El juego de naipes en la Nueva España

Aficiones honestas o deshonestas, apuestas que arruinaban familias, ociosidad que promovía la vagancia y la clandestinidad y perjudicaba al trabajo: en los nuevos reinos de las Indias occidentales los juegos fueron en varias ocasiones objeto de reiteradas pragmáticas que regulaban su permisión o su condena. Desde el siglo XVI, el virrey don Antonio de Mendoza había prohibido en 1539 que se jugara a los naipes “en poca ni en mucha cantidad, ececto al tres dos y al triunfo, malillas, ganapierde de cartas e no otro alguno”. Y en estos pocos permitidos no podían jugarse más de seis pesos de oro común al día; tampoco se debía jugar en sitios ocultos ni a puerta cerrada. Los más vigilados eran los mercaderes porque se solía jugar en las tiendas; se les avisaba de la multa de diez pesos de oro. Cincuenta años después se seguía jugando y continuaban las prohibiciones sobre todo, para las mujeres, al parecer las más viciosas; se les quitaba también toda ocasión de reunirse. Según unas Ordenanzas y un pregón de la ciudad de México sobre el juego de naipes de 1583, se prohibía

que las dichas mujeres, casadas ni solteras, doncellas ni viudas, jueguen en sus casas ningunos juegos de naipes, dados, tablas, asares ni arenillas en poca ni en mucha cantidad; por pasatiempo, entretenimiento ni otros casos que subcedan de conversación, dineros, preseas, almuerzos, colaciones ni otra cosa alguna, so pena que la tal persona en cuya casa se jugaren los dichos juegos o cualquiera dellos en la forma susodicha por las dichas mujeres, sea habido y tenido por tablajero público.

Ya se había percatado también el fraile viajero Thomas Gage, en 1625, de este vicio de las mujeres:

A lo que se dice de la lindeza de las mujeres, puedo yo añadir que gozan de tanta libertad y gustan del juego con tanta pasión, que hay entre ellas quien no tiene bastante con todo un día y su noche para acabar una manecilla de primera cuando la han comenzado. Y llega su afición hasta el punto de convidar a los hombres públicamente a que entren en sus casas para jugar.

Un día que me paseaba yo por una calle, con otro religioso que había ido conmigo a la América, estaba a la ventana una señorita de grande nacimiento, la cual, conociendo que éramos chapetones (nombre que dan a los recién llegados de España el primer año), nos llamó y entabló conversaciones con nosotros. Después de habernos hecho algunas preguntas muy ligeras sobre España, nos dijo si no queríamos entrar, y jugaríamos una manecilla de primera.

Los juegos apasionaban a ricos y a pobres. Los ricos, por ejemplo, crearon casas de juegos como la que tenían los marqueses de San Jorge, con una mesa de trucos con tacos y bolas de marfil, semejante al billar actual. La plebe de mulatos, negros y esclavos acudía a locales llamados arrastraderos. Lo prohibido y reglamentado orillaba el escenario urbano hacia la marginalidad. Los ociosos y tahúres se reunían en nuevos lugares clandestinos; en trastiendas, en sótanos, en casas de comida y bebida. Al amparo de los juegos se llevaba a cabo la Conjuración contra las ordenanzas de 1542, que tuvo lugar al año siguiente en una casa de México, a donde acudían algunos a jugar. Entre ellos hubo un soldado conocido como el Romano y un hidalgo llamado Vanegas; al calor del vino dijeron que sería bien alzarse con la tierra y matar al virrey (don Antonio de Mendoza) y a los oidores. Algunos que oyeron los disparates, los denunciaron, tomaron presos a seis o siete, los torturaron, ahorcaron e hicieron cuartos. Suárez de Peralta, siendo muchacho, fue testigo de estas burlas que costaron la vida de “unos pobres que se entretenían en juegos, y se sustentaban de baratos, que les daban” y que eran incapaces de alzarse “con un cesto de higos”, menos aún con la Nueva España.

Ilustración: David Peón

 

En tiempos de Felipe II, nos informa María de los Ángeles Cuello, el juego de naipes llegó a ser una fuente de ingresos para el erario al crearse el estanco que pasó a propiedad de la Real Hacienda: una manera de regular los excesos en el juego con oficiales que visitaban los locales y vigilaban a los coymes, además de obtener ganancias para la caja real. Pronto las barajas dejaron de importarse de España y empezaron a fabricarse en México, con lo cual desde 1578-84 había casas destinadas a la fabricación de naipes, a cargo de dos oficiales que consignaban en un libro la fabricación de las mismas y “un arca con dos llaves que guardaría el sello”. El Ramo se ofrecía al mejor postor y durante el siglo XVI se estuvo arrendando a particulares. Pero a partir de las Ordenanzas de 1673 empezó a administrarse por cuenta de la Corona con un administrador que cobraba mil pesos. Mientras duró el Ramo de Naipes se necesitaron reglamentaciones continuas por el contrabando de falsos naipes, importados del extranjero sobre todo en el siglo XVII, debido al alto precio de los que se hacían en la Real Fábrica de Naipes o por la falta de papel. También porque la cantidad de las apuestas, que como se dijo no podían ser de más de diez pesos de oro al día, siempre era más fuerte y nunca se respetaba. Y también por la ausencia de los jugadores en sus lugares de trabajo o en misa los días festivos: a tal punto que el marqués de Casafuerte decretó en 1725 la prohibición de jugar en días laborales. En 1745 Felipe IV decretó la prohibición de juegos de apuesta, suerte y envite, por otro nombre también llamados “albures”. En 1768, con el marqués de Croix se hicieron nuevas ordenanzas y se permitían sólo algunos juegos lícitos para diversión. En 1770 catorce artículos especificaban los juegos prohibidos y tres años después Bucareli prohibía “los juegos de albures, banca, quince, veinte y una y treinta y una embidadas”. Pero se continuaban jugando. En los años 1784, 1788 y 1790 los virreyes Matías de Gálvez, Alonso Núñez de Haro y el conde de Revillagigedo reiteraban de nuevo las prohibiciones, según Francisco de Solano; finalmente, el Ramo de Naipes se unió al del Tabaco. Debido al costo del papel el visitador reformista José de Gálvez permitió que se trajeran barajas españolas fabricadas en “Macharaviaja, un pueblo de la provincia de Málaga, cuna de los Gálvez”. Con la guerra española contra los franceses dejaron de enviarse barajas y este Ramo terminó por extinguirse.

 

María José Rodilla
Profesora investigadora de la UAM-Iztapalapa, su último libro es De belleza y misoginia. Los afeites en las literaturas medieval, áurea y virreinal (2021).

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