Ignacio Escolar: Siempre has defendido que la filosofía tiene que estar pegada a lo que pasa en los movimientos sociales, ciudadanos, en la calle. Has mezclado la parte académica con la divulgación. En tu último libro El tiempo de la promesa defiendes que estamos en un momento en el que se hacen menos promesas que antes. ¿Por qué? ¿Se debe a que tenemos un futuro incierto?
Marina Garcés: Pensar no es algo que dependa de qué institución lo hace posible, sea una academia, una escuela, una industria cultural o un determinado código político, sino que es precisamente eso que pasa cuando se rompen esos límites, esos códigos, cuando salimos más allá de aquello que nos está prescrito según nuestra condición, social, política o cultural. ¿Qué tiene que ver esto con lo que me preguntas, con esta actividad extrañamente humana de hacernos promesas, de prometernos cosas unos a otros o de recibir promesas de alguien que a veces no sabemos quién es? Tú invocabas ahora un “antes” o un “hoy” que quizá podemos también interrogar, dónde está ese antes y cuándo se acabó. No sé si existe, pero sí que hay un sentimiento presente de incomodidad respecto a las promesas por muchas razones. Una: porque hay una cotidianidad de la promesa política, pública, mediática, publicitaria, económica, que recibimos de forma habitual como banal o falsa.
Hay un lenguaje público de la promesa que está hecho no para cumplirse, sino para reproducirse a sí mismo, como un lenguaje que nos convoca por algo que no depende de su veracidad, sino que depende de su capacidad de seducción, de competición, de arrastre de la atención pública, mediática o del tipo que sea; a veces para el propio consumo de futuros que no sabemos dónde situar y que si alguien nos promete algo, aunque sepamos que no es verdad, lo preferimos antes que quedarnos en la intemperie.
IE: ¿Preferimos escuchar promesas aunque sepamos que no son ciertas?
MG: En parte sí, y a la vez nos duele mucho. Hay ese resentimiento, que es otra cara de las promesas incumplidas de nuestro presente, ese pozo oscuro del resentimiento, de la frustración, que también han engendrado toda una serie de promesas históricas y muchas de las que recibimos en el presente. Entonces hay, por un lado, un deseo de recibir promesas que nos lleven a algún lugar y, al mismo tiempo, recelo, esa desconfianza hacia cualquiera que nos prometa algo o incluso hacia nosotros mismos como sujetos capaces de prometer.
IE: Lo que prometemos tampoco nos lo tomamos muy en serio.
MG: El tiempo de la promesa hace casi un año que salió, pero me he dado cuenta presentando libros, haciendo charlas, encuentros con jóvenes sobre todo, que hay a la vez dos cosas: una diferencia histórica y de edad en relación con el lenguaje de la promesa, que tiene que ver con en qué marco se sitúa el sentido del prometer. Entonces hay una generación mayor, que siente un total rechazo hacia el lenguaje de la promesa como algo que viene de la idea de la promesa soberana —un poder que se ha dado el monopolio de la palabra que promete, sea Dios, sea el Estado, sea el capitalismo: la promesa es autoritaria—. Y al mismo tiempo hay una decepción hacia la promesa igualitaria; históricamente nos habíamos prometido una tarea de emancipación, de igualdad, de trabajo en la reciprocidad de la palabra que se da y que se compromete. En cambio, en los más jóvenes, quienes están acostumbrados a desconfiar del futuro, me he encontrado en muchas situaciones lo contrario, una osadía y un deseo de hacer el futuro presente, que es lo que creo que hace la promesa. Y por eso me embarqué en este libro, porque hacer promesas es una manera de hacer el futuro presente. Y pienso que hoy, si algo nos es difícil, es imaginar futuros. Imaginamos muchos, normalmente catastróficos, oscuros y amenazantes, pero ¿cómo hacer el futuro presente? Pienso que hay un límite que se traspasa, que hace posible imaginar, sobre todo crítica y radicalmente, todo aquello que nos asusta más de nuestro presente y de los pasados incumplidos.
IE: ¿Ha habido alguna promesa más importante en la historia del hombre que la promesa religiosa? ¿La vida eterna?
MG: En el contexto occidental. Es obvio que es la base de toda una idea muy importante que para mí tiene dos caras —más allá de la fe o no, que es igual— es una estructura profunda, digamos, de nuestra manera de establecer el vínculo con los demás: es la idea de que una promesa es la base de la alianza; por lo tanto, la promesa es vínculo. Y luego organiza el sentido del tiempo común, del tiempo compartido, el de una fundación, el de una historia en términos sagrados, el de una caída, una salvación. Eso, en formas laicas, desacralizadas, también ha dado sentido a la historia lineal.
