Tomóchic

La crisis que sufrían las economías en el mundo desde fines de la década de los ochenta, al contraerse el comercio, acabó por afectar a México. Bajaron los derechos de importación, apenas aumentaron los productos de la renta del Timbre, por lo que, en 1892, los ingresos de la Federación sumaron nada más 39 019 414 pesos —una caída de 5 123 471 pesos en apenas un año—. Esa crisis coincidió en México con la sequía más catastrófica que padeció el país al término del siglo XIX. La situación era crítica en el norte, pero aún peor en los estados del sur, como Oaxaca. “Hoy por hoy puede asegurarse que a lo más se recogerá en los Valles la mitad de la cosecha ordinaria y en las Sierras y Mixtecas ni la décima parte, resultando que estas poblaciones tendrán que vivir de los productos de los Valles”, escribió a México el gobernador de Oaxaca en el otoño de 1892.1 Todas las regiones del país reportaban la pérdida de las cosechas, el alza del precio de los alimentos, la muerte del ganado, el hambre de los más pobres. “Para remediar esa situación”, dijo el general Porfirio Díaz en su informe al Congreso, ese mes de septiembre, “decretó el Ejecutivo la libre importación del maíz y del frijol, por cinco meses, a fin de que, mientras se levanta la próxima cosecha, puedan abaratarse aquellos artículos, como ya ha sucedido, gracias no sólo a las exenciones de los derechos de importación y de la renta interior en ventas al menudeo, sino a las franquicias otorgadas a las juntas de beneficencia establecidas en la República”.2 El gobierno organizó comedores en las ciudades, que recibían, en algunos casos, a miles de mendigos al día.

Chihuahua fue uno de los estados más afectados por la sequía. En Tomóchic no llovía desde finales de los ochenta. Era un pueblo rodeado de montañas, ubicado en una zona de minas, cerca de la frontera con Sonora. Recibió aquel verano donativos de maíz por parte del gobierno, que no bastaron, pues un grupo de tomoches, hambrientos, rompió más tarde las cadenas de un almacén del pueblo, del que extrajo 36 fanegas de maíz. El almacén era propiedad de Reyes Domínguez; el grupo que lo saqueó estaba dirigido por Cruz Chávez. Ambos permanecían enfrentados hacía tiempo y, con ellos, todo el pueblo, formado por unas trescientas personas. Chávez ofreció pagar el maíz cuando recogiera su cosecha, pero Domínguez ratificó su denuncia ante las autoridades de Chihuahua —llegó incluso a escribir al propio presidente de la República—.

Ilustraciones: Ricardo Figueroa

Porfirio Díaz conocía el conflicto al recibir aquella acusación. Cruz Chávez estaba alzado desde hacía ya un año, cuando con unos cuarenta hombres en armas, amenazados con la leva, peleados con el cura de la zona, negó su obediencia al Estado y a la Iglesia. “En el pueblo de Tomóchic, cantón Guerrero, se pronunciaron ayer unos cuantos indios”, decía con desprecio el telegrama que le llegó entonces de Chihuahua.3 No eran indios sino mestizos que, desde mediados del siglo, habían desplazado a los tarahumaras que habitaban en el valle, donde aún permanecían algunos. Debió ser la primera vez que él mismo escuchaba el nombre de ese pueblo: Tomóchic. Supo más tarde, por el gobernador de Chihuahua, esta información sobre los móviles de los rebeldes: “Les hicieron entender que en el Chopeque, rancho inmediato a Tomóchic, había aparecido Dios y Teresita de Cabora, y que les habían ordenado que no obedecieran más ley ni más autoridad que la de los hermanos Chávez”.4 Tras desconocer a la autoridad del Estado, sin reconocer la de la Iglesia, los rebeldes partieron hacia el occidente de Chihuahua en busca de Teresa Urrea, una muchacha que vivía con su padre en el rancho de Cabora, al sur de Sonora. Teresa había sufrido hacía unos años un ataque de catalepsia que, durante meses, la puso al borde de la muerte. Desde entonces comenzó a tener fama de sanadora. Era visitada en Cabora por miles de personas que buscaban curación. El Siglo XIX publicó esos días una nota sobre ella, fechada en Baroyeca. “Teresa Urrea alivia hoy todas las enfermedades y algunas las sana, como la lepra, la parálisis y en general toda clase de afección nerviosa”, decía esa nota, que añadía que no usaba más sustancia para curar que la tierra con saliva, y finalizaba con esta frase: “A esta joven se le llama generalmente la Santa de Cabora”.5 Desde hacía un año, influida por un periodista de Chihuahua, Terecita de Cabora empezó a señalar los abusos de las autoridades civiles y religiosas y las injusticias que afectaban a los más pobres de México.

