Julián del Real era un hombre muy joven, casi un muchacho, alto, fuerte, rubio, con un tipo marcadamente europeo, muy común en Los Altos, donde él había nacido. Vestía siempre el traje ranchero de la región y eran sus diversiones predilectas las peleas de gallos y las carreras de caballos en las que, con los rancheros sus vecinos, apostaba bajo palabra de honor sus casas o sus ranchos o sus ganados.
Mujeriego, andaba siempre en pendencias con los muchachos de los otros pueblos por la Güera Chayo o por Lupe o por Catalina, y su cuerpo era testigo —por las heridas que tenía— de su gallarda galantería.
Cuando empezó la bola por el asesinato del presidente Madero, Julián del Real armó a sus amigos, formó una partida de revolucionarios y empezó a saquear pueblos y a disputarse en batallas campales el amor de las mujeres. Tenía una novia en un pueblo de Los Altos, que era su preferida y a la cual le había prometido casarse, pero los azares de la guerra le impidieron cumplir su promesa.
Cuando la bola se hizo grande, y Francisco Villa apareció en la escena de la Revolución saturando con su violencia y su barbarie la república entera, el corazón reblandecido de las niñas cursis americanas y envalentonando a los politicastros y a los intelectualoides, los rancheros que tenían alguna injuria que vengar, los soldados de fortuna y los hombres audaces que habían vivido siempre en el campo subyugados y llenos de rencor contra las instituciones o contra el patrón o contra algún enemigo personal, se unieron al guerrillero. Julián del Real, que era de estos últimos, se hizo villista y durante muchos meses peleó contra los núcleos carrancistas con una audacia siempre coronada por el éxito. Los carrancistas lo odiaban; pero el pueblo lo adoraba.
Era supersticioso y muy amante de la música, como todos los hombres de su pueblo natal. Cuando había alguna fiesta mandaba traer a los mejores músicos del pueblo, pero habían de ser siempre tres; los cuartetos no le gustaban, decía que traían mala suerte.
Un día que llegó a un poblacho de la Sierra, perseguido por los carrancistas, se le ocurrió casarse con la novia predilecta.
—Que traigan un terceto —dijo a un grupo de soldados— pero de los meros buenos, y que venga temprano porque vamos a bailar toda la noche, y estén pendientes, no sea que los carrancistas nos madruguen. Tú, Nicanor, te vas con tu gente a las lomas, y tú Petronilo, al puente del Camino. En cuanto vean algún peligro, me avisan.
Los muchachos se pusieron de vigilancia en los lugares indicados y antes del anochecer, en la mejor casa del pueblo, se improvisó el baile y empezó a llegar mucha gente que venía a ver al general Julián del Real y a emborracharse a sus expensas. Llegaron también cuatro músicos y empezó el jolgorio.
Julián del Real, que se había casado esa misma mañana, andaba bailando con una de las muchachas más bonitas del pueblo y la galanteaba con escándalo por darle en la cabeza a su mujer. En una de las vueltas que dio por la sala se detuvo frente a los músicos y los contó varias veces, señalándolos con el dedo: 1, 2, 3, 4, y otra vez: 1, 2, 3, 4…
—Ultimadamente —dijo— yo no he mandado trair más que tres músicos. Aquí sobra uno. Me cuadra muncho que me obedezcan—. Sacó la pistola y se la vació en la cabeza al que tocaba el violón.
—Ya lo ve, amigo —le dijo al muerto— pa que no ande viniendo a donde no lo llaman. Ora sí estamos cabales —agregó enfundando la pistola—, ya nadie sobra.
Y siguió el baile en medio de una borrachera fenomenal, de alaridos y de balazos contra los espejos y contra el techo. Nadie volvió a acordarse del pobre muerto que estaba arrinconado detrás de sus tres compañeros.
Cerca de la madrugada se oyó el rápido galopar de caballos y luego el retintín de espuelas en las piedras de la calle, y enseguida golpes violentos en las ventanas.
—¡Mi general, mi general: ai’stán!
Julián del Real hizo callar a los músicos y sacando el revólver dijo:
—A ver muchachos, los míos, aquí todos y a caballo, ¡pero luego luego!
No tuvieron tiempo de obedecer la orden. En la calle se escucharon balazos y gritos. Eran los carrancistas que llegaban. Rápidamente cercaron la casa, rompieron las ventanas y por entre las maderas rotas disparaban sobre los de adentro. Éstos, sorprendidos, se defendían tirando tras de los muebles. En pocos momentos el pavimento de la sala se cubrió de hombres y mujeres heridos y entre la balacera se escuchaban apenas los quejidos de los moribundos.
Los carrancistas forzaron la puerta y entraron a la sala en tropel. Uno que iba al frente, pistola en mano, le dijo a Julián del Real, que estaba herido y que tenía el arma descargada:
—¡Ríndase, amigo!
—Julián del Real no se rinde; ni Cristo pasó de la cruz, ni yo paso de aquí.
Los conquistadores dispararon sobre Julián del Real y lo acribillaron a balazos. Cayó al suelo bañado en sangre. Los soldados contuvieron su furia y guardaron silencio en torno al caído.
Julián del Real se incorporó lentamente, apoyándose sobre los codos, volvió la cabeza hacia todos lados, buscando algo y luego dijo:
—Que siga la música pa que bailen estos hijos de la… los carrancistas.
—Mi general —dijo un muchacho a quien los carrancistas tenían preso—: ya mataron a los músicos.
Julián del Real miró vagamente al muchacho y dijo con voz ronca:
—Pos que traigan otros, pero que sean tres, a mí nomás los tercetos me cuadran.
Cerró los ojos, inclinó la cabeza y se desplomó sobre el suelo.
Un capitán se acercó, apoyó el cañón de su rifle en el oído del moribundo y le dijo con sarcasmo:
—Ái le va su terceto, a ver qué suerte le trai.
En el ambiente oscuro de la sala saturada de terror, se escucharon tres detonaciones. El terceto mortuorio de Julián del Real.
Fuente: Dr. Atl, “Cuentos bárbaros”, en revista Nuestro México, mayo y junio de 1932. Revistas Literarias Mexicanas Modernas, FCE, 1981.