Humillados y ofendidos: sepultados

Joan Corominas hace descender la palabra humildad del vocablo humillar; y, por otra parte, en su conocido diccionario, alude al latín humus, para dar lugar a la idea de tierra. Yo, modesta y arbitrariamente, combino ambas palabras y defino al ente humillado como al ser que es enterrado, sepultado y jodido. Hablar en nombre o asumirse como el símbolo de los sepultados con el fin de acrecentar poder y bienes más capital moral es un dislate y, sólo para ponerme dramático, es también un acto criminal. Sobre todo si los sepultados son exhumados, (vocablo este sí del latín exhumare, o arrancado del humus). Les parecerá absurdo o pedante que me entrometa en los orígenes etimológicos de la palabrería, pero no me avergüenza, pese a no pertenecer a ninguna institución lingüística. Todavía hace una semana confundía yo la palabra polizones con polizontes, caray; la buena noticia es que el lenguaje es flexible, frondoso y que las ramas de su árbol tienden hacia el infinito y se ofrecen a la interpretación y al carácter de la circunstancia.

Ilustración: Kathia Recio

En verdad creo que los seres sepultados socialmente deben ser exhumados, mas no a partir de remedios efímeros, banalidades o chucherías, sino de manera seria: ubicar el lugar del entierro, excavar cuidadosamente, “resucitar” o curar, y mantener a la persona sobre la tierra. Me refiero a llevar a cabo una obra seria y trascendente: se protege al sepultado porque algún día se escapa del pantano y nos cercena el cuello, así que es un hecho socialmente rentable, además de que hay quien piensa que se trata de un deber humanitario. Yo me guardaré mis comentarios al respecto, ya que si los esfuerzos de Diderot, d’Alambert y demás autores de la Enciclopedia, han sido nimios y ni siquiera lograron amenguar las guerras más terribles de la historia sucedidas un siglo después, dudo mucho que esa vieja inclinación humanista repare la insistencia criminal, aunque logre en tantos casos atenuarla. No existe espacio ético para arropar una nueva Ilustración. La afirmación no significa que saturemos ese espacio con paliativos tales como difundir e imponer corrección a cierto comportamiento público y lingüístico. Lo que se ha dado en llamar política correcta, supone una buena intención y auxilia en algo a poner límite a la patanería y a ampliar un poco la buena convivencia. Sí, pero no a cambio de crear novedosos fascismos que en su acción son nocivos y que en sus raíces son superficiales: actuando así el sepultado no logra ni asomarse a la superficie.

¿Quién dicta las normas? Es una pregunta peligrosa, ya que si las normas o políticas correctas de altura cotidiana son esgrimidas por personas ignorantes de su circunstancia cotidiana, despistadas, ajenas a la historia e inclinadas a los fascismos duros, entonces el problema crece y el humillado o sepultado no podrá ver ninguna clase de luz. Cuando Peter Sloterdijk escribe, en Normas para el parque humano,que todo Humanismo supone un “contra qué”, ya que implica el rescate de los seres humanos de la barbarie, entonces uno debería, antes de acogerse a la idea dura de “corrección política”, reflexionar a fondo cuál es y en qué consiste el “contra qué”. Ese “contra qué” tendría que reconocer profundamente a su enemigo y favorecer a las personas más débiles, cualesquiera que sean, es decir a los sepultados y enterrados. Sólo, y tal hecho me parece indispensable, todo ser débil a punto de la exhumación debe ser bien localizado y sopesado a la hora de excavar. Y lo afirmo hoy en momentos donde la ocurrencia verbal y el pensamiento vago o nulo abundan y nos sepultan todavía más.

 

Guillermo Fadanelli
Escritor. Entre sus libros: Stevenson, inadaptado; El hombre mal vestido; Fandelli y Mis mujeres muertas

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