La pregunta es, por muy laicos que en determinados momentos de la historia nos hayamos creído, si nos hemos deshecho o no de esa estructura o si seguimos esperando esa promesa de redención, que alguien nos prometa la salvación. Pienso que hay tentaciones bastante reaccionarias hoy que, sin necesidad de apelar a religiones como tales, o a veces sí, están reeditando toda esta estructura autoritaria de la promesa.
IE: ¿Crees que una parte del auge de la extrema derecha se explica por unas promesas rotas previas, porque hay una parte de la sociedad que considera no se ha cumplido con esa promesa que se le hizo de que los hijos vivirían tan bien o mejor que los padres, por ejemplo?
MG: En los últimos años se ha roto totalmente. Este tipo de narraciones que han sido incorporadas al sentido común, de una forma muy deliberada y falseadora de nuestros pasados comunes. Se da por hecho que cualquier generación vive mejor que sus padres, excepto la que está ahora llegando a la edad adulta, históricamente eso no se sostiene. Y después, ¿quién es el sujeto de ese nosotros? ¿Cuáles son las clases ascendentes y cuáles son las que nunca lo han sido ni lo serán? No sé de quién es esa promesa, pero qué efectiva es a la hora de teñir de resentimiento y frustración a toda una sociedad. El libro es una invitación crítica también a decir que las promesas hay que interpretarlas, no sólo recibirlas. ¿Es Dios quien la hace, es una determinada clase social quién está hablando a través de este lenguaje? ¿Qué promesas no han sido atendidas? Y aquí es donde pienso que no se trata tanto de restaurar o no promesas, sino de escuchar y reinterpretar, incluso romper falsas promesas, y entonces podemos preguntarnos de qué promesas nos queremos hacer dignos; qué promesas nos podemos dar y qué promesas podemos sostener unos respecto a otros, que no sean simplemente cautivas del lenguaje de la frustración, que es el que claramente hoy está alimentando toda esta extrema derecha. Con mucha inteligencia, además.
IE: Además, ellos, a su vez, prometen también falsas realidades. Por ejemplo: la idea de que si volvemos a ese mundo donde la mujer no formaba parte del mercado laboral, todos seremos más felices. ¿Hasta qué punto la promesa sigue siendo un mecanismo eficaz en política, sigue siendo un activador?
MG: Yo pienso que sigue siéndolo; aunque, como decíamos al principio, no son tiempos de promesas, más bien es tiempo de amenazas, que es el reverso de la promesa. Pienso que es importante ponerlas en relación. Se puede amenazar cuando se puede prometer y al revés. Las promesas nunca son inocuas, tienen consecuencias sobre cómo interpretaremos el pasado de esas promesas que dan comienzo a nuestras historias, sea la de un amor o sea la de una sociedad. Porque funcionan a todos los niveles y al mismo tiempo orientan ese tiempo común, sea el tiempo religioso, el tiempo político. Entonces, hoy en día, a pesar de su reverberación banal y falsa, siguen siendo eficaces, incluso como escuelas de frustración, una pedagogía cruel de la promesa.
IE: El Brexit en Reino Unido prometió a un país que si salía de la Unión Europea iban a ser más ricos, felices y prósperos. Resulta que no es así.
MG: Cuando hablamos de desinformación, todas estas dimensiones tan efectivas de las maneras de transmitir información, propuestas y promesas, lo importante o lo efectivo no es el engaño. Es peor que el engaño: es que lo sabemos y da igual.
IE: Hay un deseo de ser engañado.
MG: Hay un deseo de funcionar dentro de algo que, aunque sepamos que es una carta trucada, por lo menos es una carta con la que jugar. Sí que hay manipulación, sí que hay engaño, pero no creo que sea hoy en día lo más efectivo en política. Lo que se arrastran son deseos y emociones. Es más rentable el resentimiento que el desengaño. Y cuando alguien puede decir hoy que los inmigrantes comen gatos y perros, no está esperando que todo el mundo se lo crea. Está jugando con el desplazamiento emocional que produce esa imagen. Da igual que sea verdad.
