El realismo de la fantasía

La literatura ilumina a la teoría política de formas sorprendentes. Dos fabulaciones sobre lunas rebeldes se han convertido en obras de culto para anarquistas de distinto signo. Se trata de La luna es una cruel amante (1966) de Robert A. Heinlein y Los desposeídos (1974) de Ursula K. Le Guin. En ambas obras los pobladores de los satélites (la luna terrestre en el caso de Heinlein, y Anarres, una luna del planeta ficticio Urras, en el caso de Le Guin) se rebelan de sus planetas originarios para formar nuevas sociedades anarquistas. Ambos libros son obras de culto para los anarquistas, pero no podrían ser más diferentes. La Luna… narra la revuelta de una colonia de anarcocapitalistas que busca desprenderse del yugo colonial de la Autoridad Lunar, una tiránica organización internacional. Anarres, por su parte, es un satélite natural del planeta Urras. Los seguidores de la secta anarcocomunista de la gurú y filósofa Odo han establecido ahí una sociedad cooperativista sin Estado. Mientras que el libro de Heinlein inspira a los anarquistas de derecha, el de Le Guin dibuja los contornos de una sociedad anarcocomunista.

Vistas desde el mirador de la teoría política lo más notable de estas obras de ciencia ficción es su realismo; cierto escepticismo sobre la utopía. La teórica política Judith Shklar ha dicho que la fantasía sirve para desbaratar las ilusiones. Rasgo central de la utopía es precisamente la ilusión de concebir una sociedad perfecta. El utopista está enamorado de su maqueta. La utopía es el sueño del ingeniero social: un mundo de felicidad y orden. El antídoto más poderoso para la ilusión de la razón utópica es la ficción. Sólo imaginándonos cómo sería habitar esos mundos podemos tener un atisbo de su verdadera naturaleza. La fantasía revela así aspectos ocultos de la utopía.

Ilustración: Belén García Monroy

La sobriedad es lo que une a estas dos obras tan disímiles en otros aspectos. En la luna de Heinlein la idea de una sociedad sin gobierno cede ante las exigencias de organizar una revolución y librar un connato de guerra con la Tierra. Los habitantes de la luna podrán ser anarquistas de frontera, una especie de vaqueros en ranchos lunares, pero el liderazgo de la insurrección es, de manera irónica, leninista. Un partido revolucionario de vanguardia sabe qué hacer y no tiene empacho en engañar a la población en aras de independizar a la luna. Lo ayuda una supercomputadora (prefiguración de la inteligencia artificial ya en los sesenta), cuya existencia ocultan los líderes de la insurrección. Al final, tal vez esa es la única manera de lograr su propósito.

En el caso de Anarres la utopía de abolir el egoísmo y el gobierno también se ve frustrada porque aun sin leyes ni cárceles las sociedades pueden ejercer lo que Alexis de Tocqueville llamó la tiranía de la mayoría. La autoridad que ejerce la sociedad puede ser más opresiva que la del gobierno. Si el sueño de Odo era la emancipación plena del individuo, ese sueño no se había hecho realidad en Anarres aún. Un científico es obligado a viajar al planeta madre Urras para proseguir sus investigaciones, pues el conformismo, la mediocridad y la envidia reinantes en Anarres le impiden florecer. Anarres sería la pesadilla de John Stuart Mill. Aunque al final el personaje decide regresar lo hace consciente de que aquella sociedad se ha desviado de manera importante de la utopía libertaria que inspiró su creación. Ni Heinlein ni Le Guin se hacen ilusiones sobre sus sociedades utópicas. Les parecen, muy a la Churchill, las peores formas de gobierno excepto por todas las demás. Sin embargo, es posible que para Heinlein la dinámica del poder sea inescapable, mientras que para Le Guin el empeño de lograr la liberación plena del individuo tiene esperanza. Tal vez, en su caso, la fantasía no acabó de desvanecer del todo la ilusión.

 

José Antonio Aguilar Rivera

Profesor investigador en la División de Estudios Políticos del CIDE

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