La menstruación ocurre cuando el endometrio, una membrana mucosa llena de sangre, se desprende del útero. En ausencia de un óvulo fecundado, esta membrana ya no sirve y es eliminada por el cuerpo. Este ciclo, que prepara al útero para un posible embarazo, sucede aproximadamente cada veintiocho días y es compartido por más de 2000 millones de personas en el mundo; cada día cerca de 800 millones menstrúan.
En la mayoría de las culturas la menarquia va acompañada de ritos que presentan a la niña como una mujer en la sociedad. La práctica más extrema es la reclusión de la jovencita durante periodos que pueden durar desde unos días hasta varios años. A lo largo del aislamiento se le prohíbe ver el sol o tocar el suelo y, en algunos casos, debe ayunar y no puede comer cierta comida que se cree peligrosa para ella en ese estado. Al final de su reclusión la joven se considera apta para el matrimonio.
Hoy, en cambio, para muchas niñas en México la llegada de su primer periodo no implica un rito de paso formal pero sí es un momento de cambio significativo: entiendes lo que la sociedad espera de ti como mujer. En lugar de reclusión, la experiencia está marcada por el desconcierto, la vergüenza o el miedo, en la mayoría de los casos. A algunas nos regañan por manchar la ropa mientras que otras recibimos un discreto “ya eres mujer” de nuestras madres o abuelas. Con frecuencia debemos aprender a manejarlo solas, en baños escolares o en casa, usando toallas sanitarias que nos dicen debemos esconder.
Los tabúes menstruales son de los más arraigados en muchas culturas. ¿Cómo llegamos las mujeres a merecer este privilegio? Freud justificó el miedo al flujo con razones de estética y de higiene. Tal vez en nombre de la limpieza, un miembro de la tribu Enga de Nueva Guinea, documentado por el antropólogo M. J. Meggitt, se divorció de su esposa por tomar una siesta sobre su cobija al menstruar. Y días después, aún inquieto por su maldición femenina, la mató con un hacha.
Uno de los casos más extremos es el de los Carrier de la Columbia Británica. Hacían que una niña viviera en el bosque en completa reclusión durante tres o cuatro años con la llegada de su primer periodo. En Camboya algunas niñas pasaban cien días en cama bajo un velo contra mosquitos. Los pueblos Kolosh de Alaska confinaban a las niñas en una cabaña muy chiquita, que la envolvía casi por completo excepto por un pequeño orificio de ventilación durante un año; no se les permitía ni fuego ni ejercicio ni compañía.

Los nativos de la isla de Nueva Irlanda encerraban a sus hijas durante más de un año en jaulas, donde engordaban y se ponían pálidas a falta de sol. Algunos aborígenes australianos enterraban a sus hijas en la arena, al igual que los Mojave en Norteamérica. Los indígenas de Nueva Guinea Británica, Brasil y Bolivia mecían a sus hijas en hamacas durante el sangrado.
También se creía que la menstruación podía contaminar las plantas. Esto, imagino, debió ser una antítesis para los pueblos originarios de muchas partes del mundo. Sobre todo cuando los primeros objetos de culto fueron figuras femeninas asociadas a la fertilidad. Pensemos en la celebración de Chicomecóatl, diosa del maíz para los nahuas o la mitología detrás de la diosa Tueris en el Antiguo Egipto. Las mujeres estaban a cargo del cultivo de los campos; los hombres, de la caza. Y las mujeres tenían un papel clave en los ritos de fertilidad de Deméter y Dioniso, tanto en la mitología como en la vida real. El éxito de las mujeres en las labores agrícolas se atribuía a su fecundidad y se pensaba que era inherente a su sexo.
Pero el poder de crear sugiere el poder de destruir. Si la mujer podía crecer el huerto, también podía marchitarlo. La sangre menstrual se consideraba el arma destructora para la sociedad que ella, como mujer, debía preservar. Incluso en el siglo pasado, los campesinos de Italia, España, Alemania y Países Bajos creían que las flores y los árboles frutales se morían al contacto con una mujer en su regla. Y a las mujeres judías se les ha prohibido tradicionalmente plantar durante la menstruación.