Lo interesante de una promesa es que para que se haga tiene que poder ser recibida. La pregunta crítica es: ¿en qué condiciones recibimos determinadas promesas? Cuando para los migrantes, que se lanzan cada día y cada noche al mar, Europa es el nombre de una promesa, no sé si hay libertad o margen para recibir o no esa promesa. Podemos decir que han sido engañados porque hay un imaginario de lo que es vivir en Europa, que incluso transmiten sus propios iguales. Bueno, a lo mejor, sólo se puede dar un paso más, si a sabiendas de que eso no responde a un catálogo de garantías, sigue habiendo una promesa ahí. Entonces, las condiciones para ser receptores de promesas son muy desiguales. La palabra que hace promesas también es muy desigual.
IE: Una de las cosas que cuentas en tu libro es que ya desde los filósofos griegos, cuando hablaban de la promesa, lo relacionaban con el hombre libre, porque sólo el hombre libre tiene la capacidad de prometer. Un esclavo no puede prometerte nada porque no es dueño de los actos; por tanto, no puede ser dueño de lo que haga en el futuro. Llevándolo otra vez a la política, ¿crees que una de las razones de las promesas rotas es precisamente la falta de libertad de la política? Muchos de los actores políticos bienintencionados que llegan y dicen: "Vamos a arreglar el problema de la vivienda", luego se encuentran con el margen limitado de actuación que tiene hoy la política democrática.
MG: Estás mezclando poder y libertad. La promesa puede ser una palabra del poder; una manera muy autoritaria de ejercer el poder o puede ser una palabra libre, en el sentido no de que esté capacitada para hacer lo que quiera, sino porque puede ser acogida libremente. Libremente para mí quiere decir recíprocamente. Entonces, lo que está en cuestión hoy, desde el espacio de la política, es ¿qué es el poder? ¿Qué es poder hacer, y qué es tener poder? Son dos cosas distintas que casi siempre se confunden.
Hay determinadas personas, instituciones y estructuras, tanto estatales como económicas y mercantiles, que tienen mucho poder. Vayamos a ver entonces cómo ejercen el poder. Revisemos qué significa tener poder para poder hacer. Y pienso que ha habido intentos a lo largo de la historia, por lo menos de las sociedades modernas, en los que se ha intentado transformar la política acercándola al poder hacer y no al tener poder. La libertad pasa por otros lugares que no son los del poder, son otros lugares a los que se debe el poder, si queremos que esos poderes políticos trabajen en favor de sociedades más libres.
IE: La promesa también forma parte del propio protocolo público. ¿Por qué crees que está institucionalizada?
MG: Hay una parte más bien anecdótica de la diferenciación entre el juramento y la promesa, que es poder diferenciar a quien es creyente de quien no. Pero más allá de esto, la diferencia profunda entre el juramento y la promesa es que el juramento se hace ante o en nombre de un tercero. La promesa juega en otro espacio: no se promete en nombre de alguien, se promete a alguien. La garantía es el vínculo. Lo que se rompe cuando se rompe una promesa es el vínculo que se ha establecido a través de esa palabra. El juramento es otra cosa. Eso tiene otro tipo de consecuencias en el ritual político. Se han confundido. Entonces es una manera de minimizar, de hacer ver que uno no es religioso, convierte en religión la política, que pienso que a lo mejor se tendría que repensar también.
IE: Decías antes que los jóvenes, a diferencia de lo que a primera vista podría parecer, tienen un optimismo por el futuro, a pesar de que hoy tenemos una amenaza mucho más real, más presente: la crisis climática. ¿Cómo lo explicas?
MG: Porque a pesar de que estamos enfermos, deprimidos, precarios, estamos vivos. Ponemos mucho el foco en los jóvenes como aquellos que están siendo expulsados de las vidas futuras pero, por ejemplo, las maneras de envejecer, y no hablo de la fase extrema final del envejecimiento, sino de madurar, de divorciarse, de volver a vivir, de reinventarse como manda el mercado, de muchas de esas vidas que no continúan más que bajo formas de depreciación de la vida. Por ambos lados no hay promesa.
Bueno, ¿qué hacemos con todo eso? ¿Cómo vamos a vivir? ¿Cuáles son los imaginarios compartidos de lo que es una vida digna, que al final es de lo que pienso que estamos hablando en el fondo todo el rato? Estos imaginarios también han vivido relatos garantistas de que si uno trabajaba, viviría bien, envejecería mejor y sus hijos tendrían un futuro bueno. ¿Desde dónde estaba construida esta narración y por qué, quizá, era parte de una falsa promesa? No porque no fuera posible, sino porque fue también un artefacto de obediencia y de disciplinamiento de las vidas, en todos los sentidos, económica, laboral, hipotecaria, amorosa, familiar, en unos momentos donde había habido ruptura, tanto revolucionaria como generacional.
