Uno de los episodios pintorescos de la vida de Immanuel Kant involucra al gallo de un vecino cuyo canto, según su biógrafo Ludwig Ernst Borowski, era tan insoportable a los oídos del filósofo que, tras haber intentado sin éxito comprar el ave para enmudecerla1 y “obtener paz”, se vio forzado a mudar de residencia. Esta reacción casi extrema de Kant llevó a Arnaud Norena, experto en neurotología(una simbiosis médica entre neurología y otología) a aventurar la hipótesis de un padecimiento: misofonía.2
El chirrido de un gis en el pizarrón y escenarios como el de una persona mascando chicle con la boca abierta, sorbiendo sopa al comer, sonándose la nariz en público o tosiendo en el cine, el teatro o la sala de conciertos, pueden resultarnos sumamente molestos e irritantes y provocar que busquemos la forma —no siempre muy educada— de que las personas no lo hagan más. Todo esto es muy normal y diferente a lo que experimenta alguien con misofonía: en su caso, sonidos tan comunes como los generados cuando se mastica o se respira pueden provocar por sí mismos, o en momentos específicos, reacciones intensas de ansiedad, pánico o ira.

Apenas en 2002 este desorden mental fue nombrado, según su etimología, como un odio a los sonidos. Aunque no es un término muy preciso, fue una opción más memorable que síndrome de sensibilidad selectiva al sonido; propuesta de la audióloga Marsha Johnson, quien fue la primera investigadora que identificó tal condición en los años noventa. El estudio de la misofonía es tan reciente que aún no aparece en el DSM-5 (el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales), tampoco hay una explicación integral sobre sus causas y, peor todavía para quienes la padecen, aún no existe un protocolo médico óptimo para su tratamiento.
A diferencia de quien tiene hiperacusia, en la que no se tolera un atributo específico del sonido (su volumen, percibido como demasiado alto), para una persona misófona el sonido incluso ligeramente audible, o con una intensidad apenas por arriba del ruido de fondo, desencadena una hiperreacción automática de supervivencia del tipo lucha o huida. El nivel de estrés de quienes padecen misofonía se dispara (lo que es palpable por el aumento de su frecuencia cardiaca, entre otras respuestas fisiológicas) y pueden gritarle o amenazar a quien causa tal sonido. Para las personas misófonas es imposible ignorar un sonido que les incomoda y lo interpretan como una agresión. En consecuencia, se encienden sus sistemas de alarma y se vuelven hipervigilantes al ambiente acústico en que se encuentren.3
Experiencias tan negativas y fuera del control propio ocasionan que estos pacientes eviten las reuniones sociales. Ese aislamiento y los sentimientos de culpa, tristeza e impotencia podrían provocarles depresión. Existe, incluso, el reporte clínico de una joven que en dos ocasiones intentó suicidarse por exceso de fármacos.4 A sus 12 años, la paciente se dio cuenta de que por mucho que quisiera a su padre no soportaba estar cerca de él cuando se comía un plátano. Con el tiempo la irritaba cada vez más el sonido que las personas —excepto ella misma— hacían al comer, sobre todo al masticar cosas crujientes. A veces tenía que taparse los oídos con los dedos o cerrar los ojos cuando alguien comía enfrente de ella y, en ocasiones, su enojo fue tanto que golpeó a algunos de sus compañeros. La combinación de farmacoterapia con antidepresivos y terapia conductual, que incluyó el uso de tapones para oídos, audífonos y música, ayudó a que la misofonía de la joven pasara de extrema a severa y a que su calidad de vida mejorara notablemente.
Que la investigación sobre las causas de la misofonía esté en pañales no significa que no se hayan determinado algunos factores. Estudios neurofisiológicos, además de demostrar que no hay diferencia en la forma en que perciben los sonidos las personas misófonas y quienes no lo son, muestran que la región cerebral involucrada es la ínsula anterior: se asocia con el procesamiento de emociones al convivir con otras personas. Esto apunta a que todo modelo teórico que pretenda explicar este trastorno debe comprender un conjunto de aspectos psicológicos y sociales.5 Si bien los expertos coinciden en que la fuente del sonido modula o determina la reacción adversa de quienes padecen misofonía, Arnaud Norena (sí, el del diagnóstico de Kant) va más allá y conjetura que este desorden mental podría deberse a un condicionamiento clásico, al estilo de Pavlov y sus perros.
Según esa hipótesis, cualquier sonido podría hacer de cada individuo un misófono, aunque hay ciertos rasgos de personalidad que aumentarían el riesgo en algunas personas. Norena usa como ejemplo un paciente que no toleraba el ruido de pisadas, y achaca esto a que de niño su madrastra lo espiaba y seguía por toda la casa; lo que él recuerda es el sonido de sus pasos. Para este misófono, las pisadas dejaron de ser un sonido emocionalmente neutro y se convirtieron en un reforzamiento negativo; su desorden, el resultado de aprendizaje social. Un segundo punto al respecto: la misofonía aparece por lo común entre el fin de la niñez y el inicio de la adolescencia, una etapa de marcado desarrollo biológico y social del paciente.
Tratándose de Kant, quizás no sea difícil achacarle rasgos, como la autoimposición de altos estándares morales, que favorecerían una misofonía clínica. Quizás el inoportuno quiquiriquí matutino habría perturbado negativamente su adolescencia en la ciudad de Königsberg, al punto de causarle malestar psicológico y físico de adulto.
O quizás, simplemente, este diagnóstico post mortem es tan aplicable a Kant como a cualquier citadino al que un claxon, la alarma de un auto, el despachador de gas, mariachis cantando Las mañanitas y sonidos similares no bastan para despertarlo, pero un gallo desgañitándose es percibido como una transgresión en el orden de su mundo. En consecuencia y misofonía aparte, un sonido por demás odioso e insufrible.
Luis Javier Plata Rosas
Doctor en Oceanografía por la Universidad de Guadalajara. Sus más recientes libros son: En un lugar de la ciencia… Un científico explora los clásicos y El hombre que jamás se equivocaba. Ensayos sobre ciencia, literatura y sociedad.
1 Borowski no abunda sobre los planes que el autor de Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime tenía para el gallo, una vez en su poder. Quizás nada tan bello ni sublime.
2 Norena, A. “Did Kant suffer from misophonia?”, Front. Psychol. 15:1242516, 2024.
3 Edelstein, M., y otros. “Misophonia: Physiological investigations and case descriptions”, Front. Hum. Neurosci. 7:296, 2013.
4 Alekri, J., y Al-Saif, F. “Suicidal misophonia: A case report”, Psychiatry Clin. Psychopharmacol. 29(2), pp. 232-237, 2019.
5 Berger, J. I., y otros. “A social cognition perspective on misophonia”, Phil. Trans. R. Soc. B, 379:20230257, 2024.