Este miedo hacia quienes menstrúan no se detiene en los cultivos, también invade la cocina. Sobre todo cuando los alimentos se encuentran entre un estado y otro. A principios del siglo XX, en algunas comunidades del sureste de Europa, las mujeres con la regla tenían prohibido salar o encurtir alimentos porque —según la sabiduría popular— no se conservarían. Esto viajó a Estados Unidos, donde en los años ochenta algunas familias mineras de Kentucky seguían convencidas de que una mujer menstruante era capaz de arruinar los alimentos en conserva. En Francia, su mera presencia se consideraba una amenaza para hacer una buena mayonesa, para la fermentación de la sidra y el refinado del azúcar. En Europa del Eeste los campesinos aseguraban que una mujer en su periodo debía mantenerse alejada de hornos y batidoras, porque su aura menstrual podía arruinar el pan y la mantequilla.
Obviamente, esas teorías necesitaban de un respaldo científico. Así que en los años veinte del siglo pasado, Bela Schick, pediatra húngaro-estadunidense, y David Macht, farmacólogo ruso-americano, hicieron experimentos para confirmar el efecto devastador de la menstruación en la vida vegetal. En uno de los experimentos de Schick, una sirvienta recibió un ramo de rosas durante su periodo y al día siguiente las flores se habían secado. Schick acuñó el término “menotoxinas” para describir las sustancias nocivas que destruyen las plantas y que las mujeres exudan a través de la piel durante la menstruación. Añadió que estas “menotoxinas” impiden que la masa suba y que la cerveza fermente.
Por su parte, Macht descubrió según él que la sangre menstrual tenía el poder de inhibir el crecimiento de las plantas. Además, no sólo la sangre: la acción “menotóxica” también sucedía a través de la saliva, la orina, el sudor, la leche, las lágrimas e incluso podía transmitirse por aire. Sin embargo, William Freeman y Joseph M. Looney, otros dos investigadores médicos que en 1934 intentaron duplicar los experimentos de Macht en el Hospital Estatal de Worcester en Massachusetts, no pudieron hacerlo. En sus resultados las mujeres que no estaban menstruando obtuvieron puntuaciones más “tóxicas” que las que sí. Lo que sugiere, en todo caso, que las mujeres son menos peligrosas cuando canta el gallo.
La hipófisis, en la base del cerebro, activa la menstruación al liberar una hormona foliculoestimulante (FSH) hacia la mitad del ciclo. También desencadena la liberación de cantidades moderadas de estrógeno y progesterona en curvas complementarias a lo largo del mes (de modo que cuando el nivel de una es el más alto, la otra está en su punto más bajo). La FSH también estimula los ovarios, dos glándulas del tamaño de una almendra, mientras se preparan para liberar los óvulos.
En México la menstruación sigue siendo un factor de desigualdad que limita el acceso a la educación y afecta la economía de las mujeres más vulnerables. Que el 42 % de las adolescentes falten a la escuela debido a su periodo es una muestra alarmante de cómo la pobreza y los tabúes aún marcan la vida de miles de niñas.
Por años en México las toallas sanitarias, tampones y copas menstruales tuvieron un 16 % de IVA porque, según la lógica fiscal, no eran artículos esenciales. Mientras tanto estaban exentos otros productos de higiene masculina. Las mujeres pagábamos más por algo básico, afectando sobre todo a quienes tenían menos recursos. La buena noticia es que en 2022 finalmente se eliminó este impuesto y se dio paso un consumo más justo.
México empieza a tomarse en serio la menstruación como un tema de derechos y no sólo de “cuestiones privadas”. Hasta 2023, trece estados promulgaron leyes que garantizan la gratuidad de productos menstruales y la educación sobre gestión menstrual en escuelas públicas de educación básica. Otros como Colima y Baja California Sur han dado un paso más con licencias menstruales para trabajadoras del estado. A nivel federal existen propuestas para que las licencias sean un derecho en todo el país. Aunque todavía falta camino por recorrer, al menos la conversación ya no se esconde bajo la mesa.