IE: ¿Cuál es la promesa del capitalismo?
MG: Las promesa del capitalismo, una de ellas, la más garantista, sería ésa: si trabajas, tendrás una vida mejor. Y la disruptiva —esta palabra que gusta tanto a los mercados de todo tipo— es que si innovas continuamente, sea algo para vender o tu propia vida vendible, podrás seguir jugando. Ésta es la promesa. En Escuela de aprendices lo analizo desde la educación: servidumbre adaptativa, mientras te adaptes y generes tus propias capacidades para adaptarte mejor, en salud, en formación, en soportar la frustración, en gestionar tus emociones, podrás seguir jugando hasta que se acabe la partida. Ésta es la promesa actual. Es una promesa que produce el agotamiento, el malestar y la desazón en la que se vive actualmente, tanto jóvenes como no tan jóvenes.
IE: Has escrito mucho sobre el capitalismo y defiendes que ha entrado en una fase en la que se está devorando a sí mismo. ¿Hacia dónde crees que puede ir?
MG: Hay más amenaza que promesa. Tampoco creo en esos análisis que se hicieron hace un tiempo de que el capitalismo se estaba destruyendo a sí mismo. Otra cosa es que el capitalismo salvaje ha mostrado todas sus caras, desde la más autoritaria hasta la más destructiva, y que esa contraprestación de obediencia a cambio de riqueza, libertad individual, pluralidad de formas de vida, ya no se sostiene, o se sostiene cada vez para menos franjas de población, o en todo caso son microburbujas de futuros privatizados. No es tanto la catástrofe como estado general del mundo, sino la catástrofe como amenaza desigualmente repartida; porque mundos ya hace siglos que se destruyen. Por lo tanto, la cuestión es cómo se distribuye la destrucción, ya sea ambiental, personal, social, cultural, etcétera, y qué mecanismos cada colectivo o cada individuo debe aprender a gestionar para retrasar o por lo menos desplazar su propia destrucción.
IE: Has escrito mucho sobre la verdadera democracia y sobre la esencia participativa de la democracia. ¿Cómo analizas el hecho de que la izquierda haya pasado del eslogan de “la democracia no es votar cada cuatro años” a “hay que salvar la democracia”?
MG: Este giro defensivo de la izquierda lo vemos en muchos planos. Quizá hemos olvidado esta parte del 15M que tenía que ver con el lenguaje del rescate. El rescate es un lenguaje del naufragio. Entonces, esa operación de rescate hace tiempo que dura, aunque luego abriera otros imaginarios más activos. Una de las cosas que hace que lo que llamamos las izquierdas estén en una fase política totalmente regresiva en todos los sentidos, es este repliegue defensivo, de ser socorristas, de lo que en otros momentos eran conquistas o creaciones, o irrupciones o revoluciones. ¿Cuánto tiempo se puede durar siendo socorrista?
IE: Es una idea conservadora en el fondo.
MG: Claro. Otra cosa es no olvidar, una práctica de memoria, no memorialística sino de memoria activa y viva. No dejar que se reinterpreten, por ejemplo, los derechos conquistados históricamente como privilegios o caprichos que nos da el Estado o que nos da quien sea y que nos puede quitar. Entonces sí que para mí hay no tanto un lenguaje, digamos político a la defensiva o de rescate, sino de memoria, de que eso no nos lo ha dado nadie, sino que se ha conquistado colectivamente a través de luchas, educación pública, feminismos, derechos sociales, etcétera. La democracia misma, no como institución representativa cerrada, sino como actividad pública y política entre iguales. Todo eso no hay que dejarlo en manos de quienes se encumbran como sus gestores, que es el lenguaje de mucha de la política de hoy.
IE: Pero hay una realidad con esa política, un diagnóstico, que es que la izquierda está en una frase de repliegue en España y el mundo. No es una cosa exclusivamente de aquí. Y no me refiero a datos electorales, que también, sobre todo a dónde están los focos de debate, dónde están los discursos. La inmigración apareció ayer en el CIS como primer problema de los ciudadanos españoles, de una manera muy contradictoria, porque cuando le preguntaban a la gente: “¿Y a ti te afecta?”, bajaba al sexto lugar, lo cual demuestra una construcción. La enorme diferencia entre lo que creo que está pasando y lo que me pasa. Ante eso, ¿qué margen, qué capacidad tiene la izquierda para poder construir algo nuevo?
MG: Construir algo común. Es decir, lo común no se construye ni desde arriba ni desde afuera ni desde los despachos ni desde todos esos lugares en los que, como sabemos, se diseña y se ejerce la política. Tenemos conocimiento histórico y reciente de que la política y lo político no son lo mismo, y que el Estado y lo público tampoco. Entonces, ¿cómo se hace lo común? Abriendo la política y abriendo lo que llamamos el Estado al ejercicio real de lo común, que quiere decir todos esos espacios, tiempos y lugares en los que desde la convivencia con otros estamos tomando en nuestra relación la posibilidad de liberar, de decidir, de negociar, de entrar en conflicto, de aprender, de educar, de curar, de querer. Lo social y lo político no son dos ámbitos separados, ahí donde hay sociedad hay política. A lo mejor las izquierdas no son aquello que determinados políticos y representantes de determinadas propuestas de izquierda nombran, sino todo aquello que ocurre allí donde esa actividad, esas prácticas de lo común tienen lugar.
¿Qué pasa? Que ahí también hay una distancia cada vez más grande —un aparato burocrático, económico, etcétera—. En ese abismo que se vive en todos los ámbitos de la acción, desde la más cotidiana hasta la más estructural, es donde está el desafío político. Cómo se acerca el hacer y el decidir. Para mí ésa es la cuestión de lo que podríamos llamar las izquierdas.
Hay que experimentar, hay que inventar, hay que retomar experiencias de los pasados diversos que han quedado por desarrollar, porque no hace falta inventar el mundo hoy, la historia colectiva de la emancipación, de la lucha, de la dignidad, muchas palabras que le podemos poner, tiene un gran repertorio de ideas, de prácticas, de referentes, de personajes y de promesas, de horizontes y de imaginarios. Esa idea benjaminiana de que el futuro a veces está en los pasados que no se han desarrollado. Pero no es verdad que socialmente no hayamos inventado, imaginado y experimentado, incluso realizado experiencias radicales de democracia o de emancipación o de igualdad o de vida pública. Es ese retomar para inventar, en esa ida y vuelta en un tiempo que no tiene por qué ser solamente lineal, como la historia sagrada, de volver a imaginar políticamente todas estas nociones, todas estas prácticas y todas estas referencias compartidas. Quizá desde ahí hay más riqueza que sólo fracasos, porque también el lenguaje del fracaso es un lenguaje muy deliberado de producción de derrotas.
Cuántas vidas y cuántas historias y cuántos desplazamientos y cuánta riqueza tiene la historia colectiva para que estemos simplemente en “lo hicimos mal y lo hicimos otra vez”. Es que quizá no necesitamos otra vez limpiar a los partidos políticos de sus vicios, tenemos que hacer otras políticas posibles. Ahí hay un límite, enmarcarnos siempre en los mismos marcos: partido político, un determinado sentido de la democracia muy estrecha y, por lo tanto, un juego cerrado. Los juegos cerrados al final imponen sus normas, y cuando imponen sus normas, ganan quienes las saben jugar.
Yo tengo mis dudas de si realmente lo que llamamos la extrema derecha realmente hace promesas. En lo que juegan fuertes es en el lenguaje de la amenaza; hacer más visibles los miedos, los culpables, los peligros. Cuando tú te sientes precario, que no puedes pagar el alquiler, todo eso que va dañando la vida y la confianza, te señalan al culpable; te dicen “este es quien está poniendo en peligro tu vida, tus garantías, tus expectativas”. La amenaza funciona bien porque activa todo este tipo de emociones y te desculpabiliza. Si lo escuchamos bien, el lenguaje de la extrema derecha funciona, no sobre la base de hacer promesas del tipo: seremos ricos y viviremos mejor o tendremos mejores salarios. Es sólo el lenguaje de la culpa y la amenaza. No venden soluciones.
IE: Ellos venden que hay problemas que no tienen arreglo y que lo que hacen es defenderte.
MG: No hay promesa colectiva. Hay también un lenguaje defensivo, pero no es el de rescatar algo, sino el de mantener todavía algún privilegio.
Este texto es una versión de Promesas incumplidas, una conversación entre Marina Garcés e Ignacio Escolar, ocurrida en el marco de la primera edición del Festival de las Ideas en Madrid, organizado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid y La Fábrica. Esta charla fue posible gracias al apoyo de eldiario.es.