para verse a sí mismo y a su circunstancia desde afuera. Esa bifurcación respecto de sí tiene varios nombres. Es el sentido original de la palabra “reflexión”; es también el aspecto que introduce el sufijo meta-, como en metarrelato, metaficción, metadocumental. Es, en pocas palabras, la conciencia, la capacidad de percibirnos a nosotros mismos.

Es curioso, en ese sentido, que sea precisamente la serpiente, con su lengua viperina, la que haya persuadido a Eva en el relato del Génesis. Porque el don, o maldición, que introdujo al mundo con sus palabras fue la conciencia. Después de comer el fruto del árbol prohibido, Adán y Eva se vieron a sí mismos, supieron que estaban desnudos.

 

Natalia Mendoza

Antropóloga y ensayista. Estudió Relaciones Internacionales en El Colegio de México y un doctorado en Antropología en la Universidad de Columbia.

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