Cuando los niveles de estrógeno alcanzan su punto máximo, desencadenan un aumento repentino de la hormona luteinizante (LH), lo que provoca la liberación del óvulo maduro desde el folículo. Este proceso, conocido como ovulación, suele ocurrir alrededor del día 14 en un ciclo de 28 días. El óvulo viaja por las trompas de Falopio y permanece viable durante unas 12 a 24 horas, esperando ser fecundado.
En 1983 un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) analizó las actitudes hacia la menstruación en mujeres de diversas clases sociales en diez países: Egipto, Filipinas, India, Indonesia, Jamaica, México, Pakistán, Reino Unido, Corea del Sur y Yugoslavia. Más que explorar los tabúes, el estudio buscaba comprender cómo las percepciones sobre la menstruación influían en el uso de anticonceptivos. Los hallazgos mostraron que, a pesar de los malestares físicos, emocionales y las restricciones culturales, la mayoría de las mujeres consideraban la menstruación un evento positivo y no optarían por suprimirla voluntariamente, incluso en India, donde muchas evitan tareas domésticas por razones de pureza ritual.
En los años ochenta, un estudio sobre mujeres mexicoamericanas surgió como un hallazgo secundario en una investigación sobre el tamaño de la familia. Los investigadores descubrieron que muchas de estas mujeres evitaban las relaciones sexuales durante la menstruación porque creían que eran más fértiles en ese momento, lo que contribuía a que tuvieran familias numerosas. Además percibían la menstruación como un proceso de limpieza del cuerpo y asociaban su ausencia, salvo en el embarazo, con la retención de sangre “sucia” y un estado de impureza.
La ignorancia que rodea a la menstruación es casi universal, lo mismo que el silencio que la acompaña. Ese estigma afecta de manera significativa a quienes menstruamos: nuestros cuerpos son celebrados con el embarazo pero cuando tenemos nuestro periodo —un requisito para tener hijos— debemos esconderlo. El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) realizó un estudio en México durante el 2022 en el que encontró que el 69 % de las adolescentes, mujeres o personas menstruantes tenía poca o nada de información cuando menstruaron por primera vez. Siete de cada diez encuestadas dijo que su mamá fue la primera persona con quien habló al respecto: en la mayoría de los casos la educación menstrual sigue siendo algo privado que queda dentro de la familia.
La falta de información en las aulas deja la responsabilidad de la educación menstrual en manos de los hogares, sobre todo de las madres. La menstruación aún es algo vergonzoso o incluso prohibido en ciertos espacios. Esto refuerza el estigma: si el primer acercamiento a la menstruación ocurre en un tono de secreto, es probable que se reproduzcan sentimientos de vergüenza o incomodidad en las niñas.
Después de la ovulación el folículo vacío en el ovario se transforma en el cuerpo lúteo, una estructura que produce progesterona. Esta hormona es crucial para mantener el endometrio grueso y receptivo en caso de que el óvulo sea fecundado. Si la fecundación ocurre, el embrión enviará señales para mantener el cuerpo lúteo activo y evitar la menstruación. Si no hay fecundación, el cuerpo lúteo se desintegra, los niveles de progesterona caen y el endometrio comienza a desprenderse, iniciando un nuevo ciclo menstrual.
No todas las sociedades infligen a sus hijas recordatorios dolorosos de la menarquia. En la India, con sus miles de etnias, la llegada a la pubertad es por lo general motivo de fiesta, aunque las costumbres de los distintos pueblos incluyan el aislamiento, el tabú y la prohibición de ver el sol o tocar el suelo. Las castas altas y bajas observan ritos similares: entre los brahmanes deshastha, por ejemplo, a la primera menstruación la acompaña el encierro; pero, al término, la joven, sentada en un pequeño trono, recibe a vecinos y parientes que le dan regalos y la bañan con aceite ceremonial. Del mismo modo, una niña nayar de la India recibe la visita de las vecinas al final de la reclusión y la visten con ropa nueva.