Porfirio dio instrucciones al gobierno de Sonora de aprehender a los tomoches en camino de Cabora. Estaban en rebeldía, iban armados con carabinas Winchester. Pero fue sorprendido por la noticia de que el piquete que los seguía acababa de ser emboscado por los rebeldes cerca del pueblo de Batacosa, en Sonora. Reaccionó con cólera. “Dé órdenes en sentido de que, una vez aprehendidos, sean severa y prontamente castigados”, instruyó al gobernador.6 Teresa Urrea, sobrecogida, no quiso ser identificada con los autores de la emboscada, por lo que huyó de Cabora. Los tomoches no la pudieron ver, tuvieron que volver a Chihuahua; no tendrían ya la oportunidad de conocerla, pues meses después, tras un ataque de los mayos a Navojoa al grito de ¡Viva Santa Teresa de Cabora!, el jefe de la 1.ª Zona Militar la desterró, junto con su padre, hasta Nogales, Arizona. Tomóchic estaba sin guarnición por orden del gobierno del estado, que así lo dispuso para que los rebeldes regresaran sin temor. El propio Díaz estaba también inclinado por la reconciliación, ya no por el castigo, como sugiere la nota que le envió al gobernador: “Mi congratulación por el feliz término de los asuntos de Tomóchic”.7 Pero los tomoches rechazaron la gracia que les ofreció el gobierno: siguieron armados. Hubo rumores en el sentido de que, junto con los yaquis, tomarían la plaza de Ciudad Guerrero, por lo que Porfirio Díaz dio la orden al jefe de la 2.ª Zona Militar de emprender la campaña contra Tomóchic. Fue por esas fechas que ocurrió el robo de las 36 fanegas de maíz. El congreso de Chihuahua detuvo entonces el decreto de amnistía que había sido propuesto para Tomóchic.

El jefe de la 2.ª Zona Militar era el general José María Rangel, oficial desde joven en el Ejército de la República. Estuvo en el sitio de Querétaro, fue partidario de Lerdo, combatió a Díaz durante la rebelión de La Noria; tuvo después a su cargo la jefatura del puerto de Guaymas, luego la comandancia del territorio de la Baja California, para llegar por ese camino a Chihuahua. Había dicho que las fuerzas bajo su mando le bastaban para imponer el orden en Tomóchic, pero el presidente, receloso, le pidió al jefe de la 1.ª Zona Militar, en Sonora, el apoyo de una columna encabezada por el coronel Lorenzo Torres, acostumbrado a la guerra en la montaña por su experiencia en el Yaqui. La mañana del 2 de septiembre de 1892 el general Rangel, tras dividir a sus tropas en dos columnas, atacó Tomóchic con 350 soldados del 11.º Batallón, sin esperar el refuerzo del coronel Torres, quien con cuatrocientos hombres avanzaba desde Torin. Fue un error. Los tomoches eran cazadores de apaches, conocían la montaña, su puntería era legendaria. El ataque fracasó por completo: murieron más de treinta soldados, varios resultaron heridos, fue aprehendido el propio general Rangel, quien logró escapar a Ciudad Guerrero. Díaz ordenó hacer una investigación para aclarar las causas de ese desastre. “Es general la voz en el público”, le dijo el hombre encargado de hacerla, “que la derrota fue completa para las fuerzas del Supremo Gobierno”.8 Los tomoches habían vuelto a humillar al Ejército.

Para reemplazar a Rangel, caído en desgracia, Porfirio Díaz mandó al frente de la 2.ª Zona Militar a un jefe de su confianza, compañero suyo, el general Rosendo Márquez. Eran contemporáneos. Márquez secundó, como él, la revolución de Ayutla contra Santa Anna; luchó junto a los liberales durante la Reforma; combatió al Imperio en el frente de occidente. Era gobernador de Puebla hasta hacía unos meses, cuando sufrió la oposición del general Mucio Martínez, oriundo de Nuevo León pero radicado en el estado, también compañero de Porfirio. Márquez sugirió al presidente una reunión, los tres, en el Palacio Nacional (“para evitarle a usted la molestia de tanto chisme, con que le quitan a usted su tiempo”), tras lo cual publicó un manifiesto donde renunciaba al gobierno de Puebla.9 Recibió en su lugar un asiento en el Senado. Luego lo convocaron a Chihuahua. El 4 de octubre, después de su llegada, tomó posesión del gobierno del estado el coronel Miguel Ahumada, quien peleó bajo sus órdenes en la guerra contra el Imperio. Ahumada era originario de Colima. Fue carpintero, luego aduanero, más adelante legislador. Vivía desde mediados de los ochenta en Chihuahua, donde comandaba la Gendarmería Fiscal. En ese cargo recibió del presidente la encomienda de importar, libres de impuestos, los cereales necesarios para distribuir entre las clases más pobres del estado, afectadas por la sequía. Díaz constató que era competente, por lo que le dio su apoyo para tomar el lugar del gobernador Lauro Carrillo, quien tuvo que dejar su cargo tras ser hostilizado por el hombre más poderoso del estado, don Luis Terrazas.

La columna del Ejército salió de Chihuahua hacia el oeste, en dirección a Ciudad Guerrero, donde estableció su cuartel el general Rosendo Márquez. Ahí mandó órdenes a Sonora para que el coronel Lorenzo Torres marchara hacia Tomóchic a ocupar el camino que llegaba del mineral de Pinos Altos. El general José María Rangel debía ocupar, a su vez, el camino que arribaba de Ciudad Guerrero. Ése era el plan del jefe de la campaña: cercar al pueblo, para así someter a los rebeldes (“a quienes el gobierno del estado puede indultar bajo condiciones firmes y seguras”, le dijo al presidente Díaz).10 Pero Márquez permaneció él mismo en Ciudad Guerrero —es decir, tomó la decisión de ceder el mando de la expedición a Tomóchic—. “He creído de absoluta justicia confiarle esa expedición al general Rangel para su vindicación”, le indicó al presidente, a quien repitió el objetivo de la campaña: “que se establezca un sitio completo al amanecer del día 20 sobre Tomóchic para evitar la fuga de los revoltosos”.11 El propósito de la expedición contra los rebeldes: sitiarlos hasta rendirlos, no exterminarlos, era contradictorio con el medio que Márquez escogió para lograrlo: dar el mando a un hombre que tenía sed de venganza, el general Rangel.

El 17 de octubre, José María Rangel salió hacia Tomóchic. Su columna tenía que subir por la montaña, enorme, cubierta de pinos. El 20 de octubre, al amanecer, Lorenzo Torres llegó por el camino de Pinos Altos, donde tomó la posición que le había ordenado Márquez. Ya tomada, sin esperar a la columna que tenía el mando, atacó Tomóchic. Pero fue rechazado. Rangel arribó después, dividió sus fuerzas, trató de tomar el pueblo, pero fue rechazado también. El general Márquez recibió en Ciudad Guerrero esas noticias: la derrota de sus fuerzas, la muerte de cuatro capitanes, la baja de un teniente coronel, que él mismo, arrepentido por dar el mando a Rangel, comunicó en clave al presidente de la República. Era una humillación más, sabía, para las armas del gobierno. Ordenó de nuevo no atacar al pueblo, sino sitiarlo, para someterlo. Los días así pasaron con escaramuzas, hasta el 24 de octubre, cuando los rebeldes, reunidos en la iglesia, entendieron que iban a morir, castigados por su desconfianza en el Gran Poder de Dios. Márquez mandó ese día un telegrama al Palacio Nacional, que decía que los revoltosos habían sido sometidos en Tomóchic. Pero lo tuvo que desmentir horas después.

La campaña no había concluido: aún quedaba un núcleo de rebeldes fortificados en la iglesia de la Purísima Concepción. La iglesia era el baluarte del pueblo, por lo que, la madrugada del 25 de octubre, los militares tomaron posiciones para proteger el asalto al cerro de la Cueva, que haría ese día el capitán Eduardo Molina con dos compañías del 9.º Batallón. El cerro era clave, pues dominaba a la iglesia. Su asalto fue sangriento para los soldados, que sufrieron nueve muertos, entre ellos el capitán Molina. La tarde del 26 de octubre, ya protegidos por aquel cerro, atacaron la iglesia. Llegaron al atrio, trataron de quemar la puerta, pero fueron rechazados por los rifleros. Volvieron a tratar: la iglesia empezó a arder. Todos en el interior salieron hacia el atrio, donde fueron cazados a tiros por la tropa. Murieron en esa masacre más de sesenta personas, muchas de ellas mujeres y niños. Los sobrevivientes encontraron refugio en una casa que servía de cuartel a Cruz Chávez. Estaba llena de heridos y muertos, con niños que lloraban al lado de sus madres, hambrientos y desesperados. Rangel esperó un par de días, en los que desertaron algunos de los rebeldes. Sabía que quedaban aún veinticinco hombres en esa casa, dirigidos por Chávez. Mandó a su encuentro a un indio que lo conocía, para ofrecerle respetar su vida si deponía las armas, pero no aceptó el ofrecimiento; tampoco permitió que salieran de la casa las mujeres y los niños. El pueblo estaba lleno de cadáveres, que corrompían el aire. “Estará usted impuesto de cómo se concluyó la cuestión de Tomóchic y verdaderamente es, mi general, de horrorizarse”, diría luego al presidente el general Márquez.12 Así pasó un día más. Chávez accedió por fin a dejar salir a los niños y a las mujeres; los hombres, en cambio, permanecieron atrincherados. “No quedaban más que trece tomoches y sus familias, encerrados con varios cadáveres en la única casa que les quedaba del pueblo”, relató el gerente de la mina de Pinos Altos. “Los trece estaban tan heridos que tumbados estaban en el suelo sin poderse mover, pero aun así se defendían y no abandonaban sus gritos de Viva el Poder de Dios”.13 El 29 de octubre, por la madrugada, los soldados le prendieron fuego a la casa: sacaron a una mujer y a diez hombres que aún estaban vivos, entre ellos Cruz Chávez. Ahí lo vio Heriberto Frías, un teniente del 9.º Batallón. “Tenía entonces cerca de cuarenta años de edad”, notó, “y era alto y fornido”.14 Fue ejecutado. Rangel hizo prisioneros a los sobrevivientes: 43 mujeres y 71 niños. “En este momento que son las diez de la mañana, ha quedado escarmentado por completo el enemigo y castigado convenientemente sin quedar uno solo”, escribió en su parte, que finalizó con estas palabras, macabras: “El pueblo concluyó por completo”.15

Durante más de una semana, Díaz estuvo atento a los sucesos de Tomóchic. “Las mismas emociones que usted sufrió me hicieron sentir a mí también la serie de partes que me estuvo transmitiendo”, le confió a Rosendo Márquez. “Por fortuna ha pasado todo, y aunque no como hubiera de desearse, porque hemos gastado más sangre de la necesaria. Se ve claro que por torpeza o por equivocación así lo quiso el enemigo”.16 Los rebeldes no pasaban de cien: murieron casi todos. Las fuerzas del gobierno sumaban alrededor de 1200 hombres: cayeron más de 400, entre ellos varios jefes y oficiales. Las críticas fueron dirigidas a Rangel, quien fue llamado a la capital por el general Díaz. Retornó a Chihuahua, donde fue repuesto en el mando de la Zona Militar, para después renunciar al Ejército. Murió a los tres años, con la vergüenza de Tomóchic. Otros jefes de la campaña también cayeron en desgracia. La masacre habría sido olvidada por la historia como lo fueron tantas otras de aquel siglo —la de Bácum, por ejemplo— a no ser por el testimonio que dejó un sobreviviente del Ejército: el teniente Heriberto Frías.

 

Carlos Tello Díaz
Escritor e historiador. Autor de la biografía Porfirio Díaz, su vida y su tiempo; ha publicado dos entregas: La guerra (2015) y La ambición (2018), y la tercera, El poder, aparecerá este año.

 

1 Carta de Gregorio Chávez a Porfirio Díaz, Oaxaca, 4 de octubre de 1892 (legajo 17, caja 31, documentos 15227-15228 de la Colección Porfirio Díaz. Universidad Iberoamericana, México). Abundan las cartas sobre la sequía de 1891-1892 (ob. cit., legajo 16, caja 27, documentos 13066-13067; legajo 16, caja 29, documento 14057; legajo 17, caja 18, documento 8923…).

2 Informe de Porfirio Díaz, 16 de septiembre de 1892, en Los presidentes de México ante la nación: informes y respuestas desde el 1 de abril de 1877 hasta el 4 de noviembre de 1911, Cámara de Diputados, México, 1985, pp. 355-356).

3 Telegrama de Miguel Ahumada a Porfirio Díaz, Chihuahua, 9 de diciembre de 1891, en Rubén Osorio, Tomóchic en llamas, Conaculta, México, 1995, p. 244.

4 Carta de Lauro Carrillo a Porfirio Díaz, Chihuahua, 13 de diciembre de 1891, en Rubén Osorio, Tomóchic en llamas, Conaculta, México, 1995, p. 252. Esta dimensión del levantamiento es subrayada en Paul J. Vanderwood, Del púlpito a la trinchera: el levantamiento religioso de Tomóchic, Taurus, México, 2003.

5 El Siglo XIX, 4 de febrero de 1890, Hemeroteca Nacional de México.

6 Nota de respuesta de Porfirio Díaz a Rafael Izabal, México, diciembre de 1891, en Rubén Osorio, Tomóchic en llamas, Conaculta, México, 1995, p. 267.

7 Nota de respuesta de Porfirio Díaz a Lauro Carrillo, México, enero de 1892, en Rubén Osorio, Tomóchic en llamas, Conaculta, México, 1995, p. 277.

8 Carta de Felipe Cruz a Porfirio Díaz, Chihuahua, 7 de septiembre de 1892, en Rubén Osorio, Tomóchic en llamas, Conaculta, México, 1995, p. 318.

9 Carta de Rosendo Márquez a Porfirio Díaz, Puebla, 6 de mayo de 1892 (legajo 17, caja 16, documento 7609-7610 de la Colección Porfirio Díaz. Universidad Iberoamericana, México).

10 Carta de Rosendo Márquez a Porfirio Díaz, Chihuahua, 7 de octubre de 1892 (legajo 17, caja 32, documento 15876 de la Colección Porfirio Díaz. Universidad Iberoamericana, México).

11 Carta de Rosendo Márquez a Porfirio Díaz, Ciudad Guerrero, 17 de octubre de 1892 (legajo 17, caja 32, documento 15879 de la Colección Porfirio Díaz. Universidad Iberoamericana, México).

12 Carta de Rosendo Márquez a Porfirio Díaz, Ciudad Guerrero, 6 de noviembre de 1892 (legajo 17, caja 35, documentos 17413-17414 de la Colección Porfirio Díaz. Universidad Iberoamericana, México).

13 Informe de Angel Echeverría a la Pinos Altos Bullion Company Limited, Pinos Altos, 7 de diciembre de 1892, en Rubén Osorio, Tomóchic en llamas, Conaculta, México, 1995, p. 370. Los habitantes del pueblo eran entonces llamados tomoches, no tomochitecos como fueron conocidos más tarde.

14 Heriberto Frías, Tomóchic, Promexa, México, 1979, p. 34.

15 Parte de José María Rangel a Rosendo Márquez, Tomóchic, 29 de octubre de 1892, en Rubén Osorio, Tomóchic en llamas, Conaculta, México, 1995, p. 346.

16 Carta de Porfirio Díaz a Rosendo Márquez, México, 3 de noviembre de 1892 (legajo 17, caja 35, documento 17418 de la Colección Porfirio Díaz. Universidad Iberoamericana, México).

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