En el siglo XIX no se empleaba a ninguna mujer en la industria del opio en Saigón porque se creía que éste se amargaba si había una mujer menstruando cerca. Los músicos suelen echar la culpa de las cuerdas rotas a la menstruación. Y algunos de nosotros seguimos creyendo que es de mala suerte pasar por debajo de escaleras o tirar un salero, supersticiones oriundas de tiempos pasados, donde la gente no pasaba por debajo de puentes, tendederos, árboles caídos y recluían desde algunos días hasta algunos años a quienes menstruaban.
Los ritos de la menarquia pueden ser alegres o humillantes, dolorosos o apapachadores, dependiendo del sesgo cultural del observador y de las convicciones religiosas, pero todos comparten un hilo conductor: el énfasis en el comienzo de la vida sexual y la importancia de procrear para el bienestar de la sociedad.
No sabemos qué llevaba Eva como protección sanitaria después de ser “maldecida”. Los artistas europeos suelen mostrarla con una hoja de higuera, un material poco absorbente. Se nos dice que en algunas culturas las mujeres no llevan ningún tipo de protección y tienen pocos tabúes, mientras que en nuestra propia sociedad existen unas cien marcas distintas de toallas higiénicas y tampones, y el mercado mundial de productos de higiene femenina está valorado en unos 47 000 millones de dólares.
Entre las usuarias de tampones había más variedad. En el antiguo Japón las mujeres utilizaban de ocho a doce tampones de papel al día. Durante siglos, las mujeres indonesias fabricaron tampones de fibra vegetal. Las mujeres romanas usaban tampones de lana suave; y las egipcias, rollos de papiro. Los rollos de hierba y raíces servían a las mujeres del África ecuatorial.
A pesar de los tabúes menstruales hasta hoy, las representaciones del periodo son muy antiguas. La menstruación, el embarazo y el parto aparecen en dibujos rupestres prehistóricos de Norteamérica, y hay indicios de que los pueblos antiguos pudieron utilizar el ciclo menstrual como calendario.
Las ideas sobre lo que es “natural” para las mujeres han trascendido la mera descripción de sus funciones biológicas para convertirse en narrativas que determinan su papel en la sociedad. No se trata de entender el cuerpo femenino, sino de usarlo como argumento para definir lo que las mujeres pueden —o deben— ser.
En la Inglaterra victoriana la ausencia de menstruación en la edad fértil no era únicamente un fenómeno fisiológico sino que traía consigo otras suposiciones “naturales”: resultaba “natural” que las mujeres perdieran embarazos con frecuencia y que la mortalidad infantil fuera alta. Hoy la expectativa ha cambiado: la sociedad asume que un bebé debe nacer sano y cualquier complicación durante el parto puede derivar en demandas médicas.
Del mismo modo, la muerte materna en el parto se consideraba una consecuencia inevitable de la biología femenina, en lugar de un problema de salud que debía resolverse. Y más allá de la medicina, estas concepciones también han servido para limitar el acceso de las mujeres a otros ámbitos. Durante el siglo XIX algunos reformistas aseguraban que si las mujeres recibían educación superior la sangre que debía irrigar sus órganos reproductivos se desviaría peligrosamente hacia el cerebro, comprometiendo su capacidad de ser madres.
Esas ideas absurdas revelan un patrón persistente: lo “natural” ha sido una justificación histórica para condicionar el destino de las mujeres. O se normaliza la mortalidad materna e infantil o se les niegan oportunidades más allá de la maternidad.
Cuando la vemos como un fenómeno cultural, recordamos que la menstruación no es sinónimo de “ser mujer” y que las mujeres no deben definirse ni limitarse por ella.
Melissa Cassab
Editora en nexos y productora del pódcast Control